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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A MONSEÑOR VITTORIO BERNARDETTO,
OBISPO DE LA DIÓCESIS DE SUSA (ITALIA)

 

Al venerado hermano
VITTORIO BERNARDETTO
Obispo de Susa (Italia)

1. Me ha alegrado saber que este año la Iglesia que está en Valsusa celebra el primer centenario de la erección de la estatua de la Madre del Señor en el monte Rocciamelone. Al recordar con gratitud la jubilosa acogida que me dispensaron el 14 de julio de 1991, con ocasión de mi visita pastoral a Susa, y el intenso momento de oración que vivimos en la catedral de San Justo ante el tríptico que Bonifacio Rotario, ciudadano de Asti, llevó a esa cima el 1 de septiembre de 1358, deseo unirme espiritualmente a las celebraciones con las que toda la comunidad diocesana quiere subrayar ese significativo aniversario.

Hace cien años, en continuidad con el antiguo gesto de fe que dio comienzo a la devoción mariana en el monte Rocciamelone, el preboste de la catedral, canónigo Antonio Tonda, y el profesor Giovanni Battista Ghirardi, animados por el beato obispo Edoardo Giuseppe Rosaz, decidieron erigir una estatua de la Virgen en la montaña más alta de los Alpes occidentales, que después se realizó con la contribución generosa de 130.000 «niños de Italia». Con esa iniciativa, la Iglesia que está en Valsusa, imitando al discípulo a quien Jesús amaba (cf. Jn 19, 27), mostró que quería acoger a María «en su casa», para que repitiera a los hijos e hijas de esa tierra, como un día en Caná de Galilea: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).

Así, la presencia de María ha convertido el monte Rocciamelone en un centro de evangelización, donde los fieles, acogiendo el mensaje de la salvación como de los labios de la Madre, pueden volver a gustar la alegría y la dignidad de hijos adoptivos de Dios. ¡Cuántas cosas podría contar la imagen de la Virgen! Victorias sobre el egoísmo y sobre el pecado, perdones concedidos y acogidos, y gestos de reconciliación y altruismo, que han transformado la historia del Rocciamelone en una singular «historia de almas», cuyos capítulos conserva celosamente el corazón de la Madre.

2. Al pie de la cruz Jesús pronunció estas palabras, que son como un testamento: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26). «La Madre de Cristo, encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre ―a cada uno y a todos―, es entregada al hombre ―a cada uno y a todos― como madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, el discípulo que él amaba. Pero no está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María Madre de Cristo, madre de los hombres» (Redemptoris Mater, 23).

Desde aquel momento ya nadie será «huérfano» en la tierra. La Iglesia, plenamente consciente de esto, no ha dejado de sacar benéficas consecuencias de la «maternidad» de María. En particular, el concilio ecuménico Vaticano II reconoció que la participación de la Virgen de Nazaret en la obra de la redención la ha convertido en «madre, modelo y miembro muy eminente y del todo singular» del pueblo cristiano (cf. Lumen gentium, 53), atribuyendo a su intercesión una dimensión universal en el espacio y en el tiempo: ella es Madre de todos y Madre para siempre. Su misión tiene como objetivo reproducir en los creyentes los rasgos del Hijo primogénito (cf. Pablo VI, Marialis cultus, 57), llevándolos, al mismo tiempo, a recuperar de modo cada vez más nítido la imagen y la semejanza de Dios, con las que han sido creados (cf. Gn 1, 26).

Los fieles saben que pueden contar con esta solicitud de la Madre celestial: María no los abandona jamás. Al acogerla en su casa como don supremo del corazón de Cristo crucificado, se aseguran una presencia singularmente eficaz en la tarea de testimoniar ante el mundo, en cualquier circunstancia, la fecundidad del amor y el sentido auténtico de la vida.

3. Así pues, para esa comunidad diocesana la celebración del centenario resulta una ocasión privilegiada para adorar «el sabio designio de Dios, que ha colocado en su familia ―la Iglesia―, como en todo hogar doméstico, la figura de una Mujer, que calladamente y en espíritu de servicio vela por ella y protege benignamente su camino hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del Señor» (Marialis cultus, Introducción).

Una iniciativa importante, en el marco de las celebraciones, será la peregrinación de la venerada imagen a todas las parroquias de la diócesis. Deseo de corazón que, como ya sucedió en 1948, al final de la segunda guerra mundial, dicho acontecimiento constituya, gracias a la colaboración concreta de los sacerdotes, de los religiosos y de toda la comunidad eclesial, un momento privilegiado de evangelización, formación y compromiso cristiano. Ojalá que el paso de la estatua de la Virgen por las diversas vicarías sea un tiempo propicio para celebrar el misterio de Cristo, en unión con su Madre, y contribuya a aumentar la fe, la esperanza y la caridad de las poblaciones de Valsusa.

Que la Virgen, recordando las maravillas realizadas por el Señor en favor del pueblo de Dios, suscite en los fieles un profundo deseo de contemplación y alabanza, que aumente el fervor y abra el corazón de cada uno a las necesidades materiales y espirituales de sus hermanos.

Que el ejemplo de la Virgen alimente en el corazón de los cristianos un intenso amor a la sagrada Escritura y una gran disponibilidad a cumplir la voluntad del Señor. Que la peregrinación sea un tiempo de gracia y de celebración fervorosa de los sacramentos de la vida cristiana. Quiera Dios que, reconciliados con el Padre celestial y alimentados con el Cuerpo y la Sangre del Señor, los cristianos, reunidos en torno a la Madre, reciban copiosas efusiones de los dones del Espíritu, que los conviertan en apóstoles del tercer milenio y en testigos auténticos del Resucitado en la familia, en los lugares de trabajo, en las escuelas y en los demás ambientes donde se esfuerzan por construir juntos la civilización del amor.

4. A la Virgen del monte Rocciamelone, que desde hace siglos acompaña con su incesante protección a la Iglesia que está en Valsusa, deseo encomendarlo a usted, venerado hermano, a los presbíteros, a los religiosos y las religiosas, a las familias, a los jóvenes, a los enfermos y a todos los fieles, para que la entera comunidad diocesana, sostenida por el amor de la Madre celestial, siga a Cristo con renovado impulso y lo testimonie con el fervor de la vida y de las obras en el umbral del nuevo milenio.

Como prenda de estos deseos, imparto a todos con afecto una especial bendición apostólica.

Vaticano, 8 de marzo de 1999

JUAN PABLO II



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