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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL ABAD DEL MONASTERIO DE SUBIACO
CON OCASIÓN DEL XV CENTENARIO DE SU FUNDACIÓN 

 

Al amado hermano
dom MAURO MEACCI
Abad de Subiaco

1. Me ha alegrado saber que la gran familia monástica benedictina quiere recordar con celebraciones especiales los 1500 años desde que san Benito empezó en Subiaco la «schola dominici servitii», que llevaría, en el decurso de los siglos, a innumerables hombres y mujeres, «per ducatum Evangelii», a una unión más íntima con Cristo. Deseo unirme espiritualmente a la acción de gracias que toda la orden monástica, que nació de la fe y del amor del santo patriarca, eleva al Señor por los grandes dones con que la ha enriquecido desde el comienzo de su historia.

Ya mi venerado predecesor san Gregorio Magno, monje benedictino y biógrafo ilustre de san Benito, invitaba a captar en el clima de gran fe en Dios e intenso amor a su ley, que animaba a la familia de origen del santo de Nursia, las premisas de una vida dedicada completamente a «buscar y servir a Cristo, único y verdadero Salvador» (Prefacio de la misa de san Benito). Esta tensión espiritual, acrecentándose y desarrollándose en las diversas situaciones de la vida, llevó muy pronto al joven a renunciar a los halagos de la ciencia y de los bienes del mundo, para dedicarse a adquirir la sabiduría de la cruz y a seguir únicamente a Cristo.

En su camino espiritual, de Nursia a Roma, de Affile a Subiaco, a Benito lo impulsó únicamente el deseo de agradar a Cristo. Este anhelo se consolidó e incrementó durante los tres años que vivió en la gruta del Sacro Speco, cuando «puso las sólidas bases de perfección cristiana, sobre las cuales pudo levantar después una construcción de altura extraordinaria» (Pío XII, Fulgens radiatur, 21 de marzo de 1947).

Su prolongada e íntima unión con Cristo lo llevó a reunir a su alrededor a otros hermanos para realizar «los designios y propósitos grandiosos a los que se sentía llamado por inspiración del Espíritu Santo» (ib.). Enriquecido por la luz divina, Benito se convirtió en luz y guía para los pobres pastores que buscaban la fe y para la gente devota que tenía necesidad de ser acompañada por el camino de Señor. Después de un nuevo período de soledad y duras pruebas, hace 1500 años, con apenas 20 años de edad, fundó en Subiaco, no lejos del Speco, el primer monasterio benedictino. De este modo, el grano de trigo que había elegido esconderse en la tierra de Subiaco y consumirse en la penitencia por amor a Cristo, dio origen a un nuevo modelo de vida consagrada, transformándose en espiga llena de frutos.

2. Así la pequeña y oscura gruta de Subiaco se convirtió en la cuna de la orden benedictina, de donde surgió un faro luminoso de fe y civilización, que, a través de los ejemplos y las obras de los hijos espirituales del santo patriarca, inundó, como recuerda la lápida de mármol colocada allí, toda Europa, desde occidente hasta oriente, y los demás continentes.

La fama de su santidad atrajo a multitud de jóvenes en busca de Dios, a los que su genio práctico organizó en doce monasterios. Allí, en un clima de sencillez evangélica, fe viva y caridad activa se formaron san Plácido y san Mauro, primeras piedras preciosas de la familia monástica de Subiaco, a quienes el mismo Benito educó «en el servicio al Omnipotente».

Para proteger a sus monjes de las consecuencias de una feroz persecución, después de haber perfeccionado el ordenamiento de los monasterios existentes con el nombramiento de superiores idóneos, Benito tomó consigo a algunos monjes y partió para Cassino, donde fundó el monasterio de Montecassino, que pronto se convertiría en cuna de irradiación del monacato de Occidente y centro de evangelización y humanismo cristiano.

También en esa circunstancia Benito se mostró hombre de fe inquebrantable: confiando en Dios y esperando, como Abraham, contra toda esperanza, creyó que el Señor seguiría bendiciendo su obra, a pesar de los obstáculos surgidos por la envidia y la violencia de los hombres.

3. En el centro de la experiencia monástica de san Benito se encuentra un principio sencillo, típico del cristiano, que el monje acepta en su radicalismo total: construir la unidad de la propia vida sobre el primado de Dios. Este «tendere in unum», condición primera y fundamental para entrar en la vida monástica, debe constituir el compromiso unificador de la existencia de la persona y de la comunidad, traduciéndose en la «conversatio morum», que es fidelidad a un estilo de vida basado concretamente en la obediencia diaria. La búsqueda de la sencillez evangélica impone una verificación constante, es decir, el esfuerzo de «hacer la verdad» remontándose continuamente al don inicial de la llamada divina, fundamento de la propia experiencia religiosa.

Este compromiso, que acompaña a la vida benedictina, es particularmente importante durante las celebraciones de los 1500 años de fundación del monasterio, que coinciden con el gran jubileo del año 2000. El libro del Levítico prescribe: «Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra la liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia» (Lv 25, 10). La invitación a recobrar la propia herencia y volver a la propia familia resulta particularmente actual para la comunidad monástica benedictina, llamada a vivir el jubileo de sus quince siglos de vida y el del Año santo como momentos propicios de renovada adhesión a la herencia del santo patriarca, profundizando su carisma originario

4. El ejemplo de san Benito y la Regla ofrecen indicaciones significativas para acoger plenamente el don que constituyen esas celebraciones. Invitan, ante todo, a dar un testimonio de fidelidad inquebrantable a la palabra de Dios, meditada y acogida a través de la «lectio divina». Esto exige conservar silencio y una actitud de adoración humilde en presencia de Dios. En efecto, la palabra divina revela sus profundidades a quien está atento, mediante el silencio y la mortificación, a la acción misteriosa del Espíritu.

La prescripción del silencio regular, a la vez que establece tiempos en los que la palabra humana debe callar, orienta hacia un estilo caracterizado por una gran moderación en la comunicación verbal. Esta norma, si se percibe y vive en su sentido profundo, educa lentamente para la interiorización, gracias a la cual el monje se abre a un conocimiento auténtico de Dios y del hombre. Particularmente, el gran silencio en los monasterios tiene una fuerza simbólica singular para evocar lo que realmente vale: la disponibilidad absoluta de Samuel (cf. 1 S 3) y la propia entrega llena de amor al Padre. Todo lo demás no se rechaza, se acepta en su realidad profunda y se presenta a Dios en la oración.

Ésta es la escuela de la «lectio divina» que la Iglesia pide a los monasterios: en ella no se buscan maestros de exégesis bíblica, que pueden encontrarse en otras partes, sino testigos de una humilde y constante fidelidad a la Palabra en la vida ordinaria. Así, la «vita bonorum» se convierte en «viva lectio», comprensible incluso para quien, defraudado por la inflación de palabras humanas, busca lo esencial, la autenticidad en su relación con Dios, dispuesto a captar el mensaje que surge de una vida en la que el gusto por la belleza y el orden se conjugan con la sobriedad.

La familiaridad con la Palabra, que la Regla benedictina garantiza, reservándole un amplio espacio en el horario diario, sin duda infundirá serena confianza, excluyendo falsas seguridades y arraigando en el alma el sentido vivo del total señorío de Dios. Así, el monje se pone al abrigo de interpretaciones de conveniencia o instrumentalizadas de la Escritura, y adquiere una conciencia cada vez más profunda de la debilidad humana, en la que resplandece la fuerza de Dios.

5. Además de la escucha de la palabra de Dios, está el compromiso de la oración. El monasterio benedictino es, sobre todo, lugar de oración, en el sentido de que en él todo está organizado para que los monjes estén atentos y disponibles a la voz del Espíritu. Por ese motivo, el rezo íntegro del oficio divino, que tiene su centro en la Eucaristía y marca el ritmo de la jornada monástica, constituye el «opus Dei», en el que «dum cantamus iter facimus ut ad nostrum cor veniat et sui nos amoris gratia accendat».

El monje benedictino se inspira en la palabra de la sagrada Escritura para su coloquio con Dios, con la ayuda de la austera belleza de la liturgia romana en la que esa Palabra, proclamada con solemnidad o cantada en monodias que son fruto de la inteligencia espiritual de las riquezas encerradas en ella, desempeña un papel absolutamente preeminente en relación con otras liturgias, en las que el elemento que más llama la atención son las espléndidas composiciones poéticas, que han florecido en el tronco del texto bíblico.

Este estilo de orar con la Biblia requiere una ascesis de desapego de sí que permite sintonizar con los sentimientos que Otro pone en los labios y despierta en el corazón («ut mens nostra concordet voci nostrae»). Así, en la vida se afirma el primado de la Palabra, que domina no por imponerse a la fuerza, sino porque atrae, fascinando, de forma discreta y fiel. La Palabra, una vez aceptada, escruta y discierne, impone opciones claras y así, mediante la obediencia, introduce en la «historia salutis» compendiada en la Pascua de Cristo obediente al Padre (cf. Hb 5, 7-10).

Esta oración, «memoria Dei», hace posible concretamente la unidad de la vida, a pesar de las múltiples actividades: éstas, como enseña Cassiano, no sufren menoscabo, sino que se orientan continuamente a su centro. Con la expansión de la oración litúrgica a lo largo de la jornada, mediante la oración personal libre y silenciosa de los hermanos, se crea en el monasterio un clima de recogimiento, gracias al cual incluso los momentos de celebración encuentran su verdad plena. De ese modo, el monasterio se convierte en «escuela de oración», o sea, lugar donde una comunidad, viviendo intensamente el encuentro con Dios en la liturgia y en los diversos momentos de la jornada, introduce a cuantos buscan el rostro de Dios vivo en las maravillas de la vida trinitaria.

6. La plegaria, marcando en la liturgia las horas de la jornada y convirtiéndose en oración personal y silenciosa de los hermanos, constituye la expresión y la fuente principal de la unidad de la comunidad monástica, que tiene su fundamento en la unidad de la fe. A todo monje se le exige que dirija una auténtica mirada de fe a sí mismo y a la comunidad: gracias a ella, cada uno lleva a sus hermanos y se siente llevado por ellos ―no sólo por aquellos con quienes vive, sino también por aquellos que lo precedieron y dieron a la comunidad su fisonomía inconfundible, con sus riquezas y sus límites―, y, junto con ellos, se siente llevado por Cristo, que es el fundamento. Cuando falta esta armonía de fondo y existe indiferencia, o incluso rivalidad, cada hermano comienza a sentirse «uno entre tantos», y corre el riesgo de creer que puede realizarse con iniciativas personales, que lo impulsan a buscar refugio en los contactos con el exterior, más que en la participación plena en la vida y en el apostolado común.

Hoy es más urgente que nunca cultivar la vida fraterna en las comunidades, donde se practica un estilo de amistad que no es menos verdadero porque mantiene las distancias que salvaguardan la libertad de los demás. Éste es el testimonio que la Iglesia espera de todos los religiosos, pero, en primer lugar, de los monjes.

7. Deseo de corazón que las celebraciones de los 1500 años del comienzo de la vida monástica en Subiaco constituyan para esa comunidad y para toda la orden benedictina una nueva ocasión de fidelidad al carisma del santo patriarca, de fervor en la vida comunitaria, en la escucha de la palabra de Dios y en la oración, y de compromiso en el anuncio del Evangelio, según la tradición propia de la congregación de Subiaco.

Quiera Dios que cada comunidad benedictina se presente, con una identidad bien definida, como «ciudad en el monte», distinta del mundo que la rodea, pero abierta y acogedora con respecto a los pobres, a los peregrinos y a cuantos buscan una vida de mayor fidelidad al Evangelio. Con estos deseos, que encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen, venerada e invocada tan fervorosamente en ese monasterio y en todas las comunidades benedictinas, le imparto de corazón a usted y a los monjes de Subiaco una especial bendición apostólica.

Vaticano, 7 de julio de 1999

JUAN PABLO II



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