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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL MINISTRO GENERAL DE LOS FRAILES MENORES
CON OCASIÓN DE LA REAPERTURA DE LA PORCIÚNCULA
 

 

Al reverendísimo padre GIACOMO BINI
Ministro general de la orden franciscana de los Frailes Menores

1. La reapertura de la basílica y de la capilla de la Porciúncula, tras la restauración por las heridas del terremoto de 1997, me brinda la grata oportunidad de dirigirle un saludo afectuoso a usted, amado hermano, y a la comunidad franciscana que en Asís presta un valioso servicio eclesial y cuida el decoro de esos lugares vinculados a la memoria del Poverello de Asís, tan queridos para los fieles y los peregrinos que llegan a la tierra de Francisco y Clara para realizar una intensa experiencia espiritual. Los pasos de los fieles se detienen a las puertas de Asís, que, por los numerosos prodigios de misericordia realizados allí, se suele llamar, con razón, «la ciudad particular del Señor» (Fuentes franciscanas, 3201).

Hoy la capilla de la Porciúncula, y la basílica patriarcal donde se conserva, vuelven a abrir sus puertas para acoger a multitudes de personas atraídas por la nostalgia y la fascinación de la santidad de Dios, que se manifestó abundantemente en su siervo Francisco.

El Poverello sabía que «la gracia divina podía ser concedida a los elegidos de Dios en cualquier parte; de igual modo, había experimentado que el lugar de Santa María de la Porciúncula rebosaba de una gracia copiosa (...), y solía decir a los frailes (...): "Este lugar es santo, es la morada de Cristo y de la Virgen, su Madre"» (Speculum perfectionis, 83: FF 1780). La humilde y pobre iglesita se había convertido para Francisco en el icono de María santísima, la «Virgen hecha Iglesia» (Salutatio B.M.V. 1: FF 259), humilde y «pequeña porción del mundo» (FF 604), pero indispensable al Hijo de Dios para hacerse hombre. Por eso el santo invocaba a María como tabernáculo, casa, vestidura, esclava y Madre de Dios (cf. FF 259).

Precisamente en la capilla de la Porciúncula, que había restaurado con sus propias manos, Francisco, iluminado por las palabras del capítulo décimo del evangelio según san Mateo, decidió abandonar su precedente y breve experiencia de eremita para dedicarse a la predicación en medio de la gente, «con la sencillez de su palabra y la magnificencia de su corazón», como testimonia su primer biógrafo, Tomás de Celano (Vita I, 23: FF 358). Así inició su singular ministerio itinerante. Y en la Porciúncula tuvo lugar después la toma de hábito de santa Clara, y en ella se fundó la orden de las «Damas pobres de San Damián». Allí también Francisco pidió a Cristo, mediante la intercesión de la Reina de los ángeles, el gran perdón o «indulgencia de la Porciúncula», confirmada por mi venerado predecesor el Papa Honorio III a partir del 2 de agosto de 1216. Desde entonces empezó la actividad misionera, que llevó a Francisco y a sus frailes a algunos países musulmanes y a varias naciones de Europa. Allí, por último, el Santo acogió cantando a «nuestra hermana muerte corporal» (Cántico de las criaturas, 12: FF 263).

2. De la experiencia del Poverello de Asís, la iglesita de la Porciúncula conserva y difunde un mensaje y una gracia peculiares, que perduran todavía hoy y constituyen un fuerte llamamiento espiritual para cuantos se sienten atraídos por su ejemplo. A este propósito, es significativo el testimonio de Simone Weil, hija de Israel fascinada por Cristo: «Mientras estaba sola en la capillita románica de Santa María de los Ángeles, incomparable milagro de pureza, donde san Francisco rezó tan a menudo, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a arrodillarme» (Autobiografía espiritual).

La Porciúncula es uno de los lugares más venerados del franciscanismo, no sólo muy entrañable para la orden de los Frailes Menores, sino también para todos los cristianos que allí, cautivados por la intensidad de las memorias históricas, reciben luz y estímulo para una renovación de vida, con vistas a una fe más enraizada y a un amor más auténtico. Por tanto, me complace subrayar el mensaje específico que proviene de la Porciúncula y de la indulgencia vinculada a ella. Es un mensaje de perdón y reconciliación, es decir, de gracia, que la bondad divina derrama sobre nosotros, si estamos bien dispuestos, porque Dios es verdaderamente «rico en misericordia» (Ef 2, 4).

¡Cómo no reavivar diariamente en nosotros la invocación, humilde y confiada, de la gracia redentora de Dios! ¡Cómo no reconocer la grandeza de este don que nos ha ofrecido en Cristo, «una vez para siempre» (Hb 9, 12), y que continuamente nos vuelve a proponer con su inmutable bondad! Se trata del don del perdón gratuito, que nos dispone a la paz con él y con nosotros mismos, infundiéndonos renovada esperanza y alegría de vivir. La consideración de todo esto nos ayuda a comprender la austera vida de penitencia de Francisco, a la vez que nos invita a aceptar la llamada a una constante conversión, que nos aleje de una conducta egoísta y oriente decisivamente nuestro espíritu hacia Dios, punto focal de nuestra existencia.

3. El santuario de la Porciúncula, tienda del encuentro de Dios con los hombres, es casa de oración. «Aquí, quien rece con devoción, obtendrá lo que pida», solía repetir Francisco (Vida I, 106: FF 503), después de haberlo experimentado personalmente. Entre las antiguas paredes de la iglesita, cada uno puede gustar la dulzura de la oración en compañía de María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1, 14), y experimentar su poderosa intercesión.

El hombre nuevo Francisco, en ese edificio sagrado restaurado con sus manos, escuchó la invitación de Jesús a modelar su vida «según la forma del santo Evangelio» (Testamento, 14: FF 116), y a recorrer los caminos de los hombres, anunciando el reino de Dios y la conversión, con pobreza y alegría. De este modo, ese lugar santo se había convertido para san Francisco en «tienda del encuentro» con Cristo mismo, Palabra viva de salvación.

La Porciúncula es, en particular, «tierra del encuentro» con la gracia del perdón, madurada en una íntima experiencia de Francisco, que, como escribe san Buenaventura, «un día, mientras (...) lloraba reflexionando con amargura en su pasado, se sintió embargado por la alegría del Espíritu Santo, quien le aseguró que le habían sido plenamente perdonados todos sus pecados» (Leyenda mayor III, 6: FF 1057). Él quiso que todos participaran de su experiencia personal de la misericordia de Dios, y pidió y obtuvo la indulgencia plenaria para quienes, arrepentidos y confesados, llegaran como peregrinos a la iglesita, a fin de recibir el perdón de los pecados y la sobreabundancia de la gracia divina (cf. Rm 5, 20).

4. A cuantos, con auténtica actitud de penitencia y reconciliación, siguen las huellas del Poverello de Asís y acogen la indulgencia de la Porciúncula con las disposiciones interiores requeridas, les deseo que experimenten la alegría del encuentro con Dios y la ternura de su amor misericordioso. Éste es el «espíritu de Asís», espíritu de reconciliación, oración y respeto recíproco, que deseo de corazón constituya para cada uno estímulo a la comunión con Dios y con los hermanos. Es el mismo espíritu que caracterizó el encuentro de oración por la paz con los representantes de las religiones del mundo, a quienes acogí en la basílica de Santa María de los Ángeles el 27 de octubre de 1986, acontecimiento del que conservo un vivo y grato recuerdo.

Con estos sentimientos, también yo me dirijo en peregrinación espiritual a esa celebración de la indulgencia de la Porciúncula, que se desarrolla en la basílica restaurada de la Bienaventurada Virgen María, Reina celestial, ya en el umbral del gran jubileo de la encarnación de Cristo. A la Virgen, hija elegida del Padre, encomiendo a cuantos, en Asís y en cualquier otra parte del mundo, quieren recibir hoy el «perdón de Asís», para hacer de su corazón una morada y una tienda para el Señor que viene.

A todos imparto mi bendición.

Castelgandolfo, 1 de agosto del año 1999, vigésimo primero de mi pontificado.

 

JUAN PABLO II



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