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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 19
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¡Venerables hermanos y queridísimos hijos de la Iglesia!

Mi reciente viaje al continente africano me ha hecho constatar una vez más la necesidad y urgencia de la actividad misionera, calificada esencialmente como compromiso de anunciar a todo el mundo la salvación del hombre en Jesucristo, que murió y resucitó para ser el Señor de vivos y muertos (cf. Rom 14, 9). En base pues a esta directa experiencia, quiero dedicar el tradicional Mensaje para la Jornada Misionera anual a una nueva reflexión acerca de la exigencia permanente de tal actividad.

¿Cuál es hoy —hemos de preguntarnos— la situación de la Iglesia en el mundo? Prescindiendo de la realidad del Occidente, en donde más que en otras partes "se registran —como indiqué, el año pasado, en la homilía de la Misa celebrada con ocasión de la Jornada— varias formas de anti-evangelización", y limitándonos al mundo misionero en su acepción común, es evidente que, después de dos mil años de cristianismo, el Evangelio del Señor está muy lejos de ser conocido y difundido en su integridad, entre todos los hombres. Es verdad que tal situación depende de causas diversas, vinculadas a veces a las condiciones socio-políticas de las distintas naciones; pero hay que reconocer entre ellas el escaso número de aquellos que trabajan en la evangelización. Continúa siendo verdad también hoy, lamentablemente, el dictamen expresado en su tiempo por el "príncipe de los misioneros", San Francisco Javier: "Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen" (Monumenta Missionum, Epist. I, Roma 1944, pág. 166).

1. La Iglesia «misión encarnada», dinámicamente abierta al mundo

Ante esta verdadera carencia, la Iglesia no puede permanecer callada ni tranquila, ignorando las necesidades de tantos millones de hermanos que esperan el anuncio del mensaje de salvación: "Dios —dice San Pablo— quiere que todos los hombres conozcan la verdad y se salven" (1 Tim 2, 4). Y la verdad es Cristo redentor del mundo, el cual "ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre", y debe llegar a ser "la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón", pues Él derramó su sangre en la cruz por todos los hombres, ya que "cada uno ha sido comprendido en el misterio de la redención" (Encíclica Redemptor hominis, núms. 7, 8, 13). Una actitud de renuncia por parte de la Iglesia sería contraria por tanto a la misión a ella encomendada de revelar a Cristo al mundo y orientar la conciencia de toda la humanidad hacia su misterio, "ayudando a todos los hombres a familiarizarse con la profundidad de la redención" (ibíd., núm. 10).

El mandato impartido por Cristo resucitado a sus discípulos: "Id, predicad..." (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19), al fijar eficazmente la imagen y la función de la Iglesia peregrinante expresa el dinamismo misionero intrínseco a su naturaleza. Impulsada constantemente por el Espíritu, la Iglesia es "enviada" perennemente a los pueblos para transmitirles la fuente inagotable del agua viva que brota de la palabra y de la obra del Señor. El mismo término "misión" —lo subrayó mi venerado predecesor Pablo VI en el Mensaje misionero de 1964— "nos trae a la mente esta figura de movimiento que caracteriza la vida de la Iglesia. Esta procede de Cristo, es enviada, impulsada y seguida por Él; ella lo lleva consigo, lo predica, lo comunica, lo transmite, mediante ella Cristo llega a los hombres, trasciende los confines de las naciones, domina los siglos".

La evangelización, es decir, la actividad misionera, corresponde pues a la vocación específica de la Iglesia que, respetando siempre la libertad, va al encuentro de los hombres de nuestro tiempo que todavía "in umbra mortis sedent" (Lc 1, 79); se puede decir incluso que la Iglesia es la misión encarnada. El Concilio Vaticano II confirmó explícitamente: "La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre" (Ad gentes, 2).

La Iglesia, depositaria de la Buena Nueva, así como no puede permanecer en silencio, debe también necesariamente continuar enviando, hoy no menos que en otros tiempos, apóstoles y misioneros, que hablen a los hombres de la salvación trascendente y liberadora, encauzándolos, en plena fidelidad al Espíritu, al conocimiento de la verdad; apóstoles y misioneros que, con los sacramentos, comenzando por la "puerta" del bautismo, los incorporen a Cristo en la comunión viva de su Cuerpo místico; y que, finalmente, les den a conocer el auténtico sentido de su dignidad de criaturas, modeladas a imagen de Dios, y les hagan comprender el verdadero sentido de su existencia en el mundo. Así es como la Iglesia opera eficazmente, para que se realice el plan salvífico de Dios.

2. Instrumentos de evangelización y centros de promoción humana

A la luz de estas consideraciones, las misiones se revelan también hoy necesarias e insustituibles, hasta el punto de que, sin ellas, la actuación de este plan y la expansión del Reino hasta los confines de la tierra no podrían siquiera concebirse; sin ellas no podría nacer y desarrollarse la civilización nueva basada —bajo el signo de Cristo— en la justicia, en la paz y en el amor, porque en la misión es donde se plasma el hombre nuevo, consciente de su dignidad y de su destino trascendente de criatura redimida.

En las misiones, fraguas de fermento evangélico, late el corazón de la Iglesia universal con toda su solicitud por el bien auténtico e integral del hombre. Pero las misiones son, al mismo tiempo, centros de promoción humana, pues si de un lado la Iglesia, en virtud del principio de caridad que la anima, no puede mostrarse insensible a las necesidades materiales de los hermanos, de otro, al evangelizar y ayudar al hombre a comprenderse a sí mismo en Cristo, promueve también de ese modo la conciencia civil y el progreso social del mismo. Resulta exacto a tal propósito lo que dice el Documento conclusivo de la Conferencia de Puebla: "El mejor servicio al hermano es la evangelización, que lo dispone a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente" (núm. 1145).

También en las situaciones donde se ponen trabas a la predicación de la Palabra, la simple presencia del misionero, con su testimonio de pobreza, de caridad, de santidad, constituye por sí misma una eficaz forma de evangelización y crea muchas veces las bases para un diálogo constructivo. Una vez más, aprovecho complacido esta ocasión para elogiar y dar cordiales gracias a los misioneros que, con inmensos sacrificios y entre dificultades de todo tipo, esparcen la semilla de la Palabra de la que procede después el desarrollo de la Iglesia y su arraigo en el mundo. Y el fruto más consolador de esta obra heroica e infatigable de los misioneros es el maravilloso florecimiento de jóvenes y fervientes comunidades cristianas, de cuyo "humus" brotan vocaciones sacerdotales y religiosas, que son la esperanza para el futuro de la Iglesia.

Sí, los misioneros son obreros indispensables para la viña del Señor, y las mismas Iglesias locales de reciente fundación, aún promoviendo un clero autóctono propio, sienten todavía la necesidad de su presencia y de sus energías, incluso para beneficiarse de las ricas tradiciones pluriseculares y de la madurez de las Iglesias de antigua tradición que los misioneros llevan consigo. De esta forma, entre unas Iglesias locales y otras, se realiza un provechoso intercambio de ideas, inicial y obras, que vienen a ser como una ósmosis fecunda para la Iglesia universal.

3. La cooperación y las Obras Misionales Pontificias

Estas razones me mueven a expresar mi satisfacción por todas las formas de cooperación misionera que las comunidades eclesiales saben escoger y establecer con generoso espíritu apostólico. Sé bien que en muchas diócesis se promueve activamente la forma de colaboración tan recomendada por mi predecesor de venerada memoria Pío XII en la Encíclica Fidei donum. Tal compromiso ministerial "ad tempus" comporta, en efecto, un doble beneficio: los sacerdotes que a él se dedican, además de ofrecer un evidente servicio a las Iglesias de misión, al volver a las diócesis de origen, llevan consigo a éstas el tesoro de sus experiencias, y contribuyen así a la obra de animación que tan útil es para suscitar en los fieles la conciencia misionera y la voluntad de sostener la causa de la evangelización.

Y en cuanto a la cooperación, no es necesario repetir que sería un error grave identificarla exclusivamente con la ayuda económica, aun siendo ésta necesaria para socorrer las grandes y a veces indecibles miserias de tantos hermanos nuestros. A la ayuda económica hay que añadir como premisa irrenunciable, la de la oración. Es necesario rezar por las vocaciones, por los misioneros, por los hermanos a quienes hay que evangelizar; es necesario rezar también para que las naciones del mundo que gozan de un elevado grado de civilización y de bienestar, abran su corazón a las inmensas necesidades de las naciones menos privilegiadas y, de común acuerdo y en conformidad con la orientación de fondo de la solidaridad universal, lleven a cabo una inteligente programación y planificación de la ayuda, capaces de combatir las graves discriminaciones, desigualdades e injusticias que constituyen uno de los grandes escándalos de nuestro tiempo.

A la oración hemos de unir, como elemento precioso y eficaz para llegar al corazón de Dios, el ofrecimiento espontáneo de los propios sufrimientos en unión con Cristo, por el bien de los hermanos. Quiero recordar finalmente, la importancia que, para la cooperación, tienen las Obras Misionales Pontificias. Invitamos a todos a que en la próxima jornada reflexionen acerca de la función que ellas desempeñan, dentro de la entera comunidad eclesial, como instrumentos idóneos para la animación y sensibilización misionera del Pueblo de Dios (cf. Ad gentes, 38).

A los misioneros y a todos aquellos que, en diversas formas y modos, gastan sus energías en la difusión del Evangelio, imparto con profunda y viva gratitud la confortadora bendición apostólica.

Vaticano, 25 de mayo, solemnidad de Pentecostés, del año 1980, II de Pontificado.

JUAN PABLO PP. II

 



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