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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PRESBÍTEROS PARTICIPANTES
EN EL IV ENCUENTRO INTERNACIONAL DE SACERDOTES
CELEBRADO EN TIERRA SANTA

 

Amadísimos sacerdotes:

1. Con profundo afecto y gran alegría me dirijo a vosotros, que tomáis parte, en Tierra santa, en vuestro IV Encuentro internacional como preparación para el gran jubileo del año 2000.

Estamos a punto de entrar en un nuevo milenio, el tercero desde la encarnación del Verbo. Son numerosos los desafíos que se presentan en nuestro horizonte, pero, pudiendo contar con Aquel que ha vencido al mundo y nos ha asegurado que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 19-20), no tenemos motivo para temer las incógnitas del futuro. Temamos, más bien, no ser testigos de Cristo como los tiempos y las circunstancias lo exigen.

Por tanto, el único interrogante que nos debe preocupar es el que atañe a la fidelidad, que hemos de renovar todos los días, a nuestra identidad, porque la identidad es verdad: verdad del ser, de la que deriva la verdad del obrar, la verdad de nuestro ministerio pastoral.

2. Jesús está ante nosotros y nos pregunta, como hizo una vez con los Apóstoles: «¿Vosotros quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15). A este respecto hoy reina mucha confusión. Las respuestas a menudo terminan por identificar, al menos en la práctica, a Cristo con un iluminado, con un sagaz maestro de moral o con un filántropo fascinante.

La identidad de Jesús no es un problema como tantos otros: es la cuestión fundamental, puesto que de su respuesta depende toda la visión acerca del hombre, la sociedad, la historia, la vida, la muerte y lo que está más allá de ella.

Por lo que concierne a la Iglesia, al igual que por lo que nos concierne a nosotros, o todo está firme o todo se derrumba en relación con la fe en Jesús de Nazaret. «Vosotros -Šy Jesús ahora nos pregunta a nosotros- ¿quién decís que soy yo?». Conocemos la respuesta que dio Simón Pedro en la región de Cesarea de Filipo en nombre de todos los discípulos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Así respondió entonces Pedro, y así ha seguido respondiendo a lo largo de los siglos, a través de sus Sucesores. Así responde hoy, desde Roma, también en nombre de todos vosotros: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Ésta es la identidad de Cristo; y esta identidad es el trasfondo de la nuestra.

3. Queridos hermanos, habéis sido configurados ontológicamente a Cristo sacerdote, cabeza y pastor, por lo cual, con toda razón, se puede decir, juntamente con toda la Tradición, que cada sacerdote es alter Christus. En esta ontología se funda la consiguiente deontología.

Cristo deseaba ardientemente compartir con los hombres su único sacerdocio. Por eso, cuando se sentó en el cenáculo para celebrar la última cena, dijo a los Apóstoles: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. (...) Tomó luego pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía» (Lc 22, 15-19). En los labios de nuestro Señor estas palabras significan que él da el poder, junto con el deber, de renovar y hacer presente el acontecimiento del cenáculo en cada época de la historia.

De este modo, Cristo, gracias a vosotros, sacerdotes, está siempre presente sacramentalmente en su Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium, 7). Actuáis «en nombre de Cristo y en la persona de Cristo» (Lumen gentium, 28). Sois vosotros quienes anunciáis con autoridad el Evangelio. Cristo habla por medio de vosotros: así, «Cristo anuncia a Cristo». ¿Quién ofrece la Eucaristía? Vosotros, pero no solos: por medio de vosotros, es Cristo quien obra: «quien ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz» (concilio de Trento, sesión XXII, 17 de septiembre de 1562, Doctrina acerca del santísimo sacrificio de la misa, canon 2: Denzinger-Schönmetzer, 1743; cf. Sacrosanctum Concilium, 7). ¿Quién imparte la absolución sacramental de las culpas cometidas? Vosotros, los sacerdotes, pero no solos: es Cristo quien perdona por medio de vosotros. Sois los «administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1).

Gracias a la ordenación, en sentido ontológico, sois testigos de Cristo en el servicio de la Palabra y de los sacramentos; sois, al mismo tiempo, el testimonio real de Cristo, único Sacerdote. En el momento de la ordenación, habéis recibido un nuevo modo de ser. Estáis marcados por el carácter sacerdotal, que es un signo espiritual real e indeleble. Ese carácter no os separa de la humanidad; al contrario, os coloca en su centro, para que podáis poneros a su servicio. En efecto, el carácter sacerdotal os inserta en el sacerdocio de Cristo, que es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (Gaudium et spes, 10), «el alfa y la omega» (ib., 45) de las realidades visibles e invisibles.

4. Queridos hermanos, ¿cómo podrían correr las aguas saludables de la Redención hacia todas las generaciones, si no estuvierais vosotros? De la claridad y de la certeza de vuestra identidad nace la conciencia de vuestro papel insustituible en la Iglesia y en el mundo.

El buen Pastor sigue enseñando, santificando, guiando y amando, por medio de vosotros, a todos los pueblos, de todas las culturas, de todos los continentes y de todos los tiempos. Por eso, sólo a vosotros corresponde el título de pastores, y, puesto que no hay salvación sino en Cristo y él debe ser anunciado hasta los confines de la tierra, no es posible cruzar el umbral del tercer milenio sin tener como prioridad la pastoral vocacional. Si el mundo no puede prescindir de Cristo, tampoco puede prescindir de sus sacerdotes.

Queridos sacerdotes, desde la tierra de la encarnación del Verbo, desde la tierra que él recorrió, respirando el aire que él respiró, iluminados por el sol que alumbró sus pasos, proclamad a todos quién es Jesús de Nazaret; decid que sólo en él está la completa realización del hombre, sólo en él el verdadero progreso, sólo en él la justicia y la paz plenas, sólo en él el gozo sin sombras y sólo en él el humanismo verdadero y completo, que encuentra su coronamiento en la salvación eterna.

Con vuestra misma presencia, decid quién es el sacerdote, cuál es su identidad, y mostrad que sois insustituibles y que es necesario el desempeño completo de vuestro ministerio pastoral en el presbiterio reunido en torno a su obispo. Esforzaos por hacer comprender a todos los hombres que, si la Eucaristía ocupa un lugar absolutamente central en la comunidad, del mismo modo es central, precisamente en relación con ella, la persona del sacerdote. Donde escaseen los sacerdotes, no hay que buscar sucedáneos; más bien, toda la comunidad deberá pedirlos con más insistencia, con la oración personal y comunitaria, con la penitencia y con la santidad específica de los sacerdotes.

5. Queridos hermanos, en el pleno cumplimiento del munus petrino, quiero confirmaros en esta fe en la identidad de Cristo y en vuestra identidad de «otros Cristos». Sentíos santamente orgullosos de haber sido «llamados», y sed particularmente humildes ante tan gran dignidad, conscientes de la fragilidad humana.

Os doy las gracias a vosotros, sacerdotes, que como antorchas ilumináis a quienes se os acercan, y que como sal sazonáis la vida. Gracias por lo que hacéis y, sobre todo, por lo que sois. Con intensa emoción quiero dar las gracias a los sacerdotes que, fieles a su identidad y misión, sufren aún en las más diversas situaciones. Gracias por vuestro sudor, por vuestro cansancio, gracias por vuestra fuerza, gracias por vuestras lágrimas y gracias por vuestra sonrisa. ¡Gracias a Dios por vuestro sacerdocio!

Y os doy las gracias a vosotros, sacerdotes de los dos milenios pasados que, fieles hasta el martirio a vuestra identidad y misión, como preciosísimos granos de incienso, os habéis consumido en el fuego ardiente de la caridad pastoral y ahora sois nuestros intercesores en el esplendor de la Iglesia celestial, sin manchas ni arrugas. ¡Gracias por tan admirable ejemplo!

Pero mi gratitud se convierte sobre todo en Te Deum por el don del sacerdocio, y en exhortación a vosotros, para que estéis cada vez más en el mundo, pero seáis cada vez menos del mundo; para que sepáis presentaros siempre a todos, con legítimo orgullo, pero también con el necesario signo externo, de acuerdo con lo que sois: es el signo de un servicio constante, que no cambia con la edad, puesto que está inscrito en vuestro «ser».

A la Virgen, que nos ha sido dada de modo singularísimo como Madre del eterno Sacerdote, os encomiendo con tierno afecto a cada uno de vosotros. En sus manos unidas deposito, en nombre de cada uno, la humilde súplica de la perseverancia y el compromiso de dejar a los hermanos, como herencia, al menos un continuador del único sacerdocio que vive en nosotros y nos insta al amor.

Os bendigo a todos juntamente con las almas que el sumo y eterno Sacerdote os ha encomendado y las que ponga aún en vuestro camino.

Vaticano, 19 de junio de 1999.

JUAN PABLO II



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