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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL III CONGRESO INTERNACIONAL DE LA FAMILIA
ORGANIZADO POR EL INSTITUTO DE COOPERACIÓN UNIVERSITARIA

Lunes 30 de octubre de 1978

 

Es siempre una alegría para el Papa encontrarse con padres y madres de familia, muy conscientes de sus responsabilidades de educadores cristianos. Y es una gracia ver que surgen hoy en la Iglesia abundantes iniciativas de apoyo a la familia.

Ante vosotros no tengo necesidad de insistir en el papel primordial de la familia en la educación humana y cristiana. En varios textos, el reciente Concilio ha puesto de relieve afortunadamente la misión de los padres, "primeros y principales educadores" difícilmente reemplazables (Gravissimum educationis, 3). Es para ellos un deber natural, puesto que han dado la vida a sus hijos; es también el mejor modo de garantizar a éstos una educación armónica por razón del carácter absolutamente singular de la relación padres-hijos y de la atmósfera de afecto y seguridad que pueden crear los padres con la irradiación de su propio amor (cf. Gaudium et spes, 52). La mayoría de las sociedades civiles han tenido que llegar a reconocer el papel especial y necesario de los padres en la primera educación. A nivel internacional la "Declaración de los derechos del niño", que por lo menos es signo de consenso muy amplio, ha admitido que el niño "en lo posible debe crecer bajo la tutela y responsabilidad de los padres" (principio 6). Deseamos que este compromiso se vaya traduciendo cada vez más en hechos, sobre todo en el Año Internacional del Niño, que está a punto de comenzar.

Pero no basta afirmar y defender este principio del derecho de los padres. Sobre todo hay que procurar ayudarles a desempeñar bien esta difícil tarea de la educación en nuestros tiempos modernos. En este campo, la buena voluntad, el amor mismo, no bastan. Es un aprendizaje que los padres deben adquirir, con la gracia de Dios, en primer lugar, fortificando las propias convicciones morales y religiosas, dando ejemplo, reflexionando asimismo sobre sus experiencias, entre sí, con otros padres, con educadores expertos y con sacerdotes. Se trata de ayudar a los niños y a los adolescentes "a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal, y también a conocer y amar a Dios más perfectamente (Gravissimum educationis, 1).

Esta educación de su capacidad de juzgar, de su voluntad y de su fe es todo un arte; la atmósfera familiar debe estar impregnada de confianza, diálogo, firmeza, respeto bien entendido de la libertad incipiente; es decir, de todo lo que lleva a la iniciación gradual en el encuentro con el Señor y en las costumbres que honran ya al niño de hoy y preparan el hombre de mañana.

Ojalá que vuestros hijos puedan adquirir en vuestras familias "la primera experiencia de una saludable sociedad humana y de la Iglesia" (cf. Gravissimum educationis, 3). Os tocará también introducirlos poco a poco en comunidades educativas más amplias que la familia. Entonces ésta debe acompañar a los adolescentes con amor paciente y esperanza, colaborando con los otros educadores sin abdicar de su misión. De este modo, fundamentados en su identidad cristiana para afrontar como se debe un mundo pluralista, a menudo indiferente, e incluso hostil a sus convicciones, estos jóvenes llegarán a ser fuertes en la fe, a servir a la sociedad y a tomar parte activa en la vida de la Iglesia, en comunión con sus Pastores y poniendo por obra las orientaciones del Concilio Vaticano II.

Que el ejemplo y la oración de la Virgen María os ayuden en vuestra magnífica misión. Me gozo en bendecir a vuestras familias y animar, a través de vuestras personas, a todos los padres y asociaciones de padres deseosos de educar cristianamente.

 



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