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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UNA PEREGRINACIÓN DE SEREGNO, ITALIA


Sábado 25 de noviembre de 1978

 

Queridos hijos de Seregno:

Saludo a todos con cordialidad singularmente calurosa, comenzando por mi amadísimo hermano, mons. Bernardo Citterio, obispo auxiliar de Milán y antes párroco de vuestra parroquia, mons. Luis Gandini, párroco actual, las autoridades de la ciudad y, después, a cada uno de vosotros, sin excluir a nadie.

Estoy contento por vuestra presencia y os la agradezco. El vínculo que me une a vosotros se remonta al ya lejano 1963, cuando por primera vez me trasladé a vuestra ciudad y celebré la Santa Misa en vuestra colegiata. Este fue sólo el primero de una serie de encuentros personales o epistolares, que llenan estos quince años.

Todo comenzó con la petición que el párroco de San Florián en Cracovia, y después yo mismo, hicimos al entonces arzobispo de Milán, cardenal Juan Bautista Montini, para volver a tener para aquella iglesia tres nuevas campanas que sustituyeran a las anteriores perdidas durante la guerra. Fuisteis precisamente vosotros, los de Seregno, quienes tradujisteis en realidad este deseo, manifestando así vuestra desinteresada comunión eclesial. Ahora las campanas que suenan en Cracovia en la iglesia de San Florián, Patrono de aquella querida archidiócesis, cantan también vuestra solicitud fraternal y testimonian el vínculo de amor mutuo que debe caracterizar siempre a la Iglesia de Cristo.

Hasta ahora tenía en el alma un sincero pesar: cuando, en agosto de 1973, fuisteis en peregrinación a Cracovia, no pude recibiros, ya que estaba ausente por tareas pastorales. Por esto estoy muy contento de remediar hoy aquel fallido encuentro, recibiéndoos aquí de todo corazón y con profunda benevolencia. Pero esta vez no encontráis ya en mi humilde persona al obispo de Cracovia, sino al Obispo de Roma, que, por eso mismo, es el Sucesor de Pedro y, por lo tanto, signo de unidad de toda la Iglesia fundada por Cristo. Esto no mengua, sino que aumenta el reconocimiento que siento hacia vosotros.

Quiero exhortaros a una cosa: continuad, también con otras iniciativas edificantes, en vuestro interés de comunión con la gran comunidad católica esparcida por el mundo. Así, como ya aseguraba Pablo a los cristianos de Grecia que se interesaban aun materialmente por los de Jerusalén, Dios «multiplicará vuestra sementera y acrecentará los frutos de vuestra justicia» (2 Cor 9, 10).

Este es precisamente el objeto de mi deseo para vuestra comunidad parroquial y para cada uno de vosotros: que podáis crecer siempre, con la ayuda del Señor, en la intensidad de una vida cristiana, que se basa en una fe sólida y que florece en la belleza del amor; sólo así se llega a ser luz sobre el celemín, testigos eficaces del Evangelio ante los hombres, «para que viendo vuestras obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).

Con estos deseos y con la seguridad de una oración especial, os concedo muy gustosamente la más amplia bendición apostólica, extensiva a vuestras familias y a los parroquianos que han quedado en casa, como prenda de la perdurable y siempre fecunda protección celeste.

 



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