Index   Back Top Print

[ EN  - ES  - FR  - IT  - PT ]

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PROFESORES, SUPERIORES Y ALUMNOS
DE LOS CENTROS ROMANOS DE ESTUDIOS ACADÉMICOS


Miércoles 4 de abril de 1979

 

Hermanos e hijos queridísimos:

1. Permitidme que me dirija ante todo al Emmo. Cardenal Prefecto Gabriel-Marie Garrone, al que deseo expresar un sincero agradecimiento, tanto por su presencia, como por las nobles palabras que acaba de pronunciar. Todos conocen el interés con que ha trabajado, durante largos años, como primer responsable de la dirección de la Sagrada Congregación para la Educación Católica; e igualmente es conocida la aportación que dio al Concilio Vaticano II desde su fase preparatoria, con la sensibilidad de un Pastor atento y abierto a las exigencias de los tiempos nuevos. Son méritos por los que quiero expresarle hoy público reconocimiento, a la vez que hago extensiva la más profunda gratitud a los cardenales que, como miembros de la misma Congregación, se han reunido para la asamblea plenaria anual, al secretario, al subsecretario. Presento además mi cordial saludo a los profesores, superiores y alumnos de los centros romanos de estudios académicos.

Al comenzar el encuentro, querría hacer antes una referencia personal: durante bastantes años he tenido la oportunidad de participar en los trabajos de esta Sagrada Congregación, y ha sido una experiencia muy preciosa para mí, porque no sólo he recabado gran provecho, sino, al mismo tiempo, he podido confrontarla con las experiencias de mi campo de trabajo pastoral en Polonia.

Como bien sabéis, objeto de la solicitud de este dicasterio son las escuelas católicas de todo orden y grado, pero objeto de especialísima solicitud son los seminarios eclesiásticos; lo que evoca inmediatamente el problema grave y delicado de las vocaciones sacerdotales, sin olvidar, naturalmente, el problema de los institutos superiores de varia orientación: las universidades, las facultades teológicas, las otras facultades de estudios eclesiásticos, etc. Y a este propósito, también debo recordar haber tomado parte en los importantes trabajos de la Congregación relativos a la preparación de la nueva Constitución Apostólica que sustituirá —como documento legislativo—a la Constitución Deus scientiarum Dominus. En virtud del mandato del Concilio Vaticano II, se publicó ya, en mayo de 1968, un documento "transitorio": Normae quaedam ad Constitutionem Apostolicam "Deus scientiarum Dominus" de studiis academicis ecclesiasticis recognoscendam.

Sucesivamente, tras la consulta a todos los ambientes interesados en la doctrina y enseñanza católica, se recogió un material copioso para la redacción de la nueva Constitución, que deberá ser promulgada en breve. Ahora —y es una tercera premisa de orden psicológico y personal—, el conjunto de los problemas referentes a la educación cristiana, el particular significado de la ciencia en la experiencia histórica de la Iglesia, la misión actual de la misma Iglesia en este campo, son temas muy cercanos y congeniales para mí. En efecto, aprecio mucho este sector de la actividad de la Iglesia, porque tengo gran estima por la cultura humana: Genus humanum arte et ratione vivit. Si el hombre —como he escrito en mi primera Encíclica— constituye "el camino primero y fundamental de la Iglesia" (cf. Redemptor hominis, III, 14), ¿cómo podría ésta desinteresarse de cuanto, incluso a simple nivel natural, tiene relación directa con la elevación del hombre? ¿Cómo podría permanecer extraña a las instancias y fermentos, a los esfuerzos y metas, a las dificultades y conquistas de la cultura de hoy? Ese desinterés y el sentirse así extraña, ¿no sería como una huida de las responsabilidades propias y un acto de omisión para el vulnus que de ello se derivaría para su misma función evangelizadora? Al interpretar el mandamiento supremo de Cristo, yo creo que jamás se insistirá bastante sobre el significado pleno y sobre las múltiples implicaciones de las palabras docete y docentes (cf. Mt 28, 18-19; en el texto griego mazeteúsate y didaskontes).

Por lo tanto, comprended cómo, según una tan amplia y alta perspectiva, el encuentro de hoy se realiza no sólo con vosotros aquí presentes, sino que al menos indirectamente y desde luego intencionalmente, se extiende a los profesores y alumnos matriculados en todos los institutos católicos de enseñanza y educación, esparcidos por el mundo. Sus tareas, su misión, su aportación "creativa" a la misión universal de la Iglesia, son como el trasfondo de esta solemne audiencia de hoy.

2. Pero en un ámbito más inmediato y directo, la audiencia reúne una selecta y numerosa representación de los institutos superiores romanos, y esto es para mí motivo de gran alegría. He deseado vivamente este encuentro, y me alegro que se desarrolle precisamente en el tiempo en que los cardenales y otros representantes del Episcopado están reunidos para su asamblea anual en la Sagrada Congregación, que está encargada de la organización y animación de la misión de la Iglesia en el campo científico y educativo. La iniciativa de encontrarnos juntos partió de los rectores de los institutos romanos, con quienes ya tuve oportunidad de tratar los preámbulos de una problemática tan importante para la vida de la Iglesia en la Ciudad Eterna. En efecto, estos institutos representan una riqueza particular de esta Iglesia: por un lado, reúnen un nutrido grupo de profesores, de científicos, de estudiosos que, gracias a su ingenio y preparación, hacen honor a la doctrina y a la fe; por otro, están abiertos a los estudiantes de todo el mundo y constituyen, por tanto, un "muestrario" significativo y sugestivo de las nacionalidades, lenguas, componentes culturales y variedad de ritos del mundo católico. Por esto los institutos de Roma merecen, y no sólo desde hoy, un reconocimiento internacional.

Por mi parte, deseo nombrarlos aquí. uno por uno, como demostración de la estima y confianza que siento por ellos, y estos sentimientos intentan confirmar y dilatar en el tiempo —diría— los de tantos predecesores míos en la Cátedra de Pedro. He aquí ante todo el grupo de las Universidades honradas con el título de "Pontificias": la Gregoriana, confiada a los hijos de San Ignacio y rica por una plurisecular y bien reconocida experiencia didáctica y científica; la Lateranense, que por estar contigua no sólo topográficamente a la patriarcal basílica de San Juan y al seminario mayor romano, tiene una fisonomía típica de romanidad y una función singular; después, la Universidad Urbaniana, destinada específicamente a la causa primaria de la evangelización y a la formación del clero para las misiones; y luego la Universidad de Santo Tomás de Aquino, llamada también Angelicum, que tuve la suerte de frecuentar durante un laborioso y siempre recordado bienio; y, finalmente, la Salesiana que, aunque de reciente fundación, quiere afirmarse con una nota de originalidad en el sector de las disciplinas pedagógicas.

Siguen los Ateneos Pontificios Anselmiano y Antoniano, dirigidos por los religiosos de San Benito y de San Francisco. También los Institutos Bíblico, Oriental, de Música sacra, de Arqueología cristiana. Y finalmente las Facultades Teológicas de San Buenaventura, Teresianum, Marianum. Incluyendo además el Instituto de Estudios Árabes y la Facultad Auxilium, son en total 16 los centros académicos que existen en Roma con un número de más de 950 profesores y casi 7.000 estudiantes matriculados. ¿Son muchos, son pocos? Más allá del dato cuantitativo, variable de por sí y, de cualquier modo, no absoluto, se presenta el panorama grandioso y consolador de toda una serie de fuerzas vivas y muy calificadas; está la realidad de una riqueza que, antes que cultural y doctrinal, es de naturaleza espiritual; se admira este complejo de estructuras didácticas que está a disposición no sólo de la Iglesia católica, sino también de la sociedad humana a quien la Iglesia está llamada a servir.

Para confirmar el prestigio y las potencialidades ulteriores de estas fuerzas, basta fijar la atención sobre dos hechos:

a) El primero lo da la multiplicidad de especializaciones científicas, que hay dentro de estos mismos centros: no se puede hablar de duplicados o de escuelas inútiles, porque, si en todas ellas se encuentra y funciona —como es obvio— el esquema de las disciplinas sagradas fundamentales (comenzando por la ciencia-reina, la teología), en cada una hay como una nota característica tal, que le confiere un puesto original en el cuadro general de los estudios eclesiásticos. Pienso, a propósito, en las varias "especialidades" y en las "escuelas superiores" de planteamiento moderno, que con intuición genial han sido creadas en los años más recientes. Ha sido una respuesta al desarrollo cultural del mundo.

b) El otro hecho, que deseo recordar en términos elogiosos, es que las aludidas "especializaciones" y, por tanto, los correlativos institutos especializados están disponibles para una colaboración fecunda con otras "especialidades" e institutos. De este modo, por la instancia objetiva y cada vez más imprevista en la actividad y en la metodología científica de hoy —la instancia así llamada interdisciplinaria— y por la necesidad de evitar el particularismo y el fragmentarismo cultural, vosotros habéis respondido, por vuestra parte, con una colaboración abierta, inteligente, generosa, fructuosa. Y para mí es una satisfacción reconocer la importancia de este activo intercambio cultural, que quiere decir mejor coordinación de las iniciativas, oportuna confrontación de los resultados, equilibrado reparto de las investigaciones por realizar. Todo esto, así como favorece el incremento general de los buenos estudios, multiplica mucho los contactos entre las personas con ventaja recíproca, estimula la integración entre los diversos institutos, testimonia la vivacidad y la vitalidad del ritmo de los estudios dentro de la Iglesia.

3. Pero, en este momento, querría insistir sobre todo en la importancia de una auténtica formación científica en el conjunto de la formación sacerdotal, como recuerdo también en la Carta que dirigiré a los sacerdotes con ocasión del próximo Jueves Santo. Si la Iglesia se preocupa tanto de la promoción de los estudios superiores y, por lo mismo, de tener estructuras adecuadas para ellos, lo hace "en definitiva" para cumplir mejor su misión en el mundo y para servir mejor la causa del hombre; pero lo hace "directamente" para preparar a los que son delegados, en gran parte, para tal misión y tal servicio: esto es, los sacerdotes. La formación de los sacerdotes, para ser completa y adaptada a las exigencias de los tiempos, debe ser también científica. Y la razón o, mejor, las razones de esta preparación más exigente son tan evidentes, que me parece superflua cualquier explicación. Ante todo, es necesaria para los ministros sagrados una sólida cultura general, como humus fecundo y receptivo de nuevos gérmenes y susceptibles de más exuberantes desarrollos. Después es necesario que sean encaminados y ayudados para alcanzar una verdadera y propia especialización a nivel universitario, que les sitúe en condición de participar en los procesos creativos de la cultura en cualquier tipo de sociedad, en la que la Iglesia desarrolla su misión (cf. Optatam totius, 38).

He aquí, pues, los dos componentes de esta formación: cultura general y cultura especializada. En realidad no se subrayará jamás bastante la necesidad de un rico equipamiento doctrinal para la formación de una personalidad sacerdotal madura, como conviene a quien debe ser pastor y maestro y está llamado a desarrollar multiformes servicios vinculados precisamente a la vocación de sacerdote, pastor y maestro.

Hoy es ésta una tarea de singular y gran responsabilidad. Necesitamos hombres que tengan un conocimiento profundo de los problemas del hombre y del mundo; pero tal conocimiento no se podrá detener en el nivel puramente humano y profano: deberá basarse sobre todo en la "ciencia de la fe", aún más, deberá surgir de una actitud precisa de fe, de un ejercicio activo de fe, que significa comunión y coloquio con el Verbo mismo de Dios, el Maestro que enseña y dicta ab intus: «El que es consultado y enseña es Cristo del que se ha dicho que habita en el hombre interior, esto es, la inmutable virtud de Dios y su eterna sabiduría» (San Agustín, De Magistro, 11, 38; PL 52, 1216; cf. Ef 3, 16; 1 Cor 1, 24). Necesitamos sacerdotes dotados de sólido sentido teológico, en escucha atenta de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio. Necesitamos sacerdotes que al enseñar la fe y la moral, construyan y no destruyan. Todo esto presupone plenitud doctrinal, honestidad intelectual, adhesión fiel al "depósito sagrado", conciencia de la participación en la "función profética" de Cristo: es necesario, en resumen, una madurez de calidad superior.

4. En esta problemática tan amplia, cuyas alusiones merecerían un desarrollo bastante más largo, deseo destacar todavía un aspecto. Efectivamente, juzgo que es necesario prestar una atención especial a la "experiencia de Roma", como elemento de esa formación que lleve a cada una de las Iglesias locales un sano y fecundísimo fermento de universalidad. Al decir esto, evoco los recuerdos del tiempo de mis estudios romanos y también las experiencias realizadas durante mis sucesivos contactos con la "Roma sacra", que ofrece savia y alimentos vitales a cada cristiano, y sobre todo a cada sacerdote. ¿Qué enseña Roma? "Hic saxa ipsa loquuntur: Aquí hasta las piedras hablan", se puede decir justamente. ¡Oh! No es retórico insistir sobre este dato histórico-ambiental: Roma, ciudad única en el mundo, es el centro de irradiación de la fe cristiana. Es necesario, pues, tener conciencia de este hecho, es necesario ser dignos de él, es necesario corresponder y colaborar a la función ejemplar que compete a Roma en relación con todo el mundo católico. Y vosotros, jóvenes, que tenéis la suerte de realizar los estudios en Roma, debéis "aprovechar" esta permanencia y la enseñanza que aquí se os imparte; debéis sacar firmeza de fe y amplitud de perspectivas de los recuerdos que el testimonio de los Apóstoles Pedro y Pablo, la sangre de los innumerables mártires, los vestigios de una aventura religiosa ya bimilenaria, han concentrado aquí.

5. Con este espíritu dirijo mi felicitación confiada a todos los miembros de los institutos superiores en la proximidad de la santa Pascua. Y con este espíritu presento mi ferviente felicitación a la Congregación para la Educación Católica, a su venerado y benemérito Prefecto, a los señores cardenales y obispos. A unos y otros vinculados entre sí por un compromiso que, a pesar de tener expresiones. y formas diferentes, es unitario en su finalidad porque está orientado hacia la misma meta, yo les recomiendo vivir. con atenta y lúcida conciencia. esta hora solemne de la Iglesia (cf. Redemptor hominis, 1, 1). Mientras la humanidad está caminando hacia el dos mil, no le es lícito al Pueblo de Dios retrasarse, detenerse o retroceder. La Iglesia debe caminar en la historia con los ojos dirigidos atrás (Ecclesia retro-oculata), y al mismo tiempo hacia adelante (Ecclesia ante-oculata); pero sobre todo fijos en lo alto, hacia Cristo, su Señor (Ecclesia supra-oculata): levatis ad Dominum oculis... Efectivamente, de lo alto, de El, le viene la inspiración, la fuerza, la resistencia, la valentía. Y, ¿cómo podrían quedar inertes los miembros del Pueblo de Dios?

Hermanos e hijos queridísimos, el período postconciliar ha traído consigo un conjunto de interrogantes a la Iglesia, casi como continuación de los interrogantes de fondo del Concilio Vaticano II: «Ecclesia Dei, quid dicis de te ipsa?: Iglesia de Dios, ¿qué dices de ti misma?». Sería, pues, una forma de reticencia no hablar de la crisis que se ha registrado o negar, por ejemplo, que a veces ciertos interrogantes se han planteado de forma "radical" y han tomado carácter de "contestación" o ignorar que ésta, entre otras cosas, ha afectado y casi arrollado al sacerdocio ministerial, a la vocación sacerdotal, y también al seminario como institución. No hay necesidad, por otra parte, de recordar el calor de algunos debates y polémicas. Sin embargo, tantas discusiones han provocado puntualizaciones oportunas y aclaraciones. Realizado el estudio de estos problemas —baste pensar en el Sínodo de 1971—, examinadas a fondo las objeciones o los nuevos elementos de las diversas cuestiones, las cosas han vuelto a su punto justo y de ello se han derivado significativas confirmaciones. Se puede decir que, gracias a este esfuerzo crítico y autocrítico, de la fase "negativa", comenzamos ya a pasar a una actuación "positiva" del Vaticano II, esto es, a esa auténtica renovación o "puesta al día" que figuró entre los objetivos del amable Pontífice que animosamente lo quiso.

Con todos los presentes, ruego al Señor Jesús, en su misterio pascual, para que tal renovación se manifieste en el amplio sector de la educación y de la instrucción, en particular mediante una nueva floración de santas vocaciones en todas las Iglesias locales. Digo vocaciones sacerdotales, religiosas, misioneras: vocaciones que maduren por medio de las correspondientes instituciones, es decir, de los seminarios, de los estudiantados, de los centro.; universitarios; vocaciones maduras con esa madurez de que tienen necesidad los testigos del Evangelio, en nuestros tiempos tan difíciles y cargados de responsabilidad: "¡La esperanza no quedara confundida!" (Rom 5, 3). No se han superado todas las dificultades, pero ya es tiempo de reanudar el camino con esperanza jamás confundida, contando con la ayuda indefectible de quien, si ha confiado la Iglesia a los hombres, ha garantizado que no los abandonará: "Yo estaré con vosotros siempre" (Mt 28, 20). Con le expresión que era tan querida para mi predecesor y padre Pablo VI, os diré, pues: ¡Adelante en el nombre del Señor y con mi afectuosa bendición!

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana