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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ORDEN DE LOS AGUSTINOS RECOLETOS

Sábado 28 de abril de 1979

Amadísimos hermanos en Cristo, 

Habéis querido concluir aquí, junto al Papa, esta segunda semana de Pascua, durante la cual os habéis reunido en Roma para adentraros en vosotros mismos y reflexionar en torno a les realidades y exigencias de la vida religiosa en la actualidad, con vistas a la preparación del capítulo general. 

Deseo por ello congratularme con vosotros, tanto más cuanto que esta visita me permite expresaros no sólo mi participación en vuestras inquietudes eclesiales, sino también mi afecto cordial hacia la Orden de Agustinos Recoletos y a todos sus miembros. 

Sin duda alguna, estas jornadas han sido días de recogimiento auténtico, días vividos en intimidad familiar alabando a Dios y dialogando juntos, sintiéndoos gozosamente afines en el pensamiento y en el corazón con la espiritualidad y el estilo de vida heredados del obispo de Hipona, San Agustín. 

A través de la comunión de mente y de ánimo con este gran Padre y Doctor de la Iglesia, cuya atrayente personalidad humana y religiosa se nos ofrece aún imperecedera después de siglos, sabéis muy bien con quién estáis sintonizados: con la Palabra y el Amor de Dios, con Cristo. Es El y no otro, el que os busca, el que os invita insistentemente a optar en todo momento por entregaros en una aventura exigente y a la vez acogedora, a esa realidad última que confesaba San Agustín: “Fecisti nos, Domine, ad te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te” (Confession. 1,1).  

Que no se desfigure nunca en vuestra fisonomía espiritual este rasgo eminentemente contemplativo de la “sequela Christi”. La contemplación, “el oficio más noble del alma”, es además nota peculiar de vuestra familia religiosa. Sea esta vivencia particular, en frase del mismo San Agustín, un volcarse hacia lo eterno: no es ociosidad, sino descanso del espíritu, pues el alma está invitada al descanso de la contemplación. 

Esta unión con Dios, nacida de una actitud de donación total e incondicional, ha de ser el núcleo, a partir del cual os aprestáis a dar sentido pleno a vuestra vida religiosa, como embajadores de Cristo en medio de este mundo, según el Espíritu que os ha sido dado. 

Con el apóstol San Pablo, quisiera repetiros hoy: “no apaguéis el Espíritu” (1Tes 5, 19), dejaos llevar por su impulso, pedid que os haga experimentar día a día su gracia; sólo así os iréis renovando en lo más hondo de vuestro ser, hasta asimilar la acción de Dios, que no se dispensa meramente a través de su ciencia y poder, sino que es a su vez don de fidelidad, de servicio, de abnegación, de paz, en una palabra, de amor. Y sólo así lograreis también una renovación exterior, que sea verdadera y fructuosa, en línea con les directrices marcadas por el Concilio. 

Queridos hermanos e hijos: Hace dos días celebrabais la festividad de la Virgen del Buen Consejo, que ocupa un lugar señalado en vuestra Institución y en vuestros corazones. 

En esta hora de reflexión y de renovación eclesial, dejaos iluminar y guiar por la Madre de Cristo, Madre de la Palabra, hecha carne. Pedid su ayuda para que, en unión de fe y de sentimientos, la obra comenzada por San Agustín en un día lejano tenga vigencia hoy en la Iglesia y pueda indicar a todos los hombres que Cristo, el muerto y resucitado, es el verdadero “camino, verdad y vida”. 

Con sentimientos de afecto, recibid mi Bendición que extiendo cordialmente a todos vuestros hermanos.



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