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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LUXEMBURGO ANTE LA SANTA SEDE*


Sábado 15 de diciembre de 1979

 

Señor Embajador:

Le agradezco las palabras llenas de deferencia que Vuestra Excelencia me acaba de dirigir en el momento en que presenta las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Su Alteza el Gran Duque de Luxemburgo ante la Santa Sede.

Al evocar las dificultades de nuestra época, ha hecho notar que nacen ante todo del hombre mismo y de sus orientaciones, y ha recordado la acción perseverante de la Santa Sede en favor de la paz. En definitiva, esta acción se funda en la convicción de que la paz no puede separarse de una concepción de las relaciones entre personas y entre colectividades según las cuales los intereses materiales, origen de desavenencias frecuentemente, deben inserirse en una perspectiva más amplia que dé prioridad a la búsqueda de la justicia y al respeto de la verdad. Al esforzarse la Iglesia en esta dirección por trabajar en favor de la paz del mundo y el bien de los pueblos, tiene la certeza de que el camino que Cristo Redentor abrió a los hombres es también el único que les lleva a encontrar su destino y realizarlo.

Con emoción le he oído recordar el amor de su pueblo a la libertad y los sufrimientos que ha debido soportar para conservarla. De este modo la historia ha permitido al pueblo luxemburgués forjarse una personalidad que mantiene la unidad a la vez que sigue siendo abierto y acogedor. Sus fuertes tradiciones cristianas le han ayudado a favorecer el desarrollo de los valores espirituales que impulsan el sentido de fraternidad humana.

Señor Embajador: Con gozo aprovecho, pues, esta circunstancia para manifestar mis sentimientos de afecto a los ciudadanos de su querido país y mi aliento a que hagan de su fe principio de progreso. En la tan conocida acción de Luxemburgo por la comprensión y la paz internacionales, veo la garantía de que proseguirán las relaciones armónicas existentes entre los responsables del bien común de su país y la Iglesia, que orienta hacia Dios el esfuerzo del hombre.

Con estos sentimientos le ruego manifieste mi estima respetuosa a Sus Altezas Reales el Gran Duque y la Gran Duquesa, así como al Gobierno luxemburgués. Pido para ellos y todos sus compatriotas las bendiciones del Señor, y me complazco en expresarle mis deseos de bienvenida cordial, junto con mis mejores votos por el cumplimiento de la alta misión que usted inaugura ante la Sama Sede.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 1980, n.4, p.6.

 



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