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VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,
MÉXICO Y BAHAMAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO EN MÉXICO*

Viernes 26 de enero de 1979

 

Excelencias,
ilustrísimos miembros del Cuerpo Diplomático:

Me complace de veras que en medio del programa tan apretado de mi visita a México, esté colocado este encuentro de saludo a un grupo tan distinguido de personas, como es el Cuerpo Diplomático acreditado en Ciudad de México.

Son muchas las ocasiones en las que la Santa Sede ha demostrado su alta estima y aprecio por la función de los Representantes diplomáticos. Lo he hecho yo también al principio de mi pontificado. Y gustoso reitero hoy ante ustedes mi positiva valoración de esta noble tarea, cuando es puesta al servicio de la gran causa de la paz, del entendimiento entre las naciones, del acercamiento entre los pueblos y de un intercambio mutuamente provechoso en tantos campos de la interdependencia en la comunidad internacional.

Vosotros y yo, señores, sentimos también una preocupación común: el bien de la humanidad y el porvenir de los pueblos y de todos los hombres. Si vuestra misión es, en primer lugar, la defensa y promoción de los legítimos intereses de vuestras respectivas naciones, la interdependencia ineludible que vincula cada vez más en nuestros días a todos los pueblos del mundo, invito a todos los diplomáticos a hacerse, con espíritu siempre renovado y original, los artífices del entendimiento entre los pueblos, de la seguridad internacional y de la paz entre las Naciones.

Vosotros sabéis muy bien que todas las sociedades humanas, nacionales o internacionales, serán juzgadas en este campo de la paz por la aportación que hayan dado al desarrollo del hombre y al respeto de sus derechos fundamentales. Si la sociedad debe garantizar, en primer lugar, el disfrute de un derecho verdadero a la existencia y a una existencia digna, no se podrá desligar de este derecho otra exigencia también fundamental y que podríamos llamar el derecho a la paz y a la seguridad.

En efecto, todo ser humano aspira a las condiciones de la paz que permitirán un desarrollo armonioso de las generaciones futuras, al abrigo del azote terrible que será siempre la guerra, al abrigo del recurso a la fuerza o de otra forma de violencia.

Garantizar la paz a todos los habitantes de nuestro planeta quiere decir buscar, con toda la generosidad y dedicación, con todo el dinamismo y perseverancia de que son capaces los hombres de buena voluntad, todos los medios concretos aptos a promover las relaciones pacíficas y fraternas, no sólo en el plano internacional, sino también en el plano de los distintos continentes y regiones, donde será a veces más fácil conseguir resultados que, no por ser limitados, serán menos importantes. Las realizaciones de paz en el plano regional constituyen en efecto un ejemplo y una invitación para la entera comunidad internacional.

Yo quisiera exhortar a cada uno de vosotros y, a través de vosotros, a todos los responsables de las naciones que representáis a eliminar el miedo y la desconfianza, y a sustituirlos por la confianza mutua, por la vigilancia acogedora y por la colaboración fraterna. Este nuevo clima en las relaciones entre las naciones hará posible el descubrimiento de campos de entendimiento frecuentemente insospechados.

Permitid al Papa, a este humilde peregrino de la paz que soy yo, reiterar a vuestra atención el llamamiento que hice a todos los responsables de la suerte de las naciones en mi Mensaje para la Jornada de la Paz: no dudéis en comprometeros personalmente por la paz mediante gestos de paz, cada uno en su ámbito y en su esfera de responsabilidad. Dad vida a gestos nuevos y audaces, que sean manifestaciones de respeto, de fraternidad, de confianza y de acogida. Por medio de estos gestos empeñaréis todas vuestras capacidades personales y profesionales al servicio de la gran causa de la paz. Y yo os prometo que, por el camino de la paz, encontraréis siempre a Dios que os acompaña.

En el contexto de este llamamiento, yo quisiera compartir también con vosotros un deseo particular. Me refiero al número creciente de refugiados por todo el mundo y a la situación trágica en que se hallan los refugiados en el sudeste asiático. Expuestos no solamente a los riesgos de un viaje no sin peligros, éstos últimos están expuestos además a que sea rechazada su petición de asilo o, al menos, a una larga espera antes de recibir la posibilidad de comenzar una nueva existencia en un país dispuesto a acogerlos. La solución de este problema trágico es responsabilidad de todas las naciones, y yo deseo que las organizaciones internacionales apropiadas puedan contar con la comprensión y la ayuda de los países de todos los continentes, especialmente de un continente como América Latina que ha hecho siempre honor a su tradición secular de hospitalidad, para afrontar abiertamente este problema humanitario.

Permítanme pues alentarlos en este cometido, conscientes como son del profundo sentido de ética profesional que debe acompañar este servicio sacrificado, a veces incomprendido, a la sociedad.

Para que Dios bendiga vuestros esfuerzos, vuestras personal y familias, invoco la protección del Todopoderoso.


*AAS 71 (1979), p. 169-171.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol.II  1979 pp.154-156.

L'Osservatore Romano 28.1.1979 pp.1, 2.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.6 p.2



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