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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA MUNDIAL
PARA LA REFORMA AGRARIA Y EL DESARROLLO RURAL*


Sábado 14 de julio de 1979

 

Señor Presidente e ilustres señores:

Vuestra Conferencia se ocupa en Roma de un tema de extrema importancia para el destino de la familia humana y de vivo interés para la Iglesia que en virtud de su misma misión se siente empeñada en ofrecer una cooperación desinteresada, según su naturaleza, a la elevación humana de las poblaciones agrícolas y rurales.

No hay duda que la reforma agraria y el desarrollo rural, que estáis examinando, señalará un ulterior paso en el camino que las Organizaciones internacionales especializadas en este campo, entre ellas la F.A.O., han recorrido desde su constitución.

Aprovecho con agrado esta singular ocasión para reafirmar, en continuidad con mis predecesores, la profunda estima de la Sede Apostólica por la incisiva y eficiente acción que las Organizaciones de la familia de las Naciones Unidas desarrollan en el sector de la alimentación, de la agricultura y del desarrollo rural (cf. Juan XXIII, Mater et Magistra: AAS 53, 1961, pág. 439).

Vuestro encuentro os ofrece posibilidades de mutua información sobre una extensa gama de experiencias, en la que probablemente surgirán convergencias que sirven de invitación y estímulo para fecundas colaboraciones en los campos que son objeto de vuestro estudio. Expreso el deseo de que tales convergencias os permitan delinear soluciones concretamente posibles, que las políticas internas puedan adoptar; y que sean capaces de lograr una mejor armonización en el plano internacional, considerando la originalidad cultural, los intereses legítimos y la autonomía de cada pueblo, y en correspondencia con el derecho al crecimiento en la vida individual y colectiva de las poblaciones rurales.

Ciertamente el mandamiento divino de dominar la naturaleza, para ponerla al servicio de la vida, comporta que la valoración racional y la utilización de los recursos de la naturaleza se orienten a la consecución de las fundamentales finalidades humanas (cf. Redemptor hominis, 15, pár. 3). Esto en conformidad también con el principio basilar del destino de los bienes de la tierra para beneficio de todos los miembros de la familia humana. Indudablemente se deben "exigir transformaciones audaces, profundamente innovadoras" (Pablo VI, Populorum progressio, 32).

En el estado actual de las cosas, dentro de cada país tiene que preverse una reforma agraria que implique una reorganización de la propiedad de las tierras y la asignación de suelo productivo a los labradores de forma estable y con disfrute directo, con la eliminación de esas formas y estructuras improductivas que dañan a la colectividad.

La Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II ha puesto bien en claro tales exigencias (núm. 71, pár. 6), insertando la legítima búsqueda de un uso productivo más eficaz de la tierra en una preocupación más fundamental, a saber, que el trabajo de los labradores se desarrolle en condiciones, modos y en función de aquellos objetivos que están en armonía con su dignidad de personas. Se pueden aplicar aquí las palabras que dirigí en México a los indios de Cuilapán: "El mundo deprimido del campo, el trabajador que con su sudor riega también su desconsuelo, no puede esperar más a que se reconozca plena y eficazmente su dignidad, no inferior a la de cualquier otro sector social. Tiene. derecho a que se le respete, a que no se le prive —con maniobras que a veces equivalen a verdaderos despojos— de lo poco que tiene: a que no se impida su aspiración a ser parte de su propia elevación. Tiene derecho a que se le quiten las barreras de explotación. hechas frecuentemente de egoísmos intolerables y contra los que se estrellan sus mejores esfuerzos de promoción. Tiene derecho a la ayuda eficaz —que no es limosna ni migajas de justicia— para que tenga acceso al desarrollo que su dignidad de hombre y de hijo de Dios merece" (AAS 71, 1979, pág. 209).

Al derecho de propiedad sobre la tierra va unida, como he dicho en otra ocasión, una hipoteca social (Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, III, 4: Puebla, 28 de enero de 1979). Por esto, en la reforma de las estructuras, me permito invitaros a tomar en la más alta consideración todas aquellas formas de contratos agrarios que permiten un uso eficiente de la tierra mediante el trabajo, y que garantizan los derechos primarios de los trabajadores (cf. Juan XXIII, Mater et Magistra: AAS 53, 1961. pág. 430).

Me refiero no sólo a la posibilidad de trabajar eficientemente la tierra, sino también a la garantía de un adecuado rédito del trabajo agrícola.

Es urgente realizar el objetivo del derecho al trabajo, con todos los presupuestos requeridos para ampliar las posibilidades de absorción de las muchedumbres disponibles de mano de obra agrícola y reducir la desocupación. Al mismo tiempo, es necesario promover la inserción de los trabajadores en actitud de responsabilidad en el funcionamiento de las haciendas agrícolas, a fin de crear también, dentro de lo posible, una relación particular entre el trabajador de la tierra y la tierra que él trabaja.

Además, debe ser garantizado ese derecho al trabajo de la tierra, junto con unas mejores y más amplias condiciones de vida humana y civil en el ambiente rural. Sólo así se puede favorecer la presencia activa, sobre todo de las jóvenes generaciones, en una economía del desarrollo agrícola, y evitar un excesivo éxodo de los campos.

La reforma agraria y el desarrollo rural exigen también que se prevean reformas para reducir distancias entre la prosperidad de los ricos y la preocupante indigencia de los pobres.

Hay que tener presente, sin embargo, que la superación de los desequilibrios y de las estridentes desigualdades en las condiciones de vida entre el sector agrícola y los demás sectores de la economía o entre los grupos sociales al interior de un país, exige una precavida política por parte de los poderes públicos: una política comprometida en una nueva distribución de los réditos en favor de los más necesitados.

Considero oportuno ratificar lo que dije en otra ocasión, es decir, que una reforma más amplia y una distribución más justa y equitativa de los bienes debe preverse "también en el mundo internacional en general, evitando que los países más fuertes usen su poder en detrimento de los más débiles" (Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, III, 4: Puebla, 28 de enero de 1979).

La reforma se amplía, por esto, necesariamente a la de una nueva reglamentación de las relaciones entre los países.

Pero para alcanzar este objetivo "hay que apelar también en la vida internacional a los principios de la ética, a las exigencias de la justicia... hay que dar la primacía a lo moral... a lo que nace de la verdad plena sobre el hombre" (ib.).

Se trata, en definitiva, de devolver a la agricultura el puesto que le corresponde en el ámbito del desarrollo interno e internacional, modificando la tendencia que, en el proceso de industrialización, ha lleva‑ do, incluso recientemente, a privilegiar los sectores secundario y terciario.

Es grato constatar que, en base a la experiencia, aparece hoy evidente la necesidad de corregir la industrialización unilateral de un país y de abandonar la esperanza utópica de sacar de ella efectos seguros y directos de desarrollo económico y de progreso civil para todos.

La gran importancia de la agricultura y del mundo rural se advierte ya por la aportación decisiva que ella ofrece a la sociedad con la disponibilidad de los productos más necesarios para la alimentación.

Pero hoy se percibe también, y cada vez más, la importante función de la agricultura tanto en la conservación del ambiente natural como en cuanto preciosa fuente de energía.

El amor por la tierra y el trabajo de los campos es una invitación no a una vuelta nostálgica al pasado, sino a una afirmación de la agricultura como base de una sana economía en el conjunto del desarrollo y del progreso civil de un país y del mundo.

Asume creciente relieve la colaboración activa de las clases rurales en todo el proceso de crecimiento de la colectividad.

Obviamente resulta siempre preferible y deseable que la cooperación en las opciones económicas, sindicales y políticas se realice de manera personal y responsable. Esto constituye ciertamente, en los diversos sistemas económicos y políticos, la maduración gradual de una auténtica expresión de aquella libertad que es elemento indispensable de verdadero progreso.

Hay que constatar también la importancia cada vez más evidente de varias formas de asociación que pueden llevar a nuevas expresiones de solidaridad entre los trabajadores de la tierra y favorecer la inserción calificada de los jóvenes y de la mujer en la empresa agrícola y en la comunidad civil.

Naturalmente, hay que tener siempre presente que toda propuesta toda actuación de reformas reales y eficientes presupone un cambio fundamental en la actitud mental y en la buena voluntad por parte de todos: "Todos nosotros somos solidariamente responsables de las poblaciones subalimentadas" —reconocía ya Juan XXIII, hablando a los dirigentes y funcionarios de la FAO, el 4 de mayo de 1960—, "es menester educar la conciencia en el sentido de la responsabilidad que pesa sobre todos y cada uno, particularmente sobre los más favorecidos" (cf. Mater et Magistra: AAS 53, 1961, pág. 440).

Hago una llamada a vosotros, responsables de las opciones y de las orientaciones en la política interna e internacional.

Hago una llamada a todos los que tengan la posibilidad de desplegar su actividad, como expertos y funcionarios y como promotores de iniciativas para la asistencia al desarrollo.

Hago una llamada sobre todo a cualquiera que tenga la posibilidad de contribuir a la educación y formación, especialmente de los más jóvenes.

Permítanme expresar mi profunda confianza de que todos se sientan cada vez más comprometidos en este llamamiento a la generosa cooperación universal.

Finalmente, pido a Dios que os asista a todos vosotros, miembros de esta Conferencia mundial, reunida en nombre de la solidaridad humana y de la solicitud fraterna. Ruego para que los esfuerzos que vosotros estáis haciendo —esfuerzos de los que la historia será testigo—, frente a los urgentes desafíos de la actual generación, den fruto abundante para el progreso de la humanidad. frutos que sean duraderos.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 30, p. 1, 12.

 



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