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PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A POLONIA

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES


Catedral de la Sagrada Familia de Czestochowa
Miércoles 6 de junio de 1979

 

1. Queridos hermanos míos en el sacerdocio y a la par, en el mismo sacerdocio de Cristo, amadísimos hijos.

Nos encontramos aquí a loa pies de la Madre de Dios, ante el rostro de nuestra Madre: Madre de los sacerdotes. Nos encontramos en circunstancias insólitas que seguramente, al igual que yo, sentís profundamente. Pues bien este primer Papa polaco, que está hoy ante vosotros, recibió la gracia de la vocación sacerdotal en tierra polaca, pasó por el seminario mayor polaco (en gran parte “subterráneo", porque era durante la ocupación), estudió en la facultad teológica de la Universidad Jagellónica, recibió la ordenación sacerdotal del obispo polaco de inolvidable memoria y príncipe inflexible, el cardenal Adam Stefan Sapieha, participó con vosotros en las mismas experiencias de la Iglesia y de la nación.

Esto sobre todo quiero deciros en el encuentro de hoy. Todo lo que aquí se ha consolidado en mí, lo que de aquí me he llevado, tiene su eco en todos los encuentros que he tenido con los sacerdotes desde el día 16 de octubre de 1978. Por eso hoy, al encontrarme con vosotros, deseo referirme sobre todo a las palabras que en diversas ocasiones he pronunciado. En efecto, considero que todos vosotros tenéis parte en su formulación, y a vosotros pertenecen en parte los derechos de autor. Además creo que, aunque hayan sido pronunciadas en Roma o en otras partes, hacen referencia a vosotros que estáis en Polonia

2. He aquí un trozo del discurso dirigido a los sacerdotes diocesanos y religiosos de la diócesis de Roma, el 9 de noviembre del año pasado: «Recuerdo —decía— a los sacerdotes dignos de admiración, celosos y con frecuencia heroicos, con quienes he compartido afanes y luchas... En mi anterior trabajo episcopal me ha prestado gran servicio el consejo presbiteral, en cuanto comunidad, y como lugar de encuentro para compartir, junto con el obispo, la solicitud común hacia toda la vida del presbyterium, y para dar eficacia a su actividad pastoral... Mientras me encuentro aquí con vosotros por vez primera y os saludo con afecto sincero —decía también a los sacerdotes y religiosas de Roma— tengo todavía ante los ojos y el corazón al presbyterium de la Iglesia de Cracovia: todos nuestros encuentros en ocasiones varias, las conversaciones frecuentes que comenzaban ya en los años de seminario, las reuniones de sacerdotes, compañeros de ordenación de cada uno de los cursos del seminario, a las que siempre me invitaban y en la que yo tomaba parte con gozo y provecho» (núms. 2-3; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 19 de noviembre de 1978. pág 2).

3. Y ahora volvamos juntos al gran encuentro con los sacerdotes mexicanos en el santuario de la Virgen de Guadalupe, a los que dirigí estas palabras:

«Servidores de una causa sublime, de vosotros depende en buena parte la suerte de la Iglesia en los sectores confiados a vuestro cuidado pastoral. Ello os impone una profunda conciencia de la grandeza de la misión recibida y de la necesidad de adecuarse cada vez más a ella. Se trata, en efecto.... de la Iglesia de Cristo —¡qué respeto y amor debe esto infundirnos!—, a la que habéis de servir gozosamente en santidad de vida (cf. Ef 4, 13). Este servicio, alto y exigente no podrá ser prestado sin una clara y arraigada convicción acerca de vuestra identidad como sacerdotes de Cristo, depositarios y administradores de los misterios de Dios, instrumentos de salvación para los hombres, testigos de un reino que se inicia en este mundo, pero que se completa en el más allá» (núms. 2-3: AAS 71, 1979, pág. 180; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de febrero de 1979, pág. 4).

4. Finalmente, la tercera cita y, quizá, la más conocida: la Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo de 1979. He sentido muy viva la necesidad de dirigirme a los sacerdotes de toda la Iglesia, precisamente al comienzo de mi pontificado. Deseaba que fuese en ocasión del Jueves Santo en ocasión de la "fiesta de los sacerdotes". Tenía ante mis ojos aquel día cuando, en la catedral de Wawel, juntos hemos renovado nuestra fe en el sacerdocio del mismo Cristo, dedicándole de nuevo, a su plena disposición, todo nuestro ser, alma y cuerpo, para que pudiese obrar mediante nosotros y cumplir su obra salvífica.

«Nuestra actividad pastoral —he escrito entre otras cosas— exige que estemos cerca de los hombres y de sus problemas, tanto personales y familiares como sociales. pero exige también que estemos cerca de estos problemas "como sacerdotes". Sólo entonces, en el ámbito de todos esos problemas, somos nosotros mismos. Si, por tanto, servimos verdaderamente a estos problemas humanos, a veces muy difíciles. entonces conservamos nuestra identidad y somos de veras fieles a nuestra vocación. Debemos buscar con gran perspicacia, junto con todos los hombres, la verdad y la justicia, cuya dimensión verdadera y definitiva sólo la podemos encontrar en el Evangelio. más aún, en Cristo mismo» (núm. 7: AAS 71, 1979, pág. 404; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de abril de 1979, pág. 10).

5. Queridos sacerdotes polacos reunidos hoy en Jasna Góra: He aquí los principales pensamientos que deseaba compartir con vosotros. Los sacerdotes polacos tienen su propia historia, que han escrito en estrecha unión con la historia de la patria, las enteras generaciones de los "ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1) que ha dado nuestra tierra.

Nos hemos sentido siempre profundamente ligados al Pueblo de Dios, a este pueblo en medio del cual hemos sido "escogidos", y para el cual somos "constituidos" (cf. Heb 5, 1). El testimonio de la fe viva que sacamos del Cenáculo, de Getsemaní, del Calvario; de la fe mamada con la leche de nuestras madres; de la fe consolidada entre las duras pruebas de nuestros connacionales, es nuestro carnet espiritual; el fundamento de nuestra identidad sacerdotal.

¿Cómo podría dejar de recordar en este encuentro de hoy a los millares de sacerdotes polacos que durante la última guerra perdieron la vida, sobre todo en los campos de concentración?

Permitidme, sin embargo, limitar los recuerdos que se me agolpan en la mente y en el corazón.

Diré solamente que esta herencia de la fe sacerdotal, del servicio, de la solidaridad con la nación en sus momentos más difíciles, que constituye en cierto sentido el fundamento de la confianza histórica en los sacerdotes polacos por parte de la sociedad, debe ser siempre cultivada por cada uno de vosotros y, diría, conquistada de nuevo. Cristo el Señor ha enseñado a los Apóstoles el concepto que deben tener de sí mimos y lo que deben exigirse: "Sonsos siervos inútiles: lo que teníamos que hacer, eso hicimos" (Lc 17, 10). Queridos hermanos, sacerdotes polacos, recordando estas palabras y las experiencias históricas, debéis tener siempre presentes estas exigencias que provienen del Evangelio, y que son la medida de vuestra vocación. Es un gran bien este crédito de confianza que el sacerdote polaco tiene ante la sociedad cuando es fiel a su misión y su actitud es límpida y conforme con este estilo de vida que la Iglesia en Polonia ha seguido durante los últimos decenios: el estilo del testimonio evangélico del servicio social. Dios nos asista para que este estilo no se vea expuesto a titubeo alguno.

Cristo pide a sus discípulos que su luz resplandezca ante los hombres (cf. Mt 5, 16). Nos damos perfectamente cuenta de las debilidades humanas que hay en cada uno de nosotros. Pensemos con humildad en la confianza que tiene en nosotros el Maestro y Redentor, al confiarnos el poder sobre su Cuerpo y Sangre. Confío en que, con la ayuda de su Madre, seáis capaces —en estos tiempos difíciles y con frecuencia no claros— de comportaros de tal manera que brille vuestra luz entre los hombres. Oremos incesantemente por ello. Oremos con gran humildad.

Quiero además expresar este ardiente deseo: que Polonia no cese de ser la patria de las vocaciones sacerdotales y la tierra del gran testimonio que se da a Cristo mediante el servicio de vuestra vida: mediante el ministerio de la Palabra y de la Eucaristía.

Amad a María, queridos hermanos. No dejéis de sacar de este amor la fuerza para vuestros corazones. Que Ella sea para vosotros y mediante vosotros la Madre de todos, que tienen tanta sed de maternidad.

Monstra Te esse Matrem
Sumat per Te preces
qui pro nobis natus
tulit esse tuus.



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