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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE PAKISTÁN
EN VISITA "AD LIMINA ASPOSTOLORUM"


Lunes 18 de junio de 1979

 

Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesús:

Al recibiros esta mañana deseo saludar a toda la Iglesia que está en Pakistán. Os digo con el Apóstol Pedro: "La paz a todos vosotros los que estáis en Cristo" (1 Pe 5, 14).

Los pensamientos de mi corazón vuelan a las comunidades de fieles de las diócesis de vuestro país; a los sacerdotes que construyen las Iglesias locales en unión con vosotros a través del Sacrificio eucarístico y la Palabra de Dios; a los religiosos que con su consagración a Jesucristo dan testimonio especial de esperanza en el destino de todos los hijos de Dios; a los seminaristas que se están preparando a transmitir la Palabra de Dios a las generaciones futuras; y a todo el laicado llamado a participar íntimamente en la misión evangelizadora de la Iglesia y que edifican el Reino de Dios en su vida diaria. Estoy cercano a vosotros en el amor del Salvador, cercano a vosotros en los esfuerzos que hacéis por proclamar "la incalculable riqueza de Cristo" (Ef 3, 8).

Al mismo tiempo y como Pastor de la Iglesia universal, puedo —y lo hago— aseguraros, a vosotros y a vuestro pueblo, la solidaridad de todos vuestros hermanos del mundo entero. Y pienso que en esta solidaridad encontraréis vigor y fuerza nueva para continuar la entrega gozosa a la causa del Evangelio. La comunión de fe y amor que disfrutamos —esta unidad que el Espíritu Santo lleva a efecto en nosotros— es sin duda alguna un gran don de Dios.

Hoy en la tumba de San Pedro y junto con su Sucesor, podéis renovar vuestra respuesta y la de vuestras Iglesias locales a todas las exigencias de esta unidad católica. Desde este centro podéis llevar a vuestro pueblo un mensaje de esperanza y aliento para que sigan afirmándose en el corazón mismo de la vida católica y, como los fieles de los primeros tiempos de la Iglesia, perseveren en aplicarse a "la enseñanza de los Apóstoles y a la unión, a la fracción del pan y a la oración" (Act 2, 42).

Estoy seguro de que sentís a veces muy agudamente el peso de la carga puesta sobre vosotros, en cuanto obispos, por el Señor. Sobre todo a causa de vuestro celo experimentaréis hondamente en el corazón las limitaciones y obstáculos que dificultan el ejercicio de vuestra misión pastoral. Pero el éxito de vuestro ministerio no se mide con categorías humanas; se mide más bien por vuestro amor y fidelidad a la Palabra de Dios. Cristo nos ha dicho que sigamos adelante con la fuerza del Espíritu, y nos ha asegurado que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20). Con "palabras de veracidad y el poder de Dios" (2 Cor 6, 7), nos debemos presentar ante el mundo humildemente, sí, pero resueltamente a cumplir la tarea que nos ha confiado el Señor.

Deseo expresaros mi admiración hacia la fe de vuestro pueblo y al esfuerzo sostenido y a la constancia gozosa con que vuestras Iglesias locales prueban su fidelidad a Cristo. Y al mismo tiempo deseo añadir una palabra sobre un aspecto particular de vuestra fidelidad a Cristo. En los Hechos de los Apóstoles se nos presenta la actividad de Jesús: "pasó haciendo el bien..." (Act 10, 38). Pues esta misma actividad se está llevando a cabo en Pakistán, en los miembros de Cristo, en vuestro pueblo. La motivación está en el amor de Cristo, el amor de su Padre, el amor de sus hermanos. A través de toda una red de esfuerzos generosos especialmente en los sectores de la caridad, la sanidad y la enseñanza, el Señor Jesús continúa haciendo el bien, sigue manifestando su amor. El misterio de la Iglesia como prolongación de Cristo va adelante. El carisma del Buen Pastor sigue ejercitándose así entre vuestro pueblo. El amor de Dios pasa de generación en generación, y se está manifestando continuamente.

Creo que la consideración de este aspecto importante de la Iglesia en cuanto misterio divino, es extraordinariamente beneficiosa para confortaros y reavivar vuestro celo pastoral. También vuestro pueblo sentirá gozo al reflexionar en el hecho de que en cuanto comunidad eclesial perpetúa entre los de su propia carne y sangre la acción de amor de Jesucristo, Hijo de Dios. Al reflexionar en la grandeza de esta misión, todos los obstáculos aparecen como secundarios. Puede haber momentos pasajeros de desaliento, pero el poder del Misterio pascual no conoce derrotas.

Por tanto, queridos hermanos obispos, nuestra tarea consiste en continuar mostrando el amor de Cristo y proclamando su Evangelio salvífico de redención con todas nuestras energías. Lo demás está en manos de Dios.

Al continuar nuestro apostolado, la Palabra de Dios es la alegría de nuestro ministerio. Es lámpara de nuestros pies y luz de nuestro camino (cf. Sal 119, 105). Guardando y meditando la Palabra de Dios es como nos capacitamos para cumplir nuestra misión de caridad. Proclamando a nuestro pueblo la Palabra de Dios sin adulteraciones y con toda su riqueza, lo equipamos para la vocación de vida cristiana, de servicio y de testimonio cristiano que le corresponde.

Queridos hermanos en el Episcopado: En nuestra unidad especial de hoy, ¿acaso no nos sentimos sostenidos por el poder del Señor Jesús? ¿No advertimos su presencia? ¿No le oímos decirnos que continuemos valiente y gozosamente en comunión con la Iglesia católica del mundo entero, proclamando su amor y difundiendo su verdad?

Pido a nuestra bendita Madre María que os sostenga en el servicio de su Hijo, que os conforme a semejanza suya cada vez más perfecta, para que así vuestro testimonio dé grande honor y gloria a la Santísima Trinidad.

Y con el saludo y oraciones envío mi bendición apostólica a todos cuantos constituyen la comunidad de fieles de vuestra tierra. Una palabra especial de ánimo va también a los catequistas y a las familias cristianas, a la juventud y a los que sufren y trabajan y oran, a fin de que el mundo vea el rostro de Jesús en medio de vosotros.



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