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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES DE ROMA
CON MOTIVO DEL COMIENZO DE LA CUARESMA


Viernes 2 de marzo de 1979

 

1. Nos encontramos al comienzo de la Cuaresma. En este tiempo cada uno de nosotros debe renovar, es decir encontrar de nuevo, en algún modo, sobre todo el propio "ser cristiano", la identidad que brota de pertenecer a Cristo, primeramente mediante el bautismo. Toda la tradición del tiempo de Cuaresma está orientada en esta dirección y su culminación en la antigua práctica de la Iglesia era precisamente el bautismo de los catecúmenos.

Recordemos que el sustrato fundamental de nuestro sacerdocio es el "ser cristiano"; nuestra "identidad sacerdotal" hunde sus raíces en la "identidad cristiana" ("christianus – alter Christus; sacerdos – alter Christus: el cristiano es otro Cristo; el sacerdote es otro Cristo").

Preparándonos con nuestros hermanos en la fe a la renovación de las promesas bautismales en la vigilia del Sábado Santo, nos preparamos de modo particular a la renovación de las promesas sacerdotales en la liturgia del Jueves Santo, el día de los sacerdotes. Todo el tiempo de Cuaresma debe servir para tal preparación.

2. El Concilio Vaticano II ha expuesto de modo claro y preciso la esencia de la santidad propia de los sacerdotes (Decreto sobre el ministerio y vida sacerdotal). Debemos buscar las formas concretas de tal santidad, ejercitando los muchos deberes que pertenecen a nuestra vocación y a nuestro ministerio pastoral.

Si se nos pregunta cuáles son los elementos que caracterizan la santidad a la que está llamado el sacerdote, los elementos que constituyen, por así decir, lo específico, es legítimo individuarlos, en dos aspectos estrictamente complementarios, que formularía así: a) hombre totalmente poseído por el misterio de Cristo; b) hombre que edifica de una manera muy particular la comunidad del Pueblo de Dios.

a) El sacerdote está puesto en el centro mismo del misterio de Cristo, que abraza constantemente a la humanidad y al mundo, la creación visible y la invisible. Efectivamente, él actúa in persona Christi, particularmente cuando celebra la Eucaristía: mediante su ministerio Cristo continúa desarrollando en el mundo su obra de salvación. Por lo tanto, con razón puede exclamar cada sacerdote con el Apóstol Pablo: "Es preciso que los hombres vean en nosotros a los ministros de Cristo y a los administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1).

No es difícil entrever las implicaciones que, de hecho, brotan de tal dato. Me limitaré a indicar las siguientes:

— Si el fin del ministerio es la santificación de los otros, es obvio que el sacerdote deba sentirse implicado en un compromiso de santidad personal. El no puede "quedarse aparte", no puede "dispensarse" de tal deber, sin condenarse con esto mismo a una vida "inauténtica" o, por usar las palabras del Evangelio, sin transformarse de "buen pastor" en "mercenario" (cf. Jn 10, 11-12).

— Está también la implicación constituida por el viejo problema teológico de las relaciones entre el opus operatum y el opus operantis. La eficacia sobrenatural de los sacramentos depende directamente del opus operatum; pero el Concilio Vaticano II ha subrayado con fuerza la importancia del opus operantis. ¿Recordáis las palabras del Decreto Presbyterorum ordinis? «Si es verdad que la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación aun por medio de ministros indignos, a pesar de esto Dios prefiere, de ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, haciéndose más dóciles a los impulsos y a las mociones del Espíritu Santo, gracias a la propia unión con Cristo y a la santidad de vida, pueden decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2, 20)» (núm. 12).

— En fin, aquí encuentra su lugar el problema del "estilo" de la vida interior del sacerdote con cura de almas. El Concilio lo afrontó con claridad valiente: «Los presbíteros —observa el Decreto hace poco citado—, envueltos y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, pueden preguntarse con verdadera angustia cómo hacer para armonizar la vida interior con la acción externa. Y efectivamente, para lograr esta unidad de vida no bastan ni la mera ordenación exterior de las actividades pastorales, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, aunque sean de gran utilidad. En cambio, los presbíteros pueden conseguir la unidad de vida siguiendo en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuya comida era cumplir la voluntad de Aquel que lo había enviado para realizar su obra» (núm. 14).

Estas palabras constituyen una reinterpretación específica de muchas y preciosas reflexiones, maduradas durante siglos, sobre las relaciones entre vida activa y vida contemplativa. Una cosa es cierta: si la conciencia del sacerdote está penetrada por el inmenso misterio de Cristo, si está totalmente poseída de El, entonces todas sus actividades, incluso las más absorbentes (vida activa) encontrarán raíz y alimento en la contemplación de los misterios de Dios (vida contemplativa), de los que él es "administrador".

b) El segundo aspecto de la vocación a la santidad del sacerdote lo he encontrado en su deber de edificar la comunidad del Pueblo de Dios. Podrá parecer un aspecto "exterior", vinculado a la dimensión institucional de la Iglesia y, por lo tanto, poco significativo desde el punto de vista de la santidad personal. Sin embargo, toda la enseñanza del Vaticano II, que se remonta, por lo demás, a las fuentes más genuinas de la eclesiología, indica, también en tal sector, lo propio de la santidad sacerdotal. El sacerdote, conquistado por el misterio de Cristo, está llamado a conquistar a los otros para este misterio; vive esta dimensión "social" de su sacerdocio dentro de las estructuras de la Iglesia-institución. El sacerdote no es sólo el hombre "para los demás"; está llamado para ayudar "a los otros" a ser comunidad, esto es, a vivir el aspecto social de su fe. De este modo el compromiso con que el sacerdote "reúne" (y no "dispersa", cf. Mt 12, 30) el compromiso con que "edifica" la Iglesia, viene a ser la medida de su santidad.

El saludo con que él comienza la liturgia eucarística: "La comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros", viene a ser su programa: el sacerdote es el portavoz y el intermediario de esta comunión. Por esto debe cultivar en sí mismo una actitud de fraternidad y solidaridad, debe aprender el arte de la colaboración, de la puesta en común de las experiencias, de la ayuda recíproca. Parte viva del presbiterio que se une estrechamente en torno al propio obispo, debe sentirse solicitado continuamente por una proyección misionera hacia los alejados, que todavía no forman parte del "único rebaño" (cf. Jn 10, 16).

En fin, puesto que los creyentes caminan en el tiempo alentados por la esperanza del encuentro definitivo con Cristo glorioso, el sacerdote edifica la comunidad de los hermanos colocándose dentro de ella como testigo de la esperanza escatológica. Los fieles, a quienes es enviado, esperan de él, como sello decisivo de su misión, un testimonio claro e inequívoco de la vida eterna y de la resurrección de la carne. A esta luz debe contemplarse también el compromiso del celibato, que aparece entonces como aportación muy importante para la edificación de la Iglesia y, por lo mismo, como elemento que caracteriza la espiritualidad del sacerdote.

3. Queridísimos hijos: Me he detenido en delinear los principales rasgos de nuestra identidad sacerdotal, porque el tiempo de Cuaresma es verdaderamente el "tiempo propicio" (2 Cor 6, 2) para una oportuna revisión de vida frente al don extraordinario de la vocación.

Es una revisión que cada uno debe llevar al interior de la comunidad presbiteral y parroquial, de tal modo que se traduzca en un compromiso renovado de vida cristiana por parte de todos. La Cuaresma ha señalado siempre un relanzamiento de las actividades pastorales dentro de las parroquias: en algún tiempo se hacían misiones parroquiales, prácticas especiales de piedad, ejercicios penitenciales comunitarios. Hoy, en las cambiadas condiciones ambientales, el compromiso de renovación de la vida cristiana deberá manifestarse en otras formas.

Los encuentros que ya he podido tener con los responsables del presbiterio diocesano, me han permitido darme cuenta de la prometedora floración de iniciativas programadas para esta Cuaresma en los sectores de la catequesis, de las celebraciones litúrgicas, del compromiso de caridad. Deseo aprovechar esta circunstancia para expresaros mi aprecio sincero y mi estímulo cordial. Trabajad, hijos queridísimos, sin dejaros abatir por las dificultades y fracasos. Aprovechad las experiencias para organizar nuevas iniciativas, para buscar nuevos caminos para ir por ellos al encuentro de los hombres, nuestros hermanos, y llevarles la "Palabra que salva", Palabra de la que están hambrientos acaso sin saberlo. El sacerdote, como Pastor, debe imitar siempre a Cristo-Pastor que busca.

Tal búsqueda hecha juntamente con el Buen Pastor, de manera desinteresada y frecuentemente con sufrimiento, confiere a su sacerdocio el auténtico perfil, tan esencial lo mismo desde el punto de vista de su personalidad sacerdotal, como desde el simplemente humano, que se impone a la reflexión y a la estima de cuantos se le acercan.

Debemos guardarnos mucho de "dividir" nuestra personalidad de sacerdotes. Debemos guardarnos mucho de permitir que nuestro sacerdocio deje de ser para nosotros la cosa "más esencial", el elemento "unificador" de todo aquello en que nos ocupamos. Nunca debe convertirse en algo `"secundario" o "suplementario".

4. Este es el objeto fundamental de nuestro trabajo sobre nosotros mismos, de nuestra vida interior, en una palabra, de la formación sacerdotal permanente en su triple aspecto: espiritual, pastoral, intelectual.

Nos formamos "para" desarrollar la actividad sacerdotal y nos formamos "a través de" la actividad sacerdotal. En este campo debemos tener una auténtica ambición sana. Debemos tener mucho interés en realizar del modo más eficaz el servicio de la palabra (¿cómo predico?. ¿cómo hago la catequesis?). Nuestro afán debe ser llegar a las almas, para ayudar a los hombres en sus problemas de conciencia: confesión, dirección espiritual, particularmente de las personas consagradas a Dios. (Alguna vez se oyen quejas sobre la falta de buenos directores).

Debemos —desde luego— estar con los que sufren y con los necesitados. De su parte. Pero siempre debemos estar con ellos "como sacerdotes".

5. Sólo desde hace pocos meses soy Obispo de Roma. Comienzo poco a poco a conocer mi nueva diócesis. Me doy cuenta de que mi "misión universal" se basa sobre esta "particular", y por este trato de dedicarme a esta última cuanto puedo, sirviéndome de la gran ayuda del cardenal Vicario de Roma, de mons. vicegerente y de los obispos auxiliares. En estos meses he tenido ocasión de visitar algunas parroquias, poniéndome antes en contacto con los Pastores de cada una de ellas.

Han sido experiencias muy hermosas en las que he tenido confirmación de la simpática espontaneidad del pueblo, de la disponibilidad abierta y confiada de los sacerdotes, del ánimo generoso de los laicos, sobre todo de los jóvenes. A este propósito, aprovecho gustosamente la ocasión para agradecer al Sr. cardenal Vicario, a los Excmos. obispos de las zonas, al clero y a los fieles, la cordialidad y el calor de su acogida. Confío mucho en estos encuentros, que tengo intención de hacerlos coincidir, en cuanto sea posible, con las visitas más detenidas, realizadas por cada uno de los obispos de las zonas pastorales. Juzgo muy útil, en tales circunstancias, tomar contacto directamente con los grupos de. laicos comprometidos apostólicamente en la parroquia. Entre éstos querría destacar en particular a los grupos de catequistas, formados por padres o por jóvenes, cuya labor, especialmente en este tiempo en que escasean los sacerdotes, resulta cada vez más necesaria. Sólo el compromiso de grupos escogidos y bien, preparados. que sepan implicar también a las familias de los muchachos en ese esfuerzo de maduración en la fe, que debe ser la catequesis. puede hacer frente a los graves problemas que presenta una sociedad secularizada.

Sobre la base de la colaboración con las familias y en el contexto de un diálogo profundo con los jóvenes, debe desarrollarse la pastoral de las vocaciones, sobre cuya urgencia no es necesario extenderse ahora. Naturalmente, no debe extrañar que esta acción pastoral específica resulte más difícil en una ciudad con millones de habitantes. Sin embargo, si se realiza con método e interés, podría mostrarse en el futuro también muy eficaz a largo plazo. Insistiría, de cualquier modo, especialmente en la necesidad de que los sacerdotes pidan al Señor de la mies ayudarle a ser mediadores eficaces, con la propia vida y la propia enseñanza. en esta obra de promoción de las vocaciones.

6. Al concluir este encuentro con vosotros, mi pensamiento se adelanta al próximo Jueves Santo, cuando todo el presbiterio, sacerdotes seculares y religiosos, se encontrará de nuevo reunido en torno a su Obispo. Ese es el día de nuestra unidad sacerdotal. Debemos buscar una forma concreta de esta unidad, sobre todo aquí en Roma donde —como es sabido— el clero es especialmente tan diverso. Debemos pensar en lo que puede servir para hacer más profunda esta unidad y también en lo que se puede hacer para evitar lo que podría obstaculizarla.

Por la relación que fue presentada en vuestra asamblea del 15 del pasado febrero, cuyo tema era "El clero de Roma frente a las exigencias de la diócesis", he podido darme cuenta del esfuerzo que estáis realizando para reavivar e incrementar las estructuras de participación y de colegialidad, como también para consolidar los vínculos de solidaridad y comunión. Es un programa que merece todo estímulo, porque responde responsablemente a las exigencias de fraternidad que se derivan de la ordenación sacerdotal común, del servicio común, de la misión común. Cultivad como actitud habitual y consciente de vuestro espíritu, un verdadero affectus collegialis, como lo llamaría por analogía con el vínculo de la colegialidad que une a los obispos. Esto también forma parte de vuestra espiritualidad específica.

Al despedirme de vosotros, estrecho a todos en un único abrazo espiritual y bendigo a todos de corazón. Cuando, en el tiempo pascual, visitéis a las familias de vuestras parroquias, llevadles el saludo y la bendición del Obispo de Roma, del humilde Sucesor de Pedro. el Papa Juan Pablo II.

 



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