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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS REPRESENTANTES DE LAS ORGANIZACIONES JUDÍAS
MUNDIALES


Lunes 12 de marzo de 1979

 

Queridos amigos:

Les saludo con gran alegría, presidentes y representantes de las Organizaciones Judías mundiales, y como tales integrantes, con los representantes de la Iglesia católica, del Comité Internacional de contacto. Quiero también saludar a los otros representantes de diversas Comunidades judías nacionales, presentes aquí con ustedes.

Hace: cuatro años, mi predecesor Pablo VI recibió en audiencia a este mismo Comité Internacional y les dijo cómo se regocijaba de que hubieran decidido reunirse en Roma, la ciudad que es el centro de la Iglesia católica (cf. Discurso del 10 de enero de 1975).

Ahora, ustedes también han decidido reunirse en Roma, para encontrarse con los miembros de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, y de esta manera renovar y dar un nuevo impulso al diálogo que, durante los últimos años, se ha llevado a cabo con los representantes autorizados de la Iglesia católica. Este es así, por cierto, un momento importante en la historia de nuestras relaciones, y yo me alegro de tener ocasión de decir una palabra sobre este tema.

Como ha dicho el representante de ustedes, ha sido el segundo Concilio Vaticano quien, con su Declaración Nostra aetate (núm. 4), ha brindado el punto de partida para esta nueva y promisoria fase en las relaciones entre la Iglesia católica y la Comunidad religiosa judía. En efecto, el Concilio ha dicho muy claramente que «al investigar el misterio de la Iglesia» recordaba «el vínculo con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham» (Nostra aetate, 4). De esta manera, el Concilio entiende que nuestras dos Comunidades religiosas están vinculadas y relacionadas de cerca en el nivel mismo de sus respectivas identidades religiosas. Porque «los comienzos de su fe y de su elección (de la Iglesia) se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y en los Profetas», y por consiguiente «no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza» (ib.). Sobre esta base reconocemos, con inequívoca claridad, que el camino por el cual debemos avanzar con la Comunidad religiosa judía es el del diálogo fraterno y la colaboración fecunda.

Conforme a este solemne mandato, la Santa Sede ha procurado proveer de los instrumentos para este diálogo y colaboración, y quiere fomentar su realización, tanto aquí en el centro, como también en el resto de la Iglesia. Por eso, la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo fue creada en 1974. Al mismo tiempo, el diálogo comenzó a desarrollarse a diferentes niveles en las Iglesias locales esparcidas por el mundo, y con la misma Santa Sede. Quiero reconocer aquí la amistosa respuesta y la buena voluntad, e incluso la cordial iniciativa, que la Iglesia ha encontrado y sigue encontrando en las Organizaciones de ustedes y en otros amplios sectores de la Comunidad judía.

Es mi convicción que ambas partes deben continuar sus vigorosos esfuerzos para superar las dificultades del pasado, con el fin de llevar a la práctica el mandamiento divino del amor, y realizar un diálogo verdaderamente fecundo y fraterno, que contribuya al bien de cada uno de los interlocutores y al mejor servicio de la humanidad. Las "Orientaciones" que han mencionado, cuyo valor quiero subrayar y reafirmar, señalan algunos medios y vías para obtener estos fines. Ustedes han querido justamente subrayar un punto de particular importancia: «Los cristianos procuren entender mejor los elementos fundamentales de la tradición religiosa hebrea y captar los rasgos esenciales con que los judíos se definen a sí mismos a la luz de su propia realidad religiosa» (Orientaciones, Prólogo). Otra reflexión importante es la siguiente: «En virtud de su misión divina, la Iglesia tiene por su naturaleza el deber de proclamar a Jesucristo en el mundo (Ad gentes, 2). Para evitar que este testimonio de Jesucristo pueda parecer a los judíos una agresión, los católicos procurarán vivir y proclamar su fe respetando escrupulosamente la libertad religiosa tal como la ha enseñado el Concilio Vaticano II (Dignitatis humanae). Deberán esforzarse, asimismo, por comprender las dificultades que el alma hebrea experimenta ante el misterio del Verbo Encarnado, dada la noción tan alta y pura que ella tiene de la trascendencia divina» (Orientaciones, 1).

Estas recomendaciones se refieren, sin duda, a los fieles católicos, pero considero que no es superfluo repetirlas aquí. Nos ayudan a tener una noción clara del judaísmo y cristianismo y de sus relaciones mutuas. Creo que ustedes están aquí para ayudarnos en nuestra reflexión sobre el judaísmo. Y estoy cierto de que encontramos en ustedes y en las comunidades que ustedes representan, una real y profunda disposición para entender el cristianismo y la Iglesia católica en su propia identidad hoy, de manera que podamos trabajar desde ambas partes hacia nuestra común meta de superar toda clase de prejuicios y discriminación. En este contexto es provechoso referirse una vez más a la Declaración conciliar Nostra aetate y repetir lo que las Orientaciones dicen acerca del repudio de «todas las formas de antisemitismo y discriminación», «como contrarias al espíritu mismo del cristianismo», pero «que de por sí, la dignidad de la persona humana basta para condenar» (Orientaciones, Prólogo). La Iglesia católica repudia, por consiguiente, claramente, tales violaciones de los derechos humanos dondequiera puedan ocurrir en el mundo. Más aún, me regocija evocar ante ustedes hoy el trabajo eficaz y dedicado de mi predecesor Pío XII en pro del pueblo judío. Y de mi parte continuaré, con la ayuda divina, durante mi ministerio pastoral en Roma —como traté de hacerlo en la sede de Cracovia—, asistiendo a todos los que sufren o son oprimidos de cualquier manera que sea.

En seguimiento particularmente de las huellas de Pablo VI, quiero fomentar el diálogo espiritual y hacer todo lo que esté en mi poder por la paz de aquel país que es santo para ustedes, como lo es para nosotros, con la esperanza de que la ciudad de Jerusalén gozará de eficaz garantía como un centro de armonía para los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, islam y cristianismo, para quienes la ciudad es un respetado lugar de devoción.

Estoy seguro de que el hecho mismo de este encuentro de hoy, que ustedes tan amablemente han pedido tener, es en sí mismo una expresión de diálogo y un nuevo paso hacia ese más pleno entendimiento mutuo que estamos llamados a conseguir. Al buscar esta meta estamos todos convencidos de ser fieles y obedientes a la voluntad de Dios, el Dios de los Patriarcas y Profetas. Al Dios, entonces, querría volverme al final de estas reflexiones. Todos nosotros, judíos y cristianos, oramos frecuentemente a El con las mismas oraciones, tomadas del Libro que ambos consideramos ser la Palabra de Dios. A El pertenece brindar a ambas comunidades religiosas, tan cercanas la una de la otra, aquella reconciliación y amor eficaz que son al mismo tiempo su precepto y su don (cf. Lev 19, 18; Mc 12. 30). En este sentido, creo, cada vez que los judíos recitan el Shema Israel y cada vez que los cristianos recuerdan el primero y segundo mandamiento grande, somos, por la gracia de Dios, traídos a una mayor cercanía.

Como signo del entendimiento y amor fraterno ya alcanzados, quisiera darles de nuevo mi bienvenida cordial y mis saludos a todos ustedes con aquella palabra tan llena de sentido, tomada de la lengua hebrea, que los cristianos usamos también en nuestra liturgia: la paz esté con vosotros, Shalom, Shalom.

 



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