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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE ANTILLAS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 4 de mayo de 1979

 

Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Os doy la bienvenida con amor fraterno.

En cuanto miembros y observadores de la Conferencia Episcopal de Antillas os habéis reunido junto a la tumba del Apóstol Pedro —y con su Sucesor— para celebrar vuestra unidad en Cristo y en la Iglesia. Por pertenecer a una Conferencia que está al servicio de tantas naciones y pueblos diferentes de las islas del Caribe y del continente, pienso que os halláis en situación de reflexionar con interés especial sobre el gran tema de la unidad de la Iglesia. Creo asimismo que el énfasis del Concilio Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia en cuanto "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1), tiene un significado especialmente hondo para vosotros; y puesto que la reflexión sobre este tema es causa de gozo inmenso y, al mismo tiempo de fuerza pastoral, os lo propongo esta mañana pidiendo al Espíritu Santo, por cuyo poder está unida la Iglesia en su comunión eclesial y en su ministerio (cf. Lumen gentium, 4) que derrame sobre vosotros la gracia por la que Cristo oró: "para que sean consummati in unum!" (Jn 17, 23).

Comunión y ministerio son, por tanto, dos grandes aspectos de la unidad de la Iglesia, de la que somos servidores y custodios. Ver la Iglesia como comunión es penetrar mejor en el corazón de su misterio y en la identidad de nuestro ministerio de obispos llamados a proclamar que "esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3).

La comunión que impulsamos y fomentamos es comunión de fe en Dios. Creemos en el Padre que se revela a Sí mismo por la fuerza de su amor infinito, y a través del Espíritu Santo nos da la salvación en su Verbo Encarnado. Creemos en Nuestro Señor Jesucristo que reúne por su muerte a los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn 11, 52).

Para nosotros los obispos, esta comunión de fe es el fundamento de nuestra tarea apostólica de edificar la Iglesia por la proclamación del Evangelio, y por ello nos encontramos solidarios con San Pablo cuando dice: "del Evangelio he sido yo hecho heraldo, apóstol y doctor" (2 Tim 1, 11). Nuestra comunión de fe proyecta luz sobre la unidad de nuestro ministerio, por el que anunciamos el mensaje inmutable de la salvación en Cristo. Nuestra comunión de fe impone sobre nosotros la gran responsabilidad de dar a nuestro pueblo la totalidad de la doctrina cristiana, y en esta responsabilidad nos sostiene el poder de Dios. En el último discurso del mismo día que murió, mi predecesor Juan Pablo I habló de ello bajo el punto de vista del Pueblo de Dios diciendo: "Entre los derechos de los fieles, uno de los mayores es el derecho a recibir la palabra de Dios en toda su integridad y pureza, con todas sus exigencias y su fuerza" (A un grupo de obispos filipinos en la visita ad Limina Apostolorum, 28 de septiembre de 1978: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de octubre de 1978, pág. 4).

La unidad de la Iglesia queda patente también en nuestra comunión de amor, amor que es mayor que nuestros propios poderes y que se nos ha infundido en el bautismo, amor por el que amamos a Dios con todo nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22, 37-39). San Agustín muestra su gran penetración de la verdad cuando dice: "El amor a Dios es el primero en la lista de los preceptos, pero en cuanto a la acción el amor al prójimo es el primero" (Dei dilectio prior est ordine praecipiendi, proximi autem dilectio prior est ordine faciendi, In Ioann. Tract. 17). Sobre esta base nuestro ministerio cobra vigor nuevo cuando conseguimos extender el amor de Cristo a todo el pueblo, para poner en práctica su mandamiento de amor. En la comunión de amor encontramos la fuerza que nos sostiene en el servicio de la humanidad. En el mensaje del Evangelio aprendemos a honrar al hombre y salir al encuentro de las exigencias ineludibles de la dignidad humana, y ayudar a la humanidad a cumplir la tarea de construir la civilización del amor.

Según las palabras del Concilio Vaticano II, la gran unidad querida por Cristo  para su Iglesia se modela y encuentra su fuente en la unidad de la Santísima Trinidad, y perdura en la Iglesia católica (cf. Lumen gentium, 8; Unitatis redintegratio, 2, 3). Y, sin embargo, sabemos que la tarea de impulsar la vuelta a la unidad entre los cristianos está lejos de completarse. Es una tarea que nos ha encomendado el Señor. La fidelidad a Jesucristo exige que abracemos con fuerza la causa de la unidad cristiana. En nuestros días el Espíritu Santo ha infundido fuertemente en el mundo la urgencia de esta empresa: ut omnes unum sint (Jn 17, 21). Esta meta del Concilio Ecuménico es clara, y he afirmado siendo ya Papa que "desde mi elección me comprometí formalmente a impulsar la puesta en práctica de sus normas y orientaciones, considerando que esto era para mí un deber primordial" (Al Secretariado para la Unión de los Cristianos, 18 de noviembre, 1978; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de diciembre, 1978, pág. 8).

Al mismo tiempo, nos debemos proponer comprometernos a hacer un esfuerzo y adoptar los medios que conducen a la unidad cristiana. El Concilio propone sugerencias minuciosas. Es de particular importancia examinar nuestra fidelidad a Cristo: estamos constantemente llamados a la conversión o al cambio de corazón. Es oportuno repetir hoy la aclaración del Concilio de que "esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y con toda verdad pueden llamarse ecumenismo espiritual" (Unitatis redintegratio, 8).

Es insoslayable y saludable de verdad que al luchar como cristianos por restaurar la unidad, se sienta el dolor por las divisiones existentes. Como dije en la alocución citada: "No se cura el mal suministrando analgésicos, sino atacando las causas". Debemos seguir trabajando humilde y resueltamente para eliminar las divisiones reales y restaurar esa plena unidad de fe que es condición para participar en la Eucaristía. Es de gran importancia el hecho de que "en cada celebración eucarística entra en acción toda la fe de la Iglesia, y se manifiesta y realiza la comunión eclesial en todas sus dimensiones" (ib.). La participación en la Eucaristía presupone unidad de fe. La intercomunión entre cristianos separados no es la respuesta al llamamiento de Cristo a la perfecta unidad. Dios tiene señalada una hora para la realización de su designio salvífico de unidad cristiana. A la vez que suspiramos por esta hora en oración conjunta y en diálogo, y nos afanamos por ofrecer al Señor un corazón cada vez más purificado, debemos igualmente esperar la acción del Señor. Se debe repetir una y otra vez que la restauración de la unidad cristiana es, ante todo, don del amor de Dios. Mientras tanto, sobre la base de nuestro bautismo común y del patrimonio de fe que ya compartimos, debemos intensificar nuestro testimonio conjunto del Evangelio y nuestro servicio común a la humanidad. En este contexto quisiera repetir las palabras que dije en mi reciente visita a Nassau: "Con profundo respeto y amor fraterno deseo saludar también a todos los otros cristianos de Bahamas" —y hoy añado: de todas las Antillas—, "a todos los que confiesan con nosotros que 'Jesús es el Hijo de Dios' "(1 Jn 4, 15). Tened la seguridad de que deseamos colaborar leal y perseverantemente para obtener de Dios la gracia 'de la unidad querida por Cristo el Señor".

Queridos hermanos en el Episcopado: Este misterio de la unidad en Cristo y en su Iglesia debe ser vivido hasta el fondo por el Pueblo de Dios; y la base y centro de toda comunidad cristiana es la celebración de la Eucaristía (cf. Presbyterorum ordinis, 6). Os pido que recordéis a vuestros fieles el gran privilegio que tienen de reunirse en la Misa del domingo, de unirse con Cristo en su culto al Padre. La Misa dominical tiene valor primario en la vida de los fieles, no en el sentido de que las demás actividades carezcan de importancia y significado en la vida cristiana, sino más bien en el sentido de que la Misa dominical sostiene, ennoblece y santifica todo lo que se hace a lo largo de la semana.

Cuando volváis al campo de vuestras tareas pastorales, os ruego que digáis una vez más a todos vuestros sacerdotes que les amo, y que os esforcéis por vivir junto con ellos la unidad de la comunión eclesial y del ministerio en toda su intensidad. Los misioneros, necesarios todavía en vuestro país, tienen un lugar especial en mi corazón y en el corazón de Cristo Salvador. Encomiendo también los misioneros a vuestro cuidado pastoral, de modo que puedan aprender por experiencia cuán intensamente personal es el amor que están llamados a manifestar en el nombre de Cristo Buen Pastor, que conoce por su nombre a sus ovejas. Y a cuantos colaboran con vosotros en la causa del Evangelio, en especial a los catequistas, expreso mi agradecimiento. Dedico una palabra especial a las familias cristianas que luchan por dar testimonio de la alianza del amor de Dios y de la unidad de la Iglesia de Cristo.

Antes de terminar, dirijo un llamamiento a los jóvenes de vuestras Iglesias locales. Constituyen un signo de la juventud y dinamismo de la misma Iglesia, dentro de la comunión eclesial; son la esperanza de su futuro. Hagamos cuanto está en nuestro poder para que los jóvenes se formen en la justicia y la verdad, y se alimenten de la Palabra de Dios; de modo que rechazando las ideologías engañosas, puedan vivir en libertad verdadera como hermanos y hermanas de Jesucristo.

A todas las personas unidas a vosotros en la comunión de la Iglesia envío mi bendición apostólica invocando la intercesión de María Reina del cielo y Madre de Cristo resucitado.

No me olvido ni mucho menos de que entre vosotros hay varios obispos de lengua francesa e incluso de departamentos franceses de ultramar; pero la cercanía y semejanza de problemas pastorales os llevan a vivir en solidaridad con los otros obispos de las Antillas. Transmitid a vuestros sacerdotes, religiosos y religiosas, y a los laicos cristianos de vuestras diócesis, el recuerdo afectuoso del Papa con la exhortación a formar comunidades bien unidas, que sepan ahondar en su fe y manifestarla, y se afanen por vivir el Evangelio en el corazón de su vida.

A vosotros, queridos hermanos, mis mejores deseos cordiales para vuestro ministerio, y mi bendición apostólica.



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