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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA INAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN
 "TESTIMONIOS DEL ESPÍRITU"


Martes 8 de mayo de 1979

 

Queridísimos:

Con emoción comprensible, unida sin embargo a una viva satisfacción, he venido aquí para inaugurar la exposición de los autógrafos ofrecidos al Papa Pablo VI, con motivo de sus 80 años de edad, cumplidos el 26 de septiembre de 1977. Debería haber estado él presente en el acto de hoy, pero el Señor lo llamó a la gloria eterna en la fiesta de la Transfiguración del ano pasado.

1. Mi primer pensamiento, por lo tanto, se dirige a la figura de mi predecesor: un gran Papa, en continua y atenta escucha de las múltiples y diferentes voces de los hombres contemporáneos: voces de fe, esperanza, amor, entrega, solidaridad; pero voces también de dolor, angustia, incertidumbre, duda, negación, odio. Arraigado en la meditación continua de la Verdad, supo hacer oír, durante muchos años, su voz apasionada, iluminadora, orientadora y que, al mismo tiempo, exhortaba, indicando a la Iglesia y al mundo el camino, a veces duro y difícil, en medio de los cambios culturales, políticos y sociales de hoy. Su pontificado ha sido un auténtico don de Dios, y nosotros hoy, reverentes, nos inclinamos ante su recuerdo, vigilantes y solícitos para no perder nada de su magisterio iluminado y de su alto ejemplo.

2. A este triste recuerdo se une la satisfacción por esta exposición, que representa un homenaje particularmente significativo a Pablo VI. Como para su 80 aniversario se le ofrecieron varias obras de arte, que ilustraban la rica personalidad del Apóstol Pablo, así también le fueron donados numerosos y preciosos autógrafos, que se exponen hoy en esta sala para ser conservados después definitivamente en la Biblioteca Apostólica Vaticana. En la presentación del elegante y nutrido catálogo de la exposición se habla, en frase feliz, de "Testimonios del Espíritu": en realidad encontramos en la presente colección autógrafos de Santas y de Santos, de artistas, poetas, literatos, músicos, filósofos, estudiosos, científicos, de hombres de la política y de la economía. Figuran seguidores de tendencias diversas, de ideologías opuestas. Pero, por encima de todo, en estos folios autógrafos, escritos, ya con rapidez nerviosa, ya con serenidad pacifica, está presente el hombre: el hombre que, en el momento en que traza un signo, quiere dialogar o consigo mismo, para analizarse y conocerse mejor; o con otros, para comunicarles y manifestarles las propias concepciones, los sentimientos propios; o con Dios, para rezarle con angustia estremecida o con sencilla humildad. En estos manuscritos está presente el hombre en la completa y compleja variedad de su vida, de sus aspiraciones a la verdad, al bien, a la belleza, a la justicia, al amor. A este hombre, mejor, a estos hombres, cuyos testimonios sean celosamente conservados para transmitirlos íntegramente a la posteridad, va el respeto de la Iglesia, que es consciente de que su tarea fundamental es "dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la redención, que se realiza en Cristo Jesús" (cf. Redemptor hominis, 10).

A los donantes, a los organizadores y a todos los presentes mi afectuosa bendición apostólica.

 



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