Index   Back Top Print

[ ES  - FR  - IT  - LA  - PT ]

INAUGURACIÓN DE LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL SACRO COLEGIO CARDENALICIO

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Lunes 5 de noviembre de 1979

 

Venerables hermanos,
miembros del Sacro Colegio:

El cardenal Decano, con sus palabras siempre llenas de amabilidad y realismo, me ha dirigido, en nombre también de todos vosotros, las felicitaciones por mi onomástico. Es un deber, por mi parte, ante todo devolvérselas y renovárselas públicamente, y además darle gracias con sincero afecto no solamente por lo que él ha recordado sobre este primer año de mi servicio como Pastor de la Iglesia universal, sino por lo que él, en nombre vuestro, ha querido desearme no sólo a mí, sino a la Iglesia y a la misma humanidad: que se realice una renovación general a través de la adhesión práctica a la doctrina de Cristo.

¿No es ésta acaso, en síntesis, la finalidad espiritual del Concilio Vaticano II, el gran acontecimiento eclesial de este nuestro siglo, acontecimiento cuya puesta en práctica ha sido confiada al compromiso de todo el Pueblo de Dios? El querido cardenal Confalonieri ha recordado justamente a San Carlos Borromeo, mi celestial Patrono. ¡Cuánto trabajó, cuánto sufrió para hacer eficaces en la extensísima archidiócesis de Milán las sabias directrices de carácter doctrinal, moral, pastoral y litúrgico del Concilio de Trento!

A él, mi protector, en este momento de gracia y bendición que nos ve reunidos juntos, dirijo mi ferviente súplica para que comunique a nuestros corazones su celo y su entrega por la Iglesia y por las almas.

1. Al comienzo de nuestro encuentro deseo sobre todo expresar la alegría de ver aquí reunido a todo el Colegio Cardenalicio, cuya función principal es la de elegir al Obispo de Roma, como sucedió el pasado año, en dos ocasiones. El triste deber de despedir a los Papas difuntos —primeramente a Pablo VI, después de quince años de pontificado, posteriormente a Juan Pablo I, tras solamente treinta y tres días de ministerio pontificio— nos reunió, en breve espacio de tiempo, dos veces en Roma, De acuerdo con lo indicado por la Constitución Apostólica Romano Pontifici eligendo, en los días precedentes al Cónclave, tuvimos las congregaciones plenarias, presididas por el venerable Decano del Sacro Colegio y por el cardenal Jean Villot, Camarlengo, al que el Señor llamó a Sí a primeros de marzo del presente año.

Estos frecuentes encuentros de todo el Colegio Cardenalicio ofrecieron la oportunidad de presentar la propuesta de que dicho Colegio pudiera reunirse, por lo menos de vez en cuando, aun fuera del período del Cónclave. Aceptando la propuesta, he pensado invitar a los venerables señores cardenales a esta reunión, que quiero inaugurar y abrir con el presente discurso. Al invitaros, me daba cuenta de que la venida a Roma comportaba la necesidad de abandonar las muchas e importantes tareas que os ocupan en vuestros países y diócesis. Por ello, deseo hoy daros muy cordialmente las gracias por vuestra presencia.

2. Nuestro encuentro está plenamente justificado por el carácter de la dignidad que tenéis y por las funciones que corresponden al Colegio Cardenalicio, que todos vosotros constituís. Vosotros, en efecto, venerables hermanos, además del deber de elegir al Obispo de Roma, tenéis también el de sostenerlo de modo particular en la solicitud pastoral por la Iglesia en sus dimensiones universales. De esta solicitud participan directamente, de forma continua y constante, los que de entre vosotros pertenecen a la Curia Romana, en la que ocupan los cargos de más responsabilidad. Sin embargo, junto a este grupo de beneméritos colaboradores, todos los demás miembros del Sacro Colegio comparten con el Papa la común solicitud por la Iglesia. Vuestra unión con esta Sede Romana es peculiar, y el signo externo de esta unión son, por ejemplo, las iglesias de la Ciudad Eterna que gozan del título, de la dignidad y del patronazgo de cada uno de vosotros. Precisamente en este singular vínculo con la Iglesia Romana está el motivo por el que el Obispo de Roma desea reunirse con vosotros más frecuentemente para sacar provecho de vuestros consejos y de vuestras múltiples experiencias. Además, el encuentro de los miembros del Colegio Cardenalicio es una forma con la que se ejerce también la colegialidad episcopal y pastoral, en vigor desde hace más de mil años, y que conviene que nosotros pongamos en práctica también en nuestros días. Esto no debilita de ningún modo, ni disminuye los deberes y la función del Sínodo de los Obispos, cuya próxima reunión ordinaria está fijada para el otoño del año próximo. En la actualidad están en curso los trabajos preparatorios de dicha reunión, cuyo tema "De muneribus familiae christianae", conforme a las sugerencias de muchas Conferencias Episcopales y de ambientes diversos, fue ya establecido por el Papa Pablo VI, de venerada memoria.

3. Parece, por lo tanto, que el encuentro del Colegio Cardenalicio en el otoño de este año pueda ocuparse, con provecho, de un examen, por lo menos sumario, de algunos problemas un tanto distintos de aquellos en los que el Sínodo de los Obispos trabaja. Estos problemas, que de forma introductoria quiero señalar y describir brevemente, son importantes, dada la situación de la Iglesia universal, y a la vez parecen estar más íntimamente ligados al ministerio del Obispo de Roma, que los que deben constituir el tema del Sínodo de los Obispos. Pero es obvio que aquí no se puede hablar de ninguna rigurosa delimitación.

Ya desde el comienzo, deseo también notar que, además de las cuestiones que dentro de poco presentaré, cuento también con las propuestas que propondrán y explicarán los distintos participantes en nuestra reunión. Prevemos para esto el debido espacio en el orden del día de nuestras sesiones. Este orden, contrariamente a lo que sucede en el Sínodo de los Obispos, no se basa sobre algún estatuto particular. Ha sido preparado "ad hoc", según las exigencias previstas para la actual reunión (en cierto modo, como en las congregaciones, tenidas antes del Cónclave, el pasado año). Quiero añadir enseguida que, además de las enunciaciones orales en el transcurso de las reuniones, serán preciosas todas las observaciones y propuestas escritas. Soy consciente de que el conjunto de nuestros trabajos no puede hacer perder demasiado tiempo a los venerables miembros del Sacro Colegio, y hemos tomado en consideración este particular al preparar el programa y el orden de nuestra reunión.

4. Con la gracia de Dios Altísimo y bajo la protección de la Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, comencé el 16 de octubre del pasado año, el ejercicio del servicio universal del Supremo Pontificado, al que fui llamado con vuestros votos, venerables cardenales, durante el último Cónclave. Así, pues. según lo que puedo y sé, según mis fuerzas y con la mejor buena voluntad —pero especialmente ayudado por la luz y la potencia del Espíritu Paráclito—, intento ejercer este servicio y no ceso de pedir a todos y a cada uno, sobre todo a vosotros, venerables y queridos hermanos, que recéis por esta intención. No es intención mía la de informaros aquí sobre los distintos trabajos que han llenado el primer año de pontificado, dado que son bien conocidos por todos vosotros. Deseo, por el contrario, una vez más, recordar lo que ya puse de relieve en mi primer discurso, al día siguiente de la elección. Una coherente aplicación de las enseñanzas y de las directrices del Concilio Vaticano II es y continúa siendo la tarea primordial del pontificado. Era éste, sustancialmente, el contenido de aquel discurso. En efecto, el Concilio ha elaborados y puesto ante la Iglesia entera una visión "de conjunto" de las tareas que deben realizarse en el contexto de la recíproca unión y de una orgánica dependencia, sirviéndose evidentemente de múltiples métodos y teniendo a disposición la propia perspectiva teológica e histórica.

5. Se lee en la Constitución Gaudium et spes: "El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como también nosotros somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad" (núm. 24). La aspiración a la unión de los hombres como "hijos de Dios unidos en la verdad y en la caridad" no cesa de ser una perspectiva de toda la vida y misión de la Iglesia tanto dentro de su propia comunión como fuera de ella, en el ámbito de cada uno de los "círculos del diálogo", como el Papa Pablo VI lo llamó en la primera Encíclica de su pontificado. Todos nos damos cuenta de que aquella aspiración a la unión en la verdad y en la caridad no cesa de ser la aspiración a la verdad en la que debemos encontrarnos mutuamente, como igualmente la aspiración a la caridad, mediante la cual debemos unirnos recíprocamente. No puede ser de otra forma en el estado de la existencia humana terrestre. En este sentido sobre todo me he permitido poner en evidencia, en la Encíclica Redemptor hominis, que Cristo indica siempre a la Iglesia, y en nuestra época de manera particular a través de la voz del Concilio, el camino hacia el hombre, hacia cada uno de los hombres, y en este sentido el hombre en Cristo llega a ser en cierto modo el camino de la Iglesia.

De esta manera obtenemos siempre de nuevo la perspectiva histórica de la misión de la Iglesia, que para nosotros se une con la perspectiva teológica de la fe, dado que a todo hombre y a todos los hombres ha sido indicada aquella "unión en la verdad y en la caridad", o sea, la unidad espiritual ligada a la dignidad de "hijos de Dios". Es, pues, necesario actuar de manera que la fórmula sintética, que nos ha legado el Concilio en su Constitución pastoral, una verdaderamente en sí todos los esfuerzos que constituyen la obra de la realización del Concilio. Esta obra, en su más profunda realidad, está simbolizada por el árbol de la vida, con el que el hombre rompió una vez la unión, mediante el pecado original (cf. Gén 3, 1-7), y que, por medio de Cristo, ha comenzado nuevamente a desarrollarse sobre manera en la historia de la humanidad. El Concilio no se ha limitado a desvelar ante nosotros el eterno misterio de este desarrollo, sino que ha mostrado más bien, de forma insólitamente penetrante, su etapa contemporánea. Por lo tanto, la obediencia a las enseñanzas del Concilio Vaticano II es obediencia al Espíritu Santo que ha sido dado a la Iglesia, para recordar en cada etapa de la historia todo lo que Cristo mismo ha dicho "para enseñar a la Iglesia cada cosa" (cf. Jn 14, 26). La obediencia al Espíritu Santo se expresa en la auténtica y justa realización de las normas indicadas por el Concilio, en pleno acuerdo con las enseñanzas que él propone.

6. No se puede actuar como si no existiesen estas normas. No se puede hacer retroceder a la Iglesia. por decirlo así, en el camino de la historia de la humanidad. Pero no se puede tampoco avanzar presuntuosamente hacia formas de vida, de entendimiento y de predicación de las verdades cristianas, o también hacia modos de ser cristiano, sacerdote, religioso y religiosa, que no tienen el aval en la enseñanza "íntegra" del Concilio: "íntegra", o sea, entendida a la luz de toda la santa Tradición y sobre la base del constante Magisterio de la Iglesia misma. Grande y múltiple tarea que pone ante nosotros la exigencia de la realización del Concilio. Esto exige vigilancia continua sobre el carácter auténtico de todas las iniciativas, en las que se articulará tal realización. La Iglesia, comunidad viva de los hijos de Dios unidos en la verdad y en el amor, debe realizar un gran esfuerzo, en este período, para entrar en la vía recta de la realización del Vaticano II y separarse de las opuestas posiciones, cada una de las cuales manifiesta, a su modo, un alejamiento de este camino recto. Sólo esta vía —o sea, la obediencia honesta y sincera al Espíritu de verdad—puede servir a la unidad y, al mismo tiempo, a 1a fuerza espiritual cae la Iglesia.

Solamente ella puede, además, ayudar a la causa del ecumenismo, o sea, a la renovada unidad que, en una primera acepción, entendemos como la unión mediante la caridad, pero que, más profundamente, entendemos también como un gradual encuentro en la plenitud de la verdad, con todos los que creen, con nosotros en Cristo. Sólo ese camino —el de la unión interna de la Iglesia, del Pueblo de Dios— puede servir a la obra de la evangelización, es decir, a la efectiva manifestación para tocaos los hombres de esa verdad y vida que es Cristo mismo. La unión en la verdad y caridad es una peculiar exigencia de muestra época, dado que nos encontramos también con la negación de esta verdad y con la radical duda acerca del Evangelio y de la religión en general.

7. Esta mirada sobre la situación en su conjunto, induce a sacar además algunas importantes conclusiones, que pueden definirse "prácticas" (en cuanto que el Concilio Vaticano II, basándose en el Evangelio y la Tradición, ha formado sólo el esqueleto de toda la praxis cristiana contemporánea, la praxis del Pueblo de Dios). La conclusión más importante concierne a la adecuada concepción y ejercicio de la libertad en la Iglesia. El Concilio, siguiendo las palabras del Señor, desea servir al desarrollo de esta libertad, la libertad de los hijos de Dios, que en nuestros días especialmente tiene un gran significado, como testigos que somos de muchas formas de opresión del hombre, incluidas la coacción de la conciencia y de los sentimientos. No debe olvidarse nunca que el Señor ha dicho: "Conoceréis la verdad, y la verdad os librará" (Jn 8, 32). Por consiguiente, la Iglesia debe custodiar en el corazón y en la conciencia de cada uno de sus hijos e hijas y además, si es posible, en el corazón y en la conciencia de cada hombre, la verdad de la misma libertad. A menudo la libertad de la voluntad y de la persona se entienden como el derecho a hacer cualquier cosa, como el derecho de no aceptar norma alguna ni deber alguno que obliguen para toda la vida, por ejemplo: los deberes derivados de las promesas matrimoniales o de la ordenación sacerdotal. Cristo, sin embargo, no nos enseña tal interpretación y ejercicio de la libertad. La libertad de cada hombre crea deberes, exige el pleno respeto a la jerarquía de valores, está potencialmente encaminada al Bien sin límites, a Dios. La libertad a los ojos de Cristo no es ante todo "libertad de", sino que es "libertad para". El pleno ejercicio de la libertad es el amor, en particular el amor mediante el cual el hombre se entrega totalmente. En efecto, el hombre, como leemos en el mismo capítulo de la Gaudium et spes, "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera cae sí mismo a los demás" (cf. núm. 24).

Esta interpretación y este ejercicio de la libertad son los que deben constituir la base de toda obra de renovación. Sólo el hombre que entiende y ejercita su libertad en el modo indicado por Cristo, abre su alma a la obra del Espíritu Santo, que es Espíritu de verdad y amor. De la auténtica afirmación de la libertad de los hijos de Dios depende la gran obra de las vocaciones sacerdotales, religiosas, matrimoniales; depende el efectivo progreso ecuménico; depende todo el testimonio cristiano, o sea, la participación de los cristianos en la tarea de intentar hacer el mundo más humano. Esta es la primera condición.

8. La segunda condición de la renovación de la Iglesia en el espíritu del Evangelio (es decir, en el espíritu del Vaticano II) está constituida por un continuo crecimiento de la solidaridad, esto es, del amor comunitario (social), tanto en el interior de la Iglesia como en relación. con todos los hombres, sin mirar sus creencias o convicciones. Se ha hecho mucho en este sentido en el último período, como lo atestigua la actividad de la Comisión Iustitia et Pax y también la del Consejo Cor Unum. Es obvio que la posibilidad que la Iglesia tiene de ofrecer aportaciones económicas en relación con las múltiples y variadas necesidades materiales en los diversos lugares de la tierra, es limitarla. Es necesario también subrayar aquí que esta solidaridad "ad extra" de la Iglesia requiere solidaridad "ad intra". He tratado de llamar la atención acerca de esto, sobre todo en los discursos de los miércoles durante la pasada Cuaresma. La Iglesia misma es una gran comunidad, en el ámbito de la cual hay situaciones distintas en cada comunidad: no faltan los que sufren estrecheces materiales, pero no faltan tampoco los que sufren opresión y persecución. En toda la comunidad católica, en cada una de las Iglesias locales, debe crecer el sentido de una especial solidaridad con estos nuestros hermanos en la fe, especialmente con los que pertenecen a las Iglesias de rito oriental, donde éstas ni siquiera tienen el reconocimiento de su existencia legal. En el mundo contemporáneo, dominarlo a su manera por todo el sistema del intercambio de información, es necesario —ya sea dentro de la Iglesia, ya sea fuera, ante la opinión mundial— un intercambio permanente de las informaciones relativas tanto a los que sufren miseria, como también a los que sufren por la fe. Estos deben sentir de manera especial que no están abandonados en el sufrimiento, que toda la Iglesia los recuerda, piensa en ellos y ruega por ellos, que están en el centro de la atención de todos y no en la periferia.

En este campo la Iglesia "rica y libre" (si podemos expresarnos así) tiene enormes deudas y compromisos con la Iglesia "pobre y oprimida" (si podemos también usar estos términos). Solidaridad quiere decir sobre todo comprensión adecuada, y luego acción adecuada y no en base a lo que corresponde a la concepción del que ayuda, sino en base a lo que corresponde a las necesidades reales del que es ayudado, y a su dignidad.

No olvidemos aquel principio fundamental de la economía de la salvación, según el cual el hombre que da a los demás se salva a sí mismo. Puede suceder, pues, que el remedio para múltiples dificultades internas, que sufren algunas Iglesias locales, algunas comunidades cristianas, se encuentre precisamente en esta solidaridad. Las dificultades serán superadas eficazmente cuando (quitando en un cierto sentido la mirada de sí mismas) ellas empiecen a servir a los demás "en la verdad y en la caridad". Este principio interpreta de manera más sencilla la función misionera de la Iglesia, mejor dicho, pone un postulado estimulante y, en un cierto sentido, un imperativo misionero para nuestra generación a la que la Providencia ha confiado una gran obra de renovación, la generación que alguna vez se encuentra vacilando y desanimada al constatar el hundimiento de algunos frentes de la vida tradicional de la Iglesia, la crisis de las instituciones fundamentales, y todavía más la crisis que se verifica en los hombres, en sus actitudes y en sus conciencias.

9. La renovación de la Iglesia, según el "programa" espléndido que el Concilio Vaticano II ha propuesto, no puede ser en sus líneas fundamentales (ni tampoco en sus manifestaciones concretas) más que una auténtica conversión a Dios según las exigencias de nuestro tiempo. La llamada a la conversión ("metanoeite"), es decir, a la penitencia, es no sólo la primera palabra del Evangelio, sino también su palabra constante e insustituible. De esta palabra procede toda la vitalidad de la Iglesia. La Iglesia se encuentra tanto más plenamente "in statu missionis" —es decir, tanto más plenamente realiza su misión— cuanto más se convierte a Dios. Y sólo mediante esta autoconversión ella se hace más fuerte como centro de la conversión de los hombres y del mundo al mismo Creador y Redentor.

Se debe, pues,, mirar con una cierta inquietud el difundido relajamiento de estos esfuerzos fundamentales. que siempre clan testimonio del espíritu de penitencia y de la dinámica de la conversión entre los que confiesan a Cristo. Igualmente es justo, por otra parte, dar gracias a Dios con alegría por todo aquello en lo que se manifiesta el auténtico "soplo del Espíritu"; por el despertar de la necesidad de la oración, de la vida sacramental especialmente de la participación en la Eucaristía; por el profundo retorno a la Sagrada Escritura; por el aumento, al menos en algunos lugares, de las vocaciones sacerdotales y religiosas; por todo eso que se puede definir como "despertar espiritual". Es esto, venerables hermanos, lo que debemos tratar de custodiar con especial esmero, creando las condiciones necesarias para el desarrollo ulterior de estas saludables tendencias, tan necesarias a la Iglesia y a la humanidad, la cual se da cuenta cada vez mejor de los resultados a que conduce el materialismo contemporáneo en sus múltiples manifestaciones.

10. En la parte precedente de mi discurso he procurado no tratar directamente problemas particulares, sino más bien poner en evidencia las bases de las que depende la realización de la tarea que incumbe a toda la Iglesia en la presente etapa de la historia. Espero que esto ayudará a los señores cardenales aquí reunirlos a formular sus observaciones y propuestas, que esperamos en el curso de este encuentro.

Después de este discurso introductorio de tipo general, serán leídas tres relaciones de carácter más detallado. Estas se refieren a los problemas concretos sobre los que la Sede Apostólica considera útil informar al Ilustre Colegio, para recoger su responsable parecer.

Para dar a todos la posibilidad ele expresarse están previstos, entre otras cosas, encuentros por grupos lingüísticos.

La primera relación, del cardenal Secretario de Estado, se referirá al conjunto de las estructuras de la Curia Romana, tal como éstas han sido reorganizadas, siguiendo las sugerencias del Concilio, en la Constitución Apostólica del Papa Pablo VI Regimini Ecclesiae universae. Estas estructuras están en relación orgánica con el enfoque múltiple de la actividad contemporánea de la Iglesia. La perspectiva de la ulterior aplicación del Concilio Vaticano II depende, en gran parte, del funcionamiento eficaz de esas estructuras y de su cooperación programada con las estructuras análogas, en el ámbito de las Iglesias locales y de las Conferencias Episcopales.

El tema de la segunda relación, que tendrá el cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, es un problema más específico pero no menos importante. Se trata de la actividad de las Academias Pontificias y, en particular, de la Pontificia Academia de las Ciencias.

Esta entidad, instituida por el Papa Pío XI, tiene una importancia fundamental en el ámbito de las relaciones entre la fe y el conocimiento, así como entre la religión y la ciencia. También en este punto conviene reflexionar sobre un modelo más colegial en la formación de la cooperación en este campo, que es importante para la Iglesia en su dimensión universal.

La Constitución pastoral Gaudium et spes ha dedicado un capítulo aparte al problema de las relaciones entre la Iglesia y la cultura. Siguiendo el espíritu de este documento, habría que buscar también una expresión adecuada de las relaciones de la Iglesia con el vasto campo de la antropología contemporánea y de las ciencias humanísticas, del mismo modo que Pío XI buscó la expresión de las relaciones de la Iglesia con las ciencias matemáticas y naturales, instituyendo la Pontificia Academia de las Ciencias.

Me alegro de que, dentro de unos días, tenga lugar una solemne sesión de dicha Pontificia Academia para conmemorar el centenario del nacimiento de Albert Einstein, en presencia de todos vosotros, venerables y queridos hermanos.

Finalmente, el tercer tema que será objeto de la relación del cardenal Presidente de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, se refiere al conjunto de problemas que fueron tocados ya. de manera somera, a lo largo de las Congregaciones cardenalicias que precedieron al Cónclave del mes de agosto del año pasado. Teniendo presente los diversos campos de actividad de la Sede Apostólica, que se deben desarrollar en relación con la puesta en práctica del Concilio y con los actuales compromisos de la Iglesia, tanto en el campo de la evangelización como en el del servicio a los hombres en espíritu evangélico, es necesario formular la pregunta acerca de los medios económicos. En particular, el Colegio Cardenalicio tiene el derecho y el deber de conocer exactamente el estado actual de la cuestión.

11.He aquí, venerables y queridos hermanos, brevemente delineado, un conjunto de problemas que deben constituir el tema de este encuentro, tan esperado por mí. Confío en que el Trono de la Sabiduría y Madre de la Iglesia implorará sobre nosotros la luz necesaria para poder examinar, en un tiempo relativamente breve, estos problemas y darles soluciones eficaces para el futuro ministerio del Obispo de la Iglesia Romana.

Para terminar os impartimos a todos y a cada uno de vosotros con efusiva caridad la bendición apostólica.

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana