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VIAJE A TURQUÍA

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL REGRESAR A ROMA


Aeropuerto de Fiumicino
Viernes 30 de noviembre de 1979

 

Con el corazón todavía invadido por intensas emociones y trayendo en el alma imágenes inolvidables de lugares que hacen tan queridos tradiciones venerandas, piso de nuevo la tierra italiana.

Estoy agradecido al Señor por la asistencia que me ha concedido también en esta peregrinación, que se ha desarrollado con el distintivo de dos "notas" peculiares de la Iglesia, la de la apostolicidad y de la unidad. Efectivamente, he ido a visitar a Su Santidad el Patriarca Dimitrios I, para rendir homenaje, junto con él, al hermano del Apóstol Pedro y para confirmar así que la ascendencia apostólica permanece marcada indeleblemente en el rostro de la Iglesia como uno de sus rasgos sobresalientes. Con este viaje he intentado, además, testimoniar mi firme voluntad de ir adelante por el camino que conduce a la unidad plena de todos los cristianos y dar, al mismo tiempo, una aportación al acercamiento de los hombres entre sí, en el respeto de lo que es esencial y profundamente humano.

Ahora mi pensamiento se dirige con reconocida benevolencia a las autoridades turcas, que tanta cortesía han querido demostrarme durante mi estancia en la nación; al querido hermano Su Santidad Dimitrios I, a los Metropolitas, a los Obispos, al clero y a los fieles del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, con quienes he tenido el gozo de vivir un momento significativo de comunión en la fe y en la caridad; a los venerables hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, al Pueblo de Dios de la Iglesia católica que está en Turquía; y a toda la población turca, que con espontáneas manifestaciones de simpatía me ha hecho captar el gran deseo de entendimiento y de fraternidad que hay en el corazón de cada hombre.

Expreso, ahora, mi complacencia agradecida ante todo al señor Ministro del Interior, honorable Virginio Rognoni, por las nobles palabras con que ha querido presentarme la bienvenida, en nombre también del Gobierno y del pueblo italiano. Saludo, después, y doy las gracias a los miembros del Sacro Colegio, a las autoridades civiles y eclesiásticas, como también al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, por su gentil presencia, en la que reconozco el testimonio del interés con que ha sido seguida mi peregrinación. Finalmente, quiero dirigir una palabra de complacencia y de reconocimiento a los dirigentes, a los pilotos y al personal de la Sociedad aérea, a cuya entrega experta y solícita se ha debido el resultado perfecto de la travesía aérea.

Al aseguraros que he tenido para todos un recuerdo en la oración a la Virgen Santísima, especialmente en la ciudad de Efeso, quiero confiar una vez más a su intercesión materna a cuantos he encontrado en estos días en mi camino y, mientras invoco sobre todos la bendición de Cristo Redentor, me complazco en impartir mi bendición apostólica a los que estáis aquí presentes, a los queridísimos hijos de la Urbe y a toda la humanidad, con el deseo más cordial de prosperidad y de paz.


Al llegar al Vaticano, Su Santidad entró en la basílica de San Pedro para orar ante la tumba del Apóstol, hermano de San Andrés. Saludó a los monaguillos que le esperaban en los jardines vaticanos y luego se asomó a la ventana de su despacho privado para responder a las aclamaciones de las personas que se habían congregado en la plaza de San Pedro.

¡Alabado sea Jesucristo! Estoy en casa, gracias a Dios... Debo dar gracias al Señor que nos ha conducido. Debo dar las gracias también a todas las personas presentes y a tantas otras que me han seguido con su oración. Así, he hecho este viaje guiado por el Señor y por tantas personas buenas, por tantas comunidades que han rezado por mi viaje. Por hoy es suficiente. Hablaremos un poco más el domingo. Os doy las gracias una vez más y os deseo una buena noche. Vosotros y yo hemos ganado todos un buen descanso. ¡Alabado sea Jesucristo!

 



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