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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UNA REPRESENTACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS


Viernes 21 de septiembre de 1979

 

Es para mí motivo de satisfacción recibir hoy y hablar con apertura de corazón a una representación tan calificada de esa Compañía de Jesús, que, desde hace más de 4 siglos, trabaja incansablemente en todas las partes del mundo "para la defensa y propagación de la fe... bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra" (Fórmula del Instituto).

Por esto agradezco al prepósito general, a sus asistentes y consejeros, a los provinciales aquí presentes, el haber deseado, durante vuestra asamblea romana, venir a rendir homenaje al Vicario de Cristo, al que os une, como jesuitas, un vínculo especial de amor y de servicio. Por mi parte, me complazco en confirmar la benevolencia de esta Sede Apostólica a la Compañía de Jesús, que se ha merecido, en el curso de los siglos, con el fervor de la vida religiosa y con el ardor del apostolado, como mis predecesores han testificado en varias ocasiones.

Por las informaciones que me llegan de todas las partes del mundo, conozco el mucho bien que realizan tantos religiosos jesuitas con su vida ejemplar, con su celo apostólico, con su sincera e incondicional fidelidad al Romano Pontífice. Ciertamente no ignoro —y así lo advierto también por otras muchas informaciones— que la crisis que en estos últimos tiempos ha sufrido y sufre la vida religiosa, ha afectado también a vuestra Compañía, causando desorientación en el pueblo cristiano, preocupaciones a la Iglesia, a la Jerarquía y también personalmente al Papa que os habla.

Sé que dirijo la palabra a quienes tienen las principales responsabilidades en el gobierno de la Orden. Cuento con vuestra colaboración y, por lo tanto, deseo vivamente recomendaros que promováis con gran empeño todo el bien que se realiza en la Compañía y realiza la Compañía, y, al mismo tiempo, pongáis remedio, con la debida firmeza, a las deplorables deficiencias, de manera que toda la Compañía viva y actúe animada siempre por el genuino espíritu ignaciano.

La brevedad del tiempo no me permite detenerme a ponderar adecuadamente tanto las iniciativas de bien que deben desarrollarse para salir al encuentro de las necesidades urgentes del mundo, cuanto las deficiencias que deben remediarse, para que no se vea comprometida la eficacia de esas iniciativas. Me limitaré a recordar algunas recomendaciones de mis inmediatos predecesores Pablo VI y Juan Pablo I, que, por el gran amor a la Compañía, tenían particular interés por ella. Las hago plenamente mías.

Por esto os digo: sed siempre fieles a vuestro Instituto, que Pablo VI, "como garante supremo de la fórmula del Instituto y como Pastor universal de la Iglesia" (Carta al padre general, 15 de febrero de 1975), quiso que se conservase en su plena integridad. Sed fieles igualmente a las normas de vuestro Instituto que Pablo VI y más recientemente Juan Pablo I, indicó en la alocución preparada, poco antes de morir, para vuestra congregación de procuradores; especialmente en cuanto se refiere a la austeridad de la vida religiosa y comunitaria, sin ceder a tendencias secularizantes; un sentido profundo de disciplina interior y exterior; la ortodoxia de la doctrina con fidelidad plena al supremo magisterio de la Iglesia y del Romano Pontífice, fuertemente querida por San Ignacio, como bien sabéis todos; y el ejercicio del apostolado, propio de una Orden de presbíteros (Gregorio XIII, "Ascendente Domino"), solícitos del carácter sacerdotal de su actividad, incluso en las más diversas y difíciles empresas apostólicas, llevadas a cabo con la ayuda válida y preciosa de los queridos hermanos coadjutores, mediante el ejercicio de sus tareas.

Para este fin me parece necesario recomendar un cuidado especialísimo en la formación de los miembros jóvenes de la Orden, esperanza de la Compañía y de la Iglesia. Me congratulo con vosotros por el número de vuestros novicios, signo de un consolador florecimiento de vocaciones. Estos jóvenes son un don de Dios; pero, precisamente por esto, constituyen también para vosotros una gran responsabilidad. Vosotros sabréis darles ciertamente la formación adecuada: formación espiritual según la reconocida ascética ignaciana, formación doctrinal con sólidos estudios filosóficos y teológicos según las directrices de la Iglesia, y formación apostólica orientada a aquellas formas de apostolado que son propias de la Compañía, abiertas, sí, a las nuevas exigencias de los tiempos, pero fieles a esos valores tradicionales que tienen eficacia perenne.

Yo sé qué fuerza viva representa la Compañía y por esto deseo ardientemente que crezca y prospere según su espíritu genuino, dando a todos ejemplo de religiosidad profunda, de seguridad doctrinal, de fecunda actividad sacerdotal, de modo que cumpla plenamente la misión que la Iglesia espera de ella y ofrezca a la Sede Apostólica ese servicio que, según su Instituto, se ha comprometido a prestar.

Con estos sentimientos formulo los mejores deseos para los trabajos de vuestra asamblea, mientras imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros, a todos vuestros hermanos a quienes representáis, y a las obras apostólicas de toda la Compañía de Jesús.

 



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