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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE SU VISITA A LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD LATERANENSE

Sábado 16 de febrero de 1980

 

1. Después de mis recientes visitas a la Universidad de Santo Tomás de Aquino y a la Universidad Gregoriana, no podía faltar, queridísimos hermanos e hijos, superiores, profesores, alumnos y ex-alumnos de la Pontificia Universidad Lateranense, un encuentro con vosotros, del mismo modo agradable y significativo por razón de la importancia que este insigne Centro de estudios reviste ante el mundo católico y del estrecho vínculo, además, que por voluntad de los Sumos Pontífices le ha unido siempre y le une a la Sede Apostólica. Su cercanía a la patriarcal basílica de San Juan —la catedral del Papa— expresa al vivo, diría con su misma situación topográfica, una posición singular de dignidad y de compromiso responsable en el campo de las ciencias sagradas, en orden a las necesidades espirituales de la diócesis de Roma, que aquí cerca tiene también su seminario mayor, y de las otras Iglesias particulares que envían aquí sus propios alumnos.

Pero deseo, ante todo, presentar un ferviente, distinguido saludo a todos los representantes y a los componentes de la vida académica. Saludo afectuosamente al señor cardenal Vicario en su calidad de gran canciller y, con él, con los purpurados y los prelados que le rodean, saludo al comisario mons. Pangrazio y al rector magnífico, a los colaboradores del rectorado, y también, según el orden de las diversas facultades e institutos, a cuantos trabajan en unas y en otros: a los decanos y presidentes, a los profesores y a los jóvenes. El saludo se extiende, además, a los que pertenecen a las diversas sedes de estudio, quienes, mediante la afiliación, están vinculadas a la misma Lateranense, con la garantía de un conveniente nivel didáctico y de la necesaria continuidad en la investigación científica: aun cuando físicamente sean comunidades lejanas, yo las considero esta tarde presentes entre nosotros, como vástagos vitales y frondosos de una planta fecunda. Y me es grato dirigir, ya desde el comienzo, una palabra de obligado elogio por la iniciativa de estas afiliaciones que, si merecidamente testimonian disponibilidad a la asistencia, voluntad de colaboración y —casi quisiera decir— un sentido distinguido de la “comunión cultural”, de algún modo evocan también esa relación que la Sacrosanta Iglesia lateranense tamquam mater et caput tiene con las Iglesias esparcidas por el mundo.

2. Vosotros, pues, constituís por título especial la Universidad del Papa: título indudablemente honorífico, pero por esto mismo oneroso (honor-onus). ¿Reflexionamos, entonces, sobre lo que implica, en concreto, este título?

Ya, al decir Universidad Católica —como enseña el Concilio Vaticano II— se entiende una escuela de grado superior que “cumple” una presencia pública, constante y universal del pensamiento cristiano, y está demostrando cómo fe y razón convergen en la única verdad (cf. Gravissimum educationis, 10). Y, al decir Universidad Eclesiástica —como he recordado en la reciente Constitución Apostólica Sapientia christiana (III)— se entiende una de “aquellas que se ocupan especialmente de la Revelación cristiana y de las cuestiones relacionadas con la misma y que por lo tanto están más estrechamente unidas con la propia misión evangelizadora”. ¿Qué se deberá entender, por añadidura, al decir Universidad Pontificia? Entendáis bien cómo estos tres adjetivos no están desarticulados entre sí, sino más bien ordenados “in crescendo” sobre la base, ya de por sí tan noble y digna, del mismo existir de una universidad, que es domicilio insigne de la ciencia “qua talis” y lugar metodológicamente apropiado y preparado para las investigaciones necesarias para alcanzarla. Una Universidad Pontificia aparece como en la cumbre en su indispensable función educativa y didáctica al servicio de la fe cristiana; servicio que, en el caso de esta Universidad, se concreta en el deber específico de suministrar una adecuada preparación pastoral y doctrinal a los seminaristas y a los sacerdotes, para ayuda de su ministerio en las respectivas diócesis. Quien sale del Laterano, precisamente por lo que aquí ha recibido, está llamado a tareas de particular responsabilidad para la animación del Pueblo de Dios y para la misma formación permanente del clero.

Esta convergencia de atribuciones y de títulos no puede menos de tener una rigurosa premisa, a modo de punto de partida obligado: la fidelidad a toda prueba a los auténticos contenidos del Credo y, por lo tanto, al órgano que los propone y los interpreta, esto es, al Magisterio vivo de los legítimos Pastores de la Iglesia, comenzando por el Romano Pontífice. He aquí, pues, que en una Universidad como ésta, el connatural rigor del procedimiento científico se une íntimamente con el respeto absoluto a la Revelación divina, que está confiada a la Cátedra de Pedro. Estos son elementos fundamentales, son los indeclinables polos de referencia, de los que no será nunca lícito desviarse o separarse, so pena de perder su identidad. Efectivamente, si falta uno, la Universidad descendería al nivel de una escuela de orden secundario, donde por razones obvias no puede darse ni investigación, ni descubrimiento, ni creatividad; si falta el otro —digo la adhesión al dato revelado— se encaminaría a una fatal decadencia respecto a ese altísimo “ministerio de magisterio” que la Iglesia misma, como primera destinataria del Euntes... docete de Cristo resucitado (cf. Mt 28, 19), le ha confiado en el momento de erigirla. Y, en un caso y en otro, no podría evitar un serio peligro:  el de no responder a las razones de la ciencia o a las de la fe.

3. ¿Son graves estas palabras? No ciertamente, si se considera cuán exigente es hoy el contexto cultural y cuán urgente es, al mismo tiempo, y necesaria una activa, fecunda y estimulante circulación del pensamiento católico en ella. Nuestros tiempos, hermanos e hijos queridísimos, no son tiempos de administración ordinaria, en los que sea lícito apoltronarse en hábitos de pasivo estancamiento, o en que se pueda estar contentos con una repetición poco más que mecánica de los conceptos y de las fórmulas. Los hombres de nuestro tiempo, mucho más que los de las generaciones pasadas, han desarrollado mucho su sentido crítico: quieren ver, quieren saber, quieren darse cuenta y como tocar con la mano. ¡Y tienen razón! Ahora bien, si esto vale para las disciplinas profanas, vale mucho más para las ciencias sagradas, para la teología dogmática y para la teología moral sobre todo, en las que lo que se aprende no queda suspendido en el vacío, sino que tiene, debe tener una aplicación práctica y —fijaos bien— literalmente personal. Me diréis que también las leyes de la química, de la física, de la biología, etc., comportan semejantes aplicaciones; es verdad, pero es muy diverso el sentido y es mucho más comprometido el alcance de ciertos dogmas religiosos y de ciertas leyes morales, afirmadas a la luz de la Revelación divina. En estos sectores efectivamente, hay una implicación directa de las personas, porque se trata de verdades vitales, que tocan la conciencia de cada uno e interesan a su vida presente y futura.

Pero no repetiré cuanto ya he afirmado en la sede de la Universidad Gregoriana. Diré sencillamente que, si toda universidad debe ser una fragua activa del saber científico, la Universidad Pontificia debe funcionar —gracias al esfuerzo generoso y coordinado de todos sus componentes— como un centro propulsor de una ciencia teológica segura y abundante, abierta y dinámica, lozana y pululante —como agua purísima de manantial— por una inagotable reflexión en torno a la Palabra de Dios. Esta es precisamente su tarea, porque también a ella —como a cada uno de los cristianos— le compete el deber de estar siempre dispuesta a responder a cualquiera que pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15).

4. Pero teniendo presentes la peculiar fisonomía y las características de la Lateranense —como su directa dependencia del Papa, el papel que aquí desarrolla el clero secular, su destino primario para beneficio del sacerdocio ministerial—, me parece que tanto más claro y convincente y creíble será su testimonio, cuanto más y mejor respondan a algunos criterios la enseñanza que en ella se imparte y la investigación que en ella se realiza. Por esto, quiero recordar y recomendar esos criterios.

a) El primer criterio —como ya he aludido— es la fidelidad, entendida no en sentido genérico ni —mucho menos— en el sentido reductor de un mantenerse apenas en los límites de la ortodoxia, evitando fugas y posiciones en contraste con las enunciaciones del Símbolo Apostólico, de los Concilios Ecuménicos, del Magisterio ordinario y extraordinario. ¡Así no! Fidelidad quiere ser, debe ser una orientación decidida y estable, que inspira y sigue de cerca la investigación: significa poner esa Palabra de Dios, que la Iglesia “escucha religiosamente” (cf. Dei Verbum, 1), en el origen mismo del proceso teológico y referir a ella cada una de las adquisiciones y conclusiones, a las que se llega poco a poco; implica una confrontación atenta y permanente con lo que la Iglesia cree y profesa. Fidelidad no significa esquivar la responsabilidad, no es una actitud falsamente prudencial, por la que se renuncia a profundizar y a meditar; impulsa a indagar, a ilustrar, a llegar al fondo —en cuanto es posible— de la verdad en todas las riquezas, de que Dios la ha dotado; se preocupa de su más idónea y plausible presentación. La fidelidad es ejercicio de obediencia: es un reflejo de esa “obediencia a la fe”, de que escribe San Pablo (cf- Rom 1, 5; 16. 26; cf. 10, 16).

b) El segundo criterio es la ejemplaridad que esta Universidad debe ejercitar frente a las otras, especialmente frente a los estudios afiliados. Esto quiere decir que, consciente de su posición de prestigio y de la delicada función que le pide la Iglesia, para la Iglesia y en la Iglesia, debe estar en disposición de ser propuesta como modelo a las demás: por la alta calidad de la enseñanza; por el celo de la investigación; por la educación exquisitamente eclesial que sabe garantizar a los alumnos; por el nivel de preparación espiritual y cultural que asegura a estos últimos, especialmente si están destinados al sacerdocio; en fin, por la correspondencia plena a las propias finalidades de su institución. Una Universidad como ésta —diré con la persuasiva imagen evangélica— es como la ciudad situada sobre el monte, que no puede permanecer oculta; y como la lámpara, que no debe esconderse, sino que se coloca sobre el candelero, para que su llama se extienda y alumbre a todos los que están en la casa (cf. Mt 5, 14-16). En ella la advertencia del Señor “vosotros sois la luz del mundo” (ib.) puede y debe encontrar un cumplimiento original y sustancial.  

c) Recordaré también como tercer criterio el sentido de la catolicidad. El Concilio Vaticano II nos ha acostumbrado a escuchar otras voces en la Iglesia: de las distintas naciones de la Europa cristiana, como de los países de América Latina han llegado nuevos planteamientos y nuevas problemáticas, las cuales —en nombre, por supuesto, de un sano y definido pluralismo, y salva siempre la unidad dogmática de la fe—, pueden tener derecho de ciudadanía en el marco de la reflexión y de la elaboración teológica. Al no poder entrar aquí en el mérito de cada una de las posiciones (para algunas de las cuales, sin embargo, no han faltado las necesarias puntualizaciones, como hice yo mismo el año pasado, en Puebla, en el mensaje al Episcopado de América Latina), diré solamente que el emerger de este hecho no puede menos de apremiar el deber del discernimiento y de la síntesis. Ahora bien, ¿qué sede mejor, para hacer este trabajo de valoración crítica y de integración positiva, que la que ofrece esta Universidad dos veces romana? El sentido eminentemente católico, congénito a ella, y su apoyo en el Magisterio le crean las mejores condiciones. A este respecto, la necesaria ponderación se entreteje con el precepto del Apóstol: “No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tes 5, 19-21)

Un sector excelente, en el que puede desarrollarse este trabajo, es, sin duda, el de la doctrina eclesiológica, y, a propósito, quiero tributaros una merecida alabanza, porque sé que cultiváis este estudio con particular dedicación. Continuad con perseverancia, porque se trata de un campo vastísimo y muy rico en gérmenes fecundos. Bastaría sólo evocar los mayores documentos pontificios y conciliares, que inmediatamente se recuerdan y que contienen en abundancia materia de análisis, de hermenéutica, de profundización: las Encíclicas Mystici Corporis de Pío XII y Ecclesiam suam de Pablo VI, las Constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes del reciente Concilio constituyen como un cuadrilátero ideal, dentro del cual se debe dirigir el estudio, sin olvidar obviamente la herencia preciosa que la tradición patrística y escolástica nos ofrece en torno a la verdadera “Ecclesia Christi”.

d) Un último criterio nace de ese tipo de investigaciones, en las que la Universidad del Laterano está llamada a desarrollar una actividad realmente de promoción: me refiero a la pastoral, y quiero nombrar, por esto, al Pontificio Instituto Pastoral, erigido por su Santidad Pío XII en 1957, con la serie de disciplinas antiguas y modernas, humanas y religiosas, en las que se articulan sus cursos, y con la especialización en teología pastoral. En efecto, mientras las Universidades eclesiásticas romanas tienen especialmente la responsabilidad de formar para la Iglesia profesores que aseguren después, en las escuelas locales de las diócesis, la adecuada enseñanza de las ciencias sagradas, y se valen para este fin de las personas y de las estructuras de insignes Ordenes religiosas, esta Universidad, en cambio, estando también en disposición de darnos excelentes profesores (lo ha hecho en el pasado y lo hace todavía), se califica por la preparación de sacerdotes doctos y celosos, que deberán alimentar la vitalidad pastoral de las comunidades eclesiales. Ella, en fin, quiere suministrar los expertos en esa “arte de las artes”, que es, según San Gregorio Magno, la dirección de las almas (cf. Regula pastoralis, 1, 1; PL 77, 14), y, por el nivel alcanzado gracias a dicho Instituto, puede contribuir eficazmente a la formación no sólo de los laicos, sino también de los sacerdotes por obra de los sacerdotes que salen de esta escuela. Efectivamente, el objetivo de fondo es la educación en la fe con acción diferenciada según las necesidades, las circunstancias y las edades: al oír las voces que provienen hoy de los hombres, creyentes y no creyentes, dudosos e indiferentes, se estudian los modos del anuncio, las técnicas de la catequesis, el servicio sacramental, la animación de grupos y de comunidades, la presencia religiosa en las escuelas, las obras caritativas y asistenciales, para que la vida cristiana, poco a poco, se establezca o se acreciente o madure sus frutos in sanctitate et iustitia (Lc 1, 75). Como para la eclesiología, también para este campo os indicaré dos documentos, cuya importancia es igual a su actualidad: las Exhortaciones Apostólicas Evangelii nuntiandi y Catechesi tradendae, como textos para estudiar, meditar y llevar a la praxis ministerial.

5. He hablado hasta ahora prevalentemente de doctrina teológica y de arte pastoral, porque se trata de disciplinas que tienen gran relieve en el Laterano. No olvido por esto —no podría ni querría hacerlo— las otras enseñanzas de carácter filosófico, bíblico, patrístico, jurídico, etc., que aquí se imparten. ¿Cómo podría omitir una referencia, aunque sea rápida, al Pontificium Institutum Utriusque Iuris y a las dos facultades que lo componen? Vosotros lo sabéis: representa en el mundo científico un “unicum”, que desde hace tiempo, goza de un prestigio indiscutible; responde a exigencias reales porque la Iglesia tendrá siempre necesidad de valiosos canonistas y juristas a todos los niveles: desde el gobierno a la administración de la justicia, desde la enseñanza a las relaciones con las autoridades políticas; el Instituto, al promover el estudio científico de ambos derechos, atestigua la interdependencia, en profundidad, de los dos sistemas canónico y civil, más aún, confirmando que el derecho, en lo que tiene de absoluto, en cuanto es sinónimo de justicia, es uno.

Pero, evocada la función del original Institutum, quisiera aludir a las posibilidades de presencia activa que creo se le abren, muy amplias, especialmente en este momento. Al menos son tres los ámbitos, en los que podrá ofrecer una aportación validísima: en la preparación y en el estudio sucesivo del nuevo Codex luris Canonici; en la profundización de esos derechos de la persona que, precisamente porque son conculcados con tanta frecuencia en la sociedad de hoy, tanto más deben ser mirados y salvaguardados por la Iglesia, para la cual el hombre será siempre el camino primero y fundamental (cf. Redemptor hominis, 14); en la gran causa de la unidad europea, una causa por la que tiene tanto interés la Santa Sede, y en la cual las instituciones jurídicas —si allí hay presentes cristianos bien preparados— podrán ejercer una saludable influencia, contribuyendo a hacer brillar mejor el rostro humano-cristiano del continente. Y muy útil podrá ser también la función de nuestro Institutum en la búsqueda preocupada de la instauración de nuevas relaciones internacionales, inspiradas en la justicia, en la fraternidad, en la solidaridad.

6. El abanico de las enseñanzas me lleva, por otra parte, a poner de relieve que, a pesar de su multiplicidad, es indiscutible, en una visión global, su carácter sagrado, mientras aparece bien preciso y neto el perfil, diría, religioso, de todos los que —sacerdotes y laicos—, por mandato de la Iglesia, son sus legítimos maestros. Y esto me sugiere subrayar también un elemento que, en la perspectiva de la vida del Laterano, tiene una importancia determinante. Lo deduzco del título II de la citada Constitución Sapientia christiana, referente a la comunidad académica y a su gobierno. Dice el artículo 11: “Dado que la Universidad (...) constituye en cierto sentido una comunidad, es necesario que todas las personas que forman parte de ella (...) se sientan cada una a su modo corresponsables del bien común y presten asiduamente su colaboración para conseguir el propio fin”.

He aquí una indicación verdaderamente preciosa: puesto que el cuerpo académico de esta Universidad está formado tanto por miembros del clero secular de varias diócesis y nacionalidades, como por religiosos pertenecientes a diversas órdenes y congregaciones, así como por laicos, de esta situación surge más neta la exigencia de una comunión profunda entre los miembros del mismo cuerpo, de manera que pueda encontrarse ya en el contexto mismo de las enseñanzas, un enlace cada vez más sólido y orgánico para una unidad real de orientación, en orden a los fines que se deben alcanzar.

Esta comunión, entendida como esfuerzo serio y profundo de investigación para el desarrollo de las ciencias sagradas que se enseñan, servirá para favorecer, en los alumnos, la formación de una mentalidad doctrinalmente bien fundada, para tener luego una más fácil y como natural proyección pastoral. Pero por esto mismo la comunión deberá implicar también a los alumnos que, encauzados y edificados antes por el ejemplo de sus profesores, estarán llamados a colaborar ante todo con la diligencia en los compromisos académicos, luego también con la asunción y ejecución de tareas particulares. Si toda la comunidad de los profesores sabe mostrar un fuerte espíritu de comunión eclesial, resultará de ello un testimonio del que se beneficiarán especialmente los alumnos. Estos podrán regresar entonces a sus diócesis bien adiestrados para guiar a los hermanos con seguridad de doctrina y con celo en el sagrado ministerio, tanto más disponibles para un servicio pastoral animoso, cuanto más sólidamente se hayan adherido a la piedra que es Pedro (cf. Mt 16, 18) y se hayan penetrado de sentido eclesial. Si ésta es la perspectiva de llegada, pensad bien, ilustres y queridos profesores, cuán importante y delicada es la función, mejor diré, la misión pedagógica que se ha confiado a cada uno de vosotros: se trata de un auténtico servicio eclesial, en el que al acto de confianza realizado por la Iglesia, a la misión de confianza que ella os ha conferido, debe corresponder, por vuestra parte, una sincera y constante lealtad en cumplirla.

7. Y ahora el tema pasa directamente a vosotros, queridísimos alumnos. También a vosotros la Constitución sobre las Universidades y Facultades eclesiásticas dedica un título especial, el IV: especifica los criterios para juzgar de vuestra idoneidad en la conducta moral y en los estudios realizados anteriormente (art. 31); os recomienda, además, el respeto de las normas y de la disciplina, la participación en la vida comunitaria de la Universidad (arts. 33-34). Pero quisiera añadir, en un plano general y preliminar, que se os pide, hijos, una conciencia: la de encontraros aquí en una sede privilegiada, donde, por un feliz y providencial concurso de circunstancias, podéis gozar de los medios más idóneos para cuidar y lograr vuestra formación en real perfección. La formación, digo, que se adapta mejor a vuestra personalidad, y que la Iglesia espera confiadamente. Vosotros, llamados como estáis al sacerdocio, reflexionad sobre cuáles y cuántas oportunidades encontráis aquí para responder a las intrínsecas e irrenunciables exigencias de !a vocación. En realidad, los años que estáis ahora pasando, son un tempus acceptabile: diría aún más que son —en la perspectiva de la vida adulta y de futuro ministerio sacerdotal— dies salutis (cf. 2 Cor 6, 2) para vuestras almas y para los hermanos que ya antes habéis encontrado y que encontraréis un día mucho más numerosos. Sirva este pensamiento para sostener vuestro compromiso y vuestro entusiasmo juvenil; para estimularos en la aplicación al estudio y en los sacrificios que necesariamente comporta; para robustecer vuestra voluntad, templándola con la fuerza de la disciplina y con el ejercicio de la obediencia. Sabed aprovechar santamente este período para llegar al sacerdocio con la debida preparación: la doctrina, sí, sea sana en vosotros (cf. 2 Tim 4, 3) y copiosa, pero con ella debe existir también y sobre todo un amor ardiente hacia las almas, puesto que —como dice un gran Doctor de la Iglesia— est (...) tantum lucere vanum; tantum ardere parum; ardere el lucere perfectum (San Bernardo, Sermo in Nativitate S. Ioannis Baptistae, 983, 3; PL 183, 399).

8. Cuando en noviembre de 1958, antes de cumplirse un mes de su elevación al pontificado, mi venerado predecesor Juan XXIII quiso visitar el entonces Ateneo Lateranense, que le había acogido como joven alumno a comienzos de siglo y más tarde como a profesor, pronunció algunas palabras sugestivas que quiero recordar ahora: “Desde el cercano altar de nuestra archibasílica hasta estas aulas sagradas de nuestro Pontificio Ateneo pasa una misma corriente de luz y de gracia celeste. En efecto, la ocupación predominante del estudio universitario de las Escuelas eclesiásticas consiste en la investigación y en la ilustración de la ciencia divina (...) no para simple contemplación de la verdad religiosa (...), sino también para deducir las orientaciones prácticas para el apostolado con las almas”.

Vino, pocos meses después, como bien sabéis, la atribución del título de Universidad, conferido con el “Motu propio” Cum inde, el cual, desde las primeras líneas, confirma el vínculo afectivo que el amable Pontífice mantenía con ella y que consideraba aún más acrecentado por haber asumido el ministerio supremo en la Iglesia: ad Petri Cathedram evecti (...). Nos exinde artioribus vinculis illi iuventutis nostrae veluti sacrario devinciri sentimus (cf. AAS 51, 1959, págs. 401-403).

Si me es permitido, quisiera apropiarme ahora de estos emocionados sentimientos y pensamientos para deciros, para aseguraros, hermanos e hijos que me escucháis, el interés vivísimo, hecho de estima, de esperanza, de consideración y de predilección, que yo siento por esta “Alma Mater Studiorum”, tan renombrada y benemérita.

Para gloria de Cristo Señor, para esplendor de su Iglesia, para servicio de la ciencia y de la fe, yo le deseo el continuo, frondoso desarrollo, mientras en prenda de los favores celestes os bendigo de corazón a todos vosotros que sois los protagonistas y los artífices de la vida que late en ella.

 



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