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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL ALCALDE DE ROMA Y A LA JUNTA MUNICIPAL


Lunes 7 de enero de 1980

 

1. Me proporciona alegría esta oportunidad de acogerlo, Sr. Alcalde, en una visita que después del rápido encuentro en la plaza de España hace un mes me brinda ocasión de departir más detenidamente con usted en su calidad de primer ciudadano de Roma. Me alegra asimismo recibirle con sus compañeros de la junta municipal y con una representación selecta de todo el consejo municipal. A usted y a ellos deseo en primer lugar expresar mi agradecimiento y complacencia porque el encontrarnos juntos otra vez al comienzo del año, no sólo responde a la costumbre agradable y muy digna de aprecio de felicitarnos mutuamente, sino que se verifica en nombre y bajo la mirada —por así decir— de una ciudad a la que nosotros todos tenemos el deber de servir, si bien a títulos diferentes, aunque objetivamente convergentes.

2. Es natural, por tanto, que del encuentro entre las personas se pase a la realidad de la Urbe tal y como se presenta a comienzos de los años ochenta dentro del marco más amplia de la realidad nacional e internacional. Conocemos bien la historia de Roma en el entramado de una trayectoria plurisecular que ya desde la edad más antigua la ha visto —quiero sintetizar lo más posible— conquistadora de un imperio, maestra del derecho, centro de irradiación de la fe de Cristo y sede de su Vicario. Pero Roma tiene también un presente y es el de ser una metrópoli moderna y dinámica en creciente desarrollo y caminando legítima y confiadamente hacia el futuro. Y precisamente esta mirada a la "actualidad de la Urbe" es la que nos lleva a descubrir simultáneamente en ella exigencias, necesidades y los problemas consiguientes.

Se trata de problemas comunes a toda comunidad ciudadana en expansión, pero se trata también de los peculiares de una ciudad que tiene ciertas funciones típicas y originales ante Italia y el mundo. Asimismo son problemas cívico-administrativos y, a la vez, del campo moral y espiritual. Solamente enumerarlos nos llevaría ya no poco tiempo; por ello prefiero mencionar sólo algunos para deducir una consideración que llevo muy en el corazón y que vosotros compartiréis conmigo, estoy seguro.

Pienso, por ejemplo, en el problema de la vivienda que produce un estado persistente de malestar, sobre todo en los matrimonios jóvenes que dan vida a nuevas familias, y que si bien se nota más en algunas zonas de la periferia, por desgracia, no es desconocido en los barrios propiamente urbanos y hasta en el mismo centro histórico. Pienso también en el problema de la enseñanza que se traduce (prescindiendo de temáticas más amplias de la pedagogía moderna) en carencia de estructuras y aulas, lo cual no pocas veces impone a profesores y alumnos la necesidad de turnos didácticos fatigosos y en horas inconvenientes. Podría añadir el problema de la juventud con los peligros resultantes de la dificultad de encontrar trabajo, el desempleo, la violencia, la droga, el permisivismo, etc. Y hasta es demasiado fácil hacer notar que en éstos como en otros casos, estamos frente a problemas sociales gravísimos.

Y aquí precisamente quisiera incluir una consideración ya esbozada y que para mí es muy importante. Estos problemas presentan aspectos diversos, pero no siempre se les puede aplicar rígidamente en la práctica distinciones conceptuales, ni tampoco son del todo válidas para resolverlos las medidas legislativas o las intervenciones de orden técnico. ¿El problema de la vivienda, acaso se resuelve sólo construyendo casas, o existe más bien detrás de él o, mejor, anteriormente, una "exigencia humana" legítima, o sea, una situación de verdadera necesidad que reclama intervenir con urgencia? ¿La crisis de la vivienda, no implica quizá o se entrelaza con ciertas situaciones de precariedad e inestabilidad familiar? Y por lo que toca a la enseñanza, no es cuestión sólo de edificios evidentemente, sino de algo mucho más complejo en donde se refleja —-al igual que también en otros sectores— la crisis misma de la sociedad.

Quiero llegar a la conclusión de que al reflexionar sobre los problemas actuales de la Urbe, no es nada fácil determinar la competencia específica de esta o aquella autoridad en cada caso; sino que es necesario admitir un aspecto inseparable o reflejo de orden moral y espiritual, que apela a otras responsabilidades entre las que no es la última la de la Iglesia.

3. Es justamente a nivel ético-religioso donde se descubre la misión que tiene la Iglesia de sensibilizarse y hacerse presente para impulsar y contribuir, en cuanto le sea posible, a la solución de los problemas de Roma arriba mencionados. Por su índole compleja, por su conexión mutua, por la presencia en ellos de elementos que tocan competencias diversas, recuerdan a todos los responsables su deber de colaborar.

Llamado por el Señor a guiar la Iglesia universal y consciente a la vez de que la función de Obispo de Roma es fundamento de aquélla, no puedo dejar de repetir ante vosotros lo que ya he tenido ocasión de declarar otras veces: mi disponibilidad a hacer cuanto esté en mi poder en favor del desarrollo integral de Roma. Las mismas visitas que estoy haciendo de semana en semana a las varías parroquias, a la vez que responden a la intención primaria de tomar parte personalmente en la renovación de una actividad evangelizadora capilar, también se proponen conocer de cerca a personas y organizaciones, fuerzas y posibilidades, y sobre todo las expectativas y problemas tal y como se presentan concretamente en cada una de las zonas urbanas y periféricas. Para mí, venido de lejos, la condición preliminar de tal colaboración es el conocimiento directo y completo, en cuanto me sea posible, de la realidad ciudadana, para poder ofrecerle de este modo la colaboración específica correspondiente a mi función pastoral. Si la solución de estos problemas numerosos es ardua y requiere el esfuerzo de todos, está claro que no se puede pensar —sería una ilusión—en una obra prevalentemente personal, como si ésta pudiera tener poder milagroso. Entra en la naturaleza misma de la colaboración el basarse en la disponibilidad, confianza, lealtad y buena voluntad, dotes morales todas ellas que confirman la idea de que al abordar esos problemas no debe faltar un "suplemento de alma", es decir, carga humana y sensibilidad solícita ante las necesidades y derechos de aquellos a quienes se endereza nuestro servicio.

Hacia estas mismas metas, puedo afirmar que se dirige, además de mi interés, el de toda la Iglesia que está en Roma con las fuerzas vivas de sus sacerdotes, religiosos y seglares generosos dispuestos a tomar parte en el trabajo conjunto. Aplicándose cada uno en la esfera de sus competencias al objetivo de una actuación encaminada al bien verdadero de la comunidad ciudadana que es invisible, podrá ocurrir que comiencen a solucionarse los problemas del presente y se le prepare a Roma un porvenir más seguro al que tiene derecho plenamente.

4. Aprovecho gustoso la ocasión de esta costumbre cristiana ya mencionada de darnos mutuamente las felicitaciones al comienzo del año nuevo, y quiero dar a la misma una doble dimensión. Ante todo deseo presentaros mi felicitación ferviente a cada uno de vosotros, a vuestras personas y a vuestras familias, y también a las actividades de cada uno, para que en los sectores de vuestra competencia realicéis la "parte del bien común" que se os pide.

Extiendo también mi felicitación más cordial a todos los ciudadanos para que el año próximo se consolide y desarrolle entre ellos, con la indispensable ayuda de Dios "dador de todo bien", una concordia activa y fecunda. «Concordia —recordaba el famoso historiador romano— parvae res crescunt, discordia maximae dilabuntur» (Salustio, Bellum Iugurthinum, X, 6). De este modo se asistirá a un nuevo crecimiento de la Urbe según la línea ejemplar de civilización humana y cristiana que distingue inconfundiblemente su perfil. Sobre todos los amados ciudadanos, a quienes se endereza a título directo e inmediato mi ministerio de Obispo, invoco los favores más escogidos del cielo, con una bendición especial.

 



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