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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA CRUZ ROJA ITALIANA


Viernes 20 de junio de 1980

 

Señor presidente:

Mientras le agradezco vivamente sus corteses palabras, expreso mi sincera alegría al dar la bienvenida y saludar a usted y a todos los ilustres componentes del consejo directivo de la Cruz Roja Italiana, aquí reunidos.

Este encuentro me ofrece la ocasión propicia para decir unas palabras de alto aprecio por vuestra institución, tan benemérita. La Cruz Roja, ya universalmente difundida a escala internacional, de hecho nació precisamente en Italia, y vosotros, los aquí presentes, sois los herederos directos de una tradición ya más que secular, dirigida toda ella a aliviar las penas de los que sufren, no sólo en tiempo de guerra, sino también, y más todavía, en tiempo de paz.

¿Cómo no manifestar complacencia por vuestra múltiple actividad, que fundamentalmente es una digna expresión del espíritu evangélico? ¿Cómo no ver en el empeño de generosa dedicación, desplegado por vosotros, una imagen del buen samaritano?

No puedo, por tanto, dejar de animaros con interés a cada uno de vosotros y a todos vuestros colaboradores, para que prosigáis, con siempre renovado impulso, en la realización de esos nobles ideales humanitarios e implícitamente cristianos, que ya fueron propuestos por los fundadores y que constituyen el mejor patrimonio de vuestra específica identidad institucional.

Quiero también expresar mi deseo de que los católicos italianos aprecien siempre, como conviene, vuestra actividad asistencia y la sostengan con su amplio apoyo moral y material. En efecto, atender a los hombres necesitados, especialmente a los que sufren, es algo de altísimo valor, que no sólo cumple un mandato de Jesucristo (cf. Lc 10, 9), sino que se coloca además sobre sus huellas (cf. Mt 8, 16-17); más aún, hace que nos encontremos incluso con El, que ha querido identificarse con aquellos, (cf. ib., 25, 40).

Y a la Cruz Roja Italiana en su conjunto le deseo de corazón que crezca y se consolide cada vez más en su noble función de servicio social; que permanezca siempre fiel a ella con generosidad y competencia, como a una misión; y que pueda constantemente gozar de la aprobación y estima de todos los ciudadanos.

En prenda de las necesarias y copiosas gracias divinas sobre vuestro precioso trabajo y como signo de mi segura benevolencia, imparto la apostólica bendición a toda la organización y en especial a usted, señor presidente, a vosotros, miembros del consejo directivo nacional y a todos cuantos aquí dignamente representáis, a las enfermeras voluntarias, a los voluntarios del socorro, a los pioneros y a los donadores de sangre.

 



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