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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A SU SANTIDAD MAR IGNATIUS YACOUB III,
PATRIARCA SIRIO-ORTODOXO DE ANTIOQUÍA Y DE TODO EL ORIENTE


Miércoles 14 de mayo de 1980

 

Santidad,
queridos hermanos en Cristo:

Con gozo en el Señor os recibo y doy la bienvenida. Es un placer recibir al Pastor supremo y a los distinguidos representantes de una Iglesia que ahonda sus raíces en la comunidad apostólica de Antioquía, donde los primeros seguidores del Señor Jesús resucitado recibieron por primera vez el nombre glorioso de cristianos (cf. Act 11, 26).

Nuestro amor a este mismo Señor resucitado, nuestra devoción a esta fe apostólica y el testimonio cristiano recibido de nuestros padres, es lo que da tan gran significado a nuestra reunión de hoy. Juntos repetimos las inspiradas palabras de Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Juntos confesamos el misterio del Verbo de Dios hecho hombre por nuestra salvación, que es la imagen de Dios invisible, el Primogénito de toda criatura (cf. Col 1, 15), en el que se complació el Padre pacificar todas las cosas (cf. Ef 1, 10). Este es el Señor que proclamamos; éste es el Señor que procuramos servir con fidelidad y verdad; éste es el Señor cuyo Espíritu nos impele a buscar con celo siempre creciente la plenitud de comunión entre nosotros.

Por el bautismo somos uno en el Señor Jesucristo. El sacerdocio y la Eucaristía que compartimos a causa de la sucesión apostólica, nos vinculan todavía más entre nosotros. El mundo en que vivimos y por el que Cristo dio su vida en rescate de muchos, necesita un testimonio cristiano de unidad para poder oír mejor su palabra y responder a su mensaje de amor y reconciliación.

Sí, el suyo es un mensaje o, mejor, llamamiento urgente a la reconciliación de los que llevan su nombre. Durante siglos hemos sido extraños unos de otros; malentendidos y desconfianzas han caracterizado con frecuencia nuestras relaciones. Por la gracia de Dios estamos tratando de superar este pasado.

Hace nueve años Su Santidad y mi venerado predecesor Pablo VI se encontraron en este mismo lugar para dar testimonio claro de su dedicación mutua a esta tarea de reconciliación cristiana. En aquella ocasión vos reconocisteis que la fe que nos proponemos proclamar es la misma, a pesar de que durante siglos surgieron dificultades a causa de haber empleado expresiones teológicas diferentes para expresar nuestra fe en el Verbo de Dios hecho carne y hecho verdaderamente hombre. Con palabras que eran alentadoras y proféticas a la vez, dijisteis conjuntamente: "El período de nuestras recriminaciones y condenas mutuas ha dado paso al deseo de unirse en un sincero esfuerzo para iluminar y, eventualmente, suprimir la carga histórica que todavía grava pesadamente sobre los cristianos" (cf. Declaración conjunta del 27 de octubre de 1971). Estas palabras no quedaron reducidas a mera expresión de buenas intenciones. En el marco de las reuniones "Pro-Oriente", de representantes de las Iglesias católica y ortodoxa oriental, teólogos de ambas Iglesias han investigado y tratado de resolver cuestiones que todavía dan lugar a alguna diferencia entre nosotros y nos impiden la plena comunión canónica y eucarística. Algunos de los ilustres obispos presentes hoy han tomado parte activa en estas conversaciones. Estamos agradecidos a Dios y a todos estos hombres abnegados por el progreso real conseguido.

A nivel de atención pastoral a los emigrantes cristianos de allí, ha habido cooperación provechosa para servir desinteresadamente a quienes, habiendo ido en busca de condiciones de vida mejores en lo material, sienten profunda necesidad de ayuda espiritual en su nuevo ambiente. Quisiera expresar también mi aprecio personal por la delegación que envió Su Santidad con ocasión de mi elección a Obispo de Roma.

A la vez que reconocemos humildemente las bendiciones de Dios sobre nuestros esfuerzos, especialmente en estos últimos nueve años, confiamos en que Dios seguirá favoreciéndonos con su bendición sí permanecemos abiertos a las inspiraciones del Espíritu.

Santidad, nos reunimos a la vuelta precisamente de mi intenso viaje a África, un viaje colmado de experiencias valiosas. No es el momento de extenderme en comentarios sobre estas experiencias. Sin embargo, una cosa está clara. Estoy más convencido que nunca de que el mundo en que vivimos tiene hambre y sed de Dios, anhelo que sólo Cristo puede saciar. Como Pastores de Iglesias que comparten las tradiciones apostólicas, estamos especialmente llamados a continuar la misión apostólica de llevar a Cristo y sus dones de salvación y amor a nuestra generación. Nuestra desunión es obstáculo al cumplimiento de esta misión. Nuestra desunión oscurece la voz del Espíritu que se esfuerza por hablar a la humanidad a través de nuestra voz. Pero nuestra reunión de hoy es signo de nuestro deseo renovado de estar más en armonía con lo que el Espíritu dice a las Iglesias. Alentados por lo que el Señor ha realizado ya en nosotros y a través de nosotros, miramos adelante con esperanza en el futuro, sin minimizar las dificultades, pero poniendo firme nuestra esperanza en Aquel que dijo: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 5).

 

 



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