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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS ALUMNOS DEL COLEGIO EPISCOPAL DE SAN ALEJANDRO


Viernes 23 de mato de 1980

 

Queridos jóvenes del colegio episcopal San Alejandro:

Os agradezco sinceramente esta visita, que me ofrece la ocasión de veros aquí todos juntos y dirigiros unas palabras de afecto y aliento. Agradezco, en particular, a vuestro celoso obispo, mons. Giulio Oggioni, las hermosas y significativas palabras que, interpretando también vuestros sentimientos, ha querido dirigirme. Mi cordial saludo se extiende a vuestros progenitores, a todo el claustro docente y, sobre todo, a vuestro rector, don Achille Sana, por la iniciativa de esta peregrinación romana a la tumba de San Pedro y a la morada de su Sucesor en la Cátedra de Roma.

Vuestra presencia despierta en mi ánimo la estima que siento por Bérgamo, la bella ciudad lombarda de donde venís; me recuerda su historia antigua y reciente, sus arraigadas tradiciones cristianas, sus instituciones culturales —entre las que figura vuestro colegio, con más de un siglo de vida y actividades—, su pueblo fuerte, laborioso y generoso. Pero sobre todo, hace volver a mi mente y a mi corazón la querida y paternal figura de vuestro más grande coterráneo y venerado predecesor mío, el Papa Juan XXIII, el cual, marcando un surco profundo en la vida de la Iglesia de nuestro siglo, ha llenado el mundo entero de su recuerdo, honrando y engrandeciendo así la tierra natal y el genio de su pueblo, además del pontificado romano.

Queridos jóvenes: Como herederos directos de una tradición religiosa tan rica, sed conscientes y merecedores de pertenecer al colegio episcopal San Alejandro, del que han salido hombres ilustres, que han caracterizado tanta parte de vuestra cultura. Sabed apreciar la fortuna que supone el pertenecer a él y considerad la gran ocasión que os ofrece para prepararos a las altas y auténticas experiencias de la vida intelectual y moral. Tened vuestros ojos abiertos y vuestros corazones dispuestos para corresponder a las solicitudes y esperanzas de vuestros superiores, de vuestras familias y de la moderna sociedad, con un empeño escolar y disciplinar serio, sereno y constructivo.

Me gustaría mucho conocer a cada uno de vosotros, saber cuáles son vuestros estudios, cuál es el clima cultural de vuestra escuela y cuál la atmósfera espiritual de vuestra comunidad colegial. Me imagino que será —y así lo deseo— una reciproca comprensión de ánimo, hecha fecunda colaboración entre superiores y alumnos, entre profesores y discípulos; en buena forma, por la intensidad de estudios y de propósitos, por la conciencia de lo que sois y de lo que queréis ser.

Pero sobre todo, os digo: sed jóvenes que saben buscar a Cristo, conocerlo y amarlo. Tened fe en El; sed "fortes in fide", como exhortaba el Apóstol Pedro en su primera Carta (5, 9). La Iglesia quiere de vosotros una fe fuerte, y así la exige el compromiso de vuestra voluntad. Tened el valor de ejercitarla, respirarla y profesarla, no sólo interiormente para experimentar su luz y su dulzura, sino también externamente para expresarla con la palabra, con el cántico, con la conducta cotidiana.

San Pedro, desde su cercano sepulcro os recomienda y os repite hoy, aquí en Roma, en el centro de la cristiandad, la sublime y saludable lección de cómo creer, de cómo superar debilidades y obstáculos y de cómo ser verdaderamente cristianos.

De este modo, vosotros, jóvenes, sabréis santificar también vuestro estudio y hacer de él vuestra pasión; encontraréis la fuerza para superar perezas e hipocresías convencionales, tendréis la capacidad y el gusto de elevaros a la comprensión de los demás y a los problemas de nuestro tiempo, en una actitud de amistad, de laboriosidad y de servicio. Sabréis vivir en vuestro colegio con el espíritu lleno de alegría pura y buena y podréis así hacer mucho bien a la juventud que os rodea. Espero que podáis de ese modo proporcionar a vuestro instituto nuevos méritos, ofrecer a la sociedad una valiosa contribución de salud moral, además de cultural, así como dar' de Cristo un testimonio de incomparable valor, mereciendo ser llamados y ser realmente verdaderos hijos de la Iglesia, fuertes, fíeles y generosos.

Con estos pensamientos y estos votos, invoco sobre cada uno de vosotros la protección de la Virgen Santísima, Sede de la Sabiduría, y de San Alejandro, vuestro celestial patrono, mientras de corazón os imparto la propiciadora bendición apostólica.

 



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