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DISCURSO DE JUAN PABLO II
A LA ORDEN DE LA BIENAVENTURADA
VIRGEN MARÍA DE LA MERCED

Viernes 23 de mayo de 1980

 

Queridos hermanos de la Orden de la Bienaventurada Virgen María de la Merced:

Con profunda alegría comparto con vosotros estos momentos de intimidad, en un encuentro familiar que confío sirva para estrechar aún más los lazos de comunión afectuosa entre vuestro instituto y el Papa.

Sé que estáis reunidos en Roma con motivo del Capítulo general, al que miran con tanta esperanza todos los religiosos de la Orden, comprometidos apostólicamente en 19 países de diversos continentes.

Os agradezco vuestra visita, con la que deseáis manifestarme vuestros sentimientos de fiel adhesión al Magisterio de la Iglesia. En esta oportunidad quiero confirmar la honda estima que nutro hacia vuestra antigua y benemérita Orden, que desde hace más de siete siglos y medio ha ido prodigándose en favor de los miembros más afligidos y oprimidos del Cuerpo místico de Cristo.

La misión que vuestro fundador, San Pedro Nolasco, os confió, en la obra directa de redención y ayuda a los cautivos, y que impregnó toda su actuación apostólica en parroquias, hospitales para pobres, enseñanza y misiones, se halla hoy prolongada en un carisma de servicio a la fe, para proyectar un rayo de esperanza y ofrecer la asistencia de la caridad de Cristo a cuantos se encuentran sometidos a nuevas formas de cautiverio en nuestra sociedad: en centros penitenciarios, en suburbios de pobreza y hambre, en ambientes de droga, en zonas de materialismo en las que se persigue a la Iglesia o se la reduce al silencio, etc.

Se trata de un vasto campo en el que ha de volcarse sin reserva vuestro espíritu religioso y la disponibilidad total a la que os abre la vivencia generosa de los consejos evangélicos y la profesión de vuestro cuarto voto. Esa será la manera de ser fieles hoy a vuestro carisma, en la línea trazada por San Pedro Nolasco y recogida ya en las primitivas constituciones de 1272.

No cabe duda de que se un exigente compromiso eclesial al que os invita vuestra vocación. Para mantener viva esa entrega, es necesario que seáis almas de profunda vida interior y que renovéis vuestras fuerzas en el contacto con el Modelo de toda perfección: Cristo Jesús, Buen Pastor y Salvador. Por ello os repito a vosotros: “Vuestras casas deben ser sobre todo centros de oración, de recogimiento, de diálogo —personal y comunitario— con Aquel que es y debe ser el primero y principal interlocutor en la sucesión laboriosa de las horas de cada jornada vuestra”  (Discurso a los superiores generales religiosos, 24 de noviembre de 1978). En esa escuela sublime el religioso apagará la sed de Dios que debe ser una característica en su vida (cf. Sal 63, 1-2) y se llenará de ese amor grande que da sentido nuevo a la propia existencia (cf. Redemptor hominis, 10).

Hablando a religiosos cuyo fundador puso tanto empeño en la devoción a la Madre de Dios y nuestra, no puedo menos de exhortaros a mantener y profundizar ese gran amor mariano que es una nota peculiar de vuestra Orden. Tomad de la “Madre de la Misericordia” y “Consuelo de los afligidos” el ejemplo e inspiración en cada instante. Ella os guiará a su Hijo y os enseñará el valor de cada alma, a la que prodigar celosamente el cuidado de vuestro ministerio.

Alentándoos en vuestros propósitos, os reitero mi confianza, pido por vosotros e imparto a cada uno de los miembros de vuestra Orden mi especial bendición.

 



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