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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Jueves 29 de mayo de 1980

Venerados y queridos obispos de Italia:

1. Estoy muy contento de encontrarme nuevamente entre vosotros, hermano entre hermanos, en el curso de esta 17 asamblea general de la Conferencia Episcopal Italiana. Es verdad que la inminencia de mi peregrinación a París y Lisieux, y las tareas de estos días, sólo me permiten estar entre vosotros una vez, a diferencia del año pasado. Pero supla la intensidad del afecto a la escasez del tiempo. Y mientras tanto os manifiesto toda mi alegría y el consuelo que experimento al encontrarme con vosotros en esta circunstancia privilegiada de la actividad anual, colegialmente planteada y realizada, de vuestra Conferencia; os manifiesto la participación espiritual que he tomado en la preparación y desarrollo de esta asamblea, y el interés con que leeré, a mi regreso de Francia, las conclusiones dé estas jornadas de estudio. Sobre todo estoy cercano a vosotros en la oración: si, como ha dicho estupendamente Clemente Alejandrino, «la Iglesia tiene una sola respiración en torno al altar» (Strom. VII, 6), nosotros nos encontramos continuamente unidos, respirando juntos en la celebración eucarística de cada día: «quoniam unus panis, unum corpus, multi sumus, omnes qui de uno pane participamus» (1 Cor 10, 17). Es un momento privilegiado, una experiencia de comunión, la de esta tarde, que nos permite experimentar más a fondo la realidad de donación y de servicio de nuestro episcopado en favor de la Iglesia de Dios que está en Italia, y que el Espíritu Santo nos ha dado en suerte, a vosotros y a mí, para regirla y santificarla.

2. «Somos los obispos de esta Iglesia», os decía el 15 de mayo del año pasado, en la homilía de la concelebración en la Capilla Sixtina (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 27 de mayo de 1979, pág. 9). Sí, hermanos, somos los obispos de la Iglesia en Italia, hemos recibido de Dios esta enorme, exaltante responsabilidad: vosotros, que habéis sido agregados a los sucesores del Colegio Apostólico para ser los guías espirituales, los maestros, los «sacerdotes» de ese pueblo italiano, al que pertenecéis por nacimiento, por forma de mentalidad y de educación, por cultura humana y eclesial, y del que habéis sido sacados para el cumplimiento de vuestra misión; y yo que, aun proviniendo de otra nación, he sido hecho, por inescrutable disposición divina, Obispo de Roma, Sucesor de Pedro en la Sede romana, recibiendo así ese Primado, en virtud del cual precisamente tengo el mandato de Vicario de Cristo y de Pastor de la Iglesia universal, sin olvidar por esto las particularísimas solicitudes, los vínculos y los compromisos que exige la atención de mi diócesis de Roma.

Obispos de la Iglesia en Italia, vosotros y yo. Por tanto, a nosotros nos ha confiado directamente Dios el cuidado pastoral de un pueblo, cuya historia civil y religiosa, conocida de todos, ha estado siempre inseparablemente entrelazada y unida a la de la Santa Sede, en relaciones únicas que la distinguen de las vicisitudes históricas de cualquier otro país; un pueblo, sobre todo, cuya alma religiosa, cuya profunda matriz católica ha inspirado y marcado por sí, indudablemente, las manifestaciones de la vida cotidiana, las formas de la piedad, la convivencia familiar y civil, el nacimiento de las instituciones caritativas, como las expresiones más altas de la arquitectura religiosa, de las artes figurativas e incluso de la literatura.

Todavía tengo ante los ojos, y los conservaré esculpidos para siempre en el corazón, los espectáculos de fe auténtica, de recogida piedad litúrgica, de genuina cordialidad humana que, desde los comienzos de mi pontificado, me ha ofrecido este pueblo italiano, en esos encuentros riquísimos de fervor y de alegría, que he tenido hasta ahora —¡y ha sido una gran gracia!— en varias ciudades y santuarios italianos: Asís, Montecassino, Canale d'Agordo y Belluno, Treviso, Nettuno, Loreto y Ancona, Pomezia, Pompeya y Nápoles, Nursia, Turín, son otras tantas imágenes de Iglesia, de pueblo, de instituciones, de personas individuales, que me han hablado todas de la bondad y de la fe del pueblo italiano y, mejor que toda definición oral, dan testimonio con eficacia extraordinaria del animus religioso de vuestros fieles; ni puedo pasar por alto el hecho de que gran número de los participantes en las audiencias semanales del miércoles proviene de las diócesis de Italia —de vuestras diócesis—, igual que otras desbordantes peregrinaciones que recibo en el curso del año, favorecidas ciertamente por la cercanía geográfica en relación con otras naciones, pero siempre tan indicativas de la convicción de fe católica que late en las poblaciones de las distintas regiones italianas. ¿Y qué debería decir de los encuentros ya habituales con las parroquias de mi diócesis, aquí en Roma?

El hecho de provenir de otro país, cuyas tradiciones religiosas son tan vivas, aun cuando en una situación tan diversa de historia, cultura y fisonomía sicológica, me hace descubrir cada día más y apreciar con mucha mayor emoción la riqueza, antigua y nueva, de la vida cristiana en este país, elegido por las vías inefables de Dios para albergar en su centro la Sede de Pedro, para custodiar las reliquias de los Apóstoles, para difundir en el mundo la palabra liberadora del Evangelio.

Todo esto debe infundir, en vosotros y en mí, sentimientos, que se renuevan cada día, de gratitud a Dios por habernos hallado dignos, a pesar de nuestras limitaciones, de ser constituidos Pastores en medio de este pueblo; todo esto debe inspirarnos una gran confianza, una profunda alegría, un creciente ánimo para proseguir sin vacilaciones nuestra misión, buscando siempre nuevas aperturas, nuevas posibilidades, nuevos modos de acción; por tanto, esto debe suscitar propósitos de compromiso que jamás se cansen ni remitan al hacer frente a nuestra tarea, que es una tarea de robustecimiento de la fe en un momento de transición y de crisis; y debe darnos cada vez mayor claridad de miras y organización de planos pastorales para responder a nuestra vocación, que es la de «hacer las veces del mismo Cristo Maestro, Pastor y Pontífice, y actuar en persona de Ël», como ha dicho el Vaticano II (cf. Lumen gentium, 21). ¡No tengamos miedo! El Señor está con nosotros para darnos valentía y, con san Pablo, podemos decir: «omnia possum in eo qui me confortat» (Flp 4, 13). La innegable, magnífica realidad eclesial en la cual y para la cual trabajamos, infunde gran esperanza, especialmente para el futuro.

3. En la visual de nuestro ministerio, colocada concretamente en su situación histórica, quisiera proponer a vuestra atención, venerados hermanos míos en el Episcopado, algunos puntos que me parecen más significativos e importantes para el desarrollo de vuestro apostolado en las necesidades del momento presente, más aún, en el marco general de la vida de la Iglesia italiana.

Ante todo el problema de una justa y bien entendida autonomía de la Conferencia Episcopal, para la definición y ejecución de las propias tareas pastorales. Este es un problema característico de Italia, ya que puede parecer que los vínculos particulares, mediante los cuales ha estado y está en relación con el pontificado y con la Sede Apostólica, hayan hecho, o hagan, a veces, sombra a la Conferencia Episcopal misma. Para disipar, pues, el equívoco, que quizá pueda ser explicado históricamente, pero que falsearía en el fondo la realidad de dichas relaciones, es necesario que la Conferencia Episcopal, consciente de la propia actividad y de la propia autonomía, sepa hacer revivir plenamente la tradición colegial, vigente en la Iglesia desde la más remota antigüedad. Por lo demás, el Concilio Vaticano II ha subrayado con nuevo vigor que las Conferencias Episcopales, vistas en la colegialidad vigente en la «catolicidad de la Iglesia indivisa..., pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga uña aplicación concreta» (Lumen gentium, 25).

Por lo tanto, vosotros sois los responsables, y debéis serlo de manera cada vez más consciente e incisiva, de la Iglesia que está en Italia: independientemente del hecho de que el Papa sea o no sea de origen italiano —pero teniendo en cuenta, evidentemente, que es Obispo de Roma y Primado de Italia—, la Conferencia Episcopal debe proceder de manera cada vez más orgánica y segura en la asunción de las responsabilidades propias, para la valoración de todas las fuerzas presentes en la comunidad eclesial en Italia, de cara a toda la nación, en la que la Conferencia misma debe existir y trabajar, ser y actuar.

El cuadro que ofrece Italia es el de un país esencialmente católico en su estrato profundo, pero que en la superficie ha debido hacer frente a los ataques que, desde los frentes opuestos del laicismo y del materialismo —según las directrices que analicé en mi discurso a la ciudad de Turín—, han inferido graves daños a la vida espiritual de la nación: pensemos en la desacralización en marcha, con reflejos pavorosos sobre el plano de la vida familiar y de la moralidad pública y privada, y con la difusión de modelos de conducta reprobables, que han incidido profundamente en las formas de la vida individual y asociada. No es el caso de analizar ahora cumplidamente el fenómeno (aborto, droga, pornografía, delincuencia juvenil, permisivismo en todas sus formas de persuasión, cubierta y oculta, etc.). Pero esto plantea a la vida pastoral horizontes antes jamás explorados, e interrogantes dramáticos e improrrogables.

En este contraste innegable de posiciones radicalmente opuestas —sanidad de tradiciones católicas que deben hacer frente a la secularización—, la Conferencia Episcopal Italiana tiene el deber de asumir autónomamente todas sus propias responsabilidades, para favorecer la afirmación de los sanos valores que constituyen el honor genuino del pueblo italiano, y oponerse a los peligros que tratan de corroerlos interiormente, en una unidad de acción y de programas sobre la pastoral de conjunto que, oportunamente graduada y adaptada a las exigencias de cada una de las Iglesias locales, pueda llevar adelante, con alegría y decisión, el «opus ministerii» al que habéis sido llamados. La unidad entre los obispos no es sólo la primera garantía para el éxito de la propia actividad, sino que es también fuente de ánimo, de optimismo, de confianza.

4. La cohesión de las fuerzas en el ámbito de la legítima y fructuosa autonomía debe garantizar, dentro de la nación en que trabaja la Conferencia Episcopal, ese prestigio, esa incidencia, esa credibilidad que son necesarios para la eficacia de la acción pastoral en favor del pueblo. Este es el segundo aspecto que me parece merecer una particular atención en esta sede. Esto es, hay que tener siempre presente que los obispos son una representación legítima y calificada del pueblo italiano, son una fuerza social, que posee una responsabilidad en la vida de toda la nación. La Iglesia no vive desarraigada de las condiciones en que se halla, no es una abstracción, no es un símbolo. La Constitución pastoral Gaudium et spes ha subrayado, desde el principio, que «es deber permanente de la Iglesia escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones, y su índole frecuentemente dramática» (núm. 4).

Esto quiere decir que en un país católico como Italia, pero inmerso a veces y amenazado por una atmósfera hostil, a causa de lo cual la Iglesia corre el peligro de encontrarse en un complejo de inferioridad e incluso de sufrir, en cierto modo, condiciones de injusticia y discriminación, los obispos deben hacerse presentes, a todos los niveles, en el contexto de la vida italiana, ser efectivamente los animadores activos y conscientes de las fuerzas que representan, formar su centro de cohesión, la enseña de identidad, el punto de referencia.

La Iglesia, en sus obispos, en sus sacerdotes, en su laicado más generoso, debe saber juzgar qué posibilidades concretas tiene para el bien de la comunidad y, consciente de la propia fuerza, hallar siempre nuevos campos a los que lanzarse para corresponder al mandato de Cristo: «vos estis sal terrae..., vos estis lux mundi» (Mt 5, 13 s.). En su historia milenaria, la Iglesia nunca ha estado escasa de ideas para excogitar y realizar obras requeridas por los tiempos, recurriendo al propio potencial inmenso de energías, consagradas a Dios y a las almas. Ha sido siempre como una gran «donadora de sangre», que ha provisto siempre al recambio de energías y de iniciativas, en un mundo que siempre ha esperado urgentemente su presencia en todos los campos. Y si hoy, la asunción de determinadas tareas por parte del Estado ha subintrado en campos que, en otra época, eran objeto de atención casi exclusiva de la Iglesia, no faltan ciertamente tampoco hoy —y la experiencia lo demuestra bien— los espacios de caridad y de impulso generoso para llegar allí donde no llegan otras fuerzas. En la actual sociedad pluralista tiene mayor esfera de acción quien sabe asumir, con empeño y continuidad, responsabilidades mayores en favor de los hermanos. ¡Esto debe valer mucho más para la Iglesia!

Esta, sin embargo, mientras actúa con iniciativas propias, no puede eximirse, frente a los fieles y a toda la sociedad, de manifestar, cuando sea necesario, la propia valoración sobre problemas de naturaleza ética, que incidan en el sentido de la vida personal y comunitaria.

Es necesario, pues, ir adelante, sin temor, proponiendo a nuestras comunidades los puntos programáticos de una visión cristiana y católica de la vida terrena, según el Evangelio, y de una acción consecuente con ella, proveyendo a las necesidades más urgentes que esto nos exige a los Pastores.

5. Y una de las primeras responsabilidades del momento presente es la de la catequesis. Este ha sido siempre un deber fundamental de la Iglesia, y lo es sobre todo hoy, puesto que, por varios motivos, se notan graves carencias en la formación religiosa y moral del laicado, especialmente del comprometido a nivel profesional y social.

Pero, al mismo tiempo, hay un despertar, favorecido e incrementado por la Conferencia Episcopal Italiana, que en estos años ha procedido a un serio trabajo de estudio y programación catequística, incluso con la edición de nuevos textos apropiados: y también estos textos son, a escala nacional, los frutos de la atención que el Episcopado de la Iglesia universal ha dado al problema, especialmente en los tratados específicos dedicados al tema de la catequesis en la III y IV Asamblea General del Synodus Episcoporum.

Pero es necesario proceder, con. solicitud incansable, a la actualización de esa que, con la función de santificar y apacentar al Pueblo de Dios, es nuestra misión específica: la enseñanza de la sana doctrina. Son de gran actualidad las palabras de San Pablo: «Praedica verbum, insta opportune, importune, argue, obsecra, increpa in omni patientia et doctrina. Erit enim tempus, cum sanam doctrinam non sustinebunt, sed ad sua desideria coacervabunt sibi magistros prudentes auribus... Tu vero vigila, in omnibus labora, opus fac evangelistae» (2 Tim 4, 2-3. 5). Nuestra ordenación episcopal nos obliga particularmente a anunciar, con todo el empeño de nuestra vida, ese Evangelio que entonces se nos puso sobre la cabeza: y esto debe recordarnos que estamos consagrados, hasta el último aliento, a su proclamación, para que nuestros fieles vivan de él y se dejen guiar por su luz en todos sus comportamientos, generales y específicos, de la vida personal, familiar, profesional, social.

En mi Exhortación Apostólica Catechesi tradendae, al subrayar el primado de esta obra evangelizadora, y al desear a todos los responsables «el valor, la esperanza, el entusiasmo» necesarios para esto, me he dirigido de modo particular a los hermanos obispos, y me he permitido recordarles que «¡la solicitud por promover una catequesis activa y eficaz no ceda en nada a cualquier otra preocupación! Esta solicitud os llevará a transmitir personalmente a vuestros fieles la doctrina de vida. Pero debe llevaros también a haceros cargo en vuestras diócesis, en conformidad con los planes de la Conferencia Episcopal a la que pertenecéis, de la alta dirección de la catequesis, rodeándoos de colaboradores competentes y dignos de confianza. Vuestro cometido principal consistirá en suscitar y mantener en vuestras Iglesias una verdadera mística de la catequesis, pero una mística que se encarne en una organización adecuada y eficaz, valiéndoos de las personas, de los medios e instrumentos, así como de los recursos necesarios. Tened la seguridad de que, si funciona bien la catequesis en las Iglesias locales, todo el resto resulta más fácil» (62-63; AAS 71, 1979, páginas 1328 y s.).

Que, también en esto, el Episcopado italiano esté ejemplarmente comprometido, continuando esas tradiciones de enseñanza, de catequesis orgánica y capilar, que estuvieron en el origen de la floración espiritual de vuestras diócesis, y que deben continuar, y más aún ser incrementadas; efectivamente, la vida diocesana debe estar a la altura de los problemas de hoy, y de la situación de crisis y de duda, que pone a los católicos frente al deber de profundizar cada vez más la propia fe, y de dar razón de ella, con ardor de convicción y fuerza de persuasión, ante un mundo que tiene siempre también una gran nostalgia de las cosas de Dios.

6. Ahora, una palabra sobre el tema prioritario de la asamblea general, elegido como preparación al próximo Sínodo de los Obispos: el tema tan importante y urgente de las «Incumbencias de la familia cristiana en el mundo actual». Si he llamado vuestra sensibilidad sobre la particular responsabilidad de la catequesis, es precisamente porque ella encuentra en la familia el primer banco de prueba, la destinación principal, y el terreno más propicio. Por lo demás, he visto con satisfacción que, entre las partes en que se articula el documento de trabajo de vuestra reunión, está precisamente «el deber primario de la evangelización», además de los de la situación social y cultural de hoy en relación con la familia, y de las tareas de promoción humana y social, que a ella le corresponden. Al privilegiar, en el ámbito de la familia, la temática de la evangelización, habéis dado en el blanco, y habéis demostrado así que la misión magisterial de la Iglesia debe dirigirse de modo particular a las familias, y a todos sus miembros, para que ellos, a su vez, estén en disposición de corresponder con plena conciencia y madurez de formación a esa participación en la función profética de Cristo, que el Concilio Vaticano II ha propuesto como definición específica de los deberes del laicado católico, en su testimonio cristiano (cf. Lumen gentium, 35; Apostolicam actuositatem, 2).

Pablo VI puso de relieve, con acentos inolvidables, esta característica propia de la familia, que consiste en la acción evangelizadora. La familia, escribió mi predecesor en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, «ha merecido muy bien, en los diferentes momentos de la historia de la Iglesia, la bella definición de "Iglesia doméstica", ratificada por el Concilio Vaticano II. Esto significa que, en cada familia cristiana, deberían reflejarse los diversos aspectos de la Iglesia entera. Por otra parte, la familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia. Dentro, pues, de una familia consciente de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden recibir a su vez de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido. Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive» (71; AAS 68, 1976, págs. 60 s.). Continuando en esta clara línea de pensamiento, yo mismo he recalcado después esta verdad, tan grande y bella, en el documento ya citado; y he añadido que «la catequesis familiar... precede, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis» (Catechesi tradendae, 68; AAS 71, 1979, pág. 1334).

7. Bien se puede decir, pues, que la familia, entendida como locus privilegiado de la catequesis, puede ofrecer a vuestros debates y trabajos como el centro focal para que el desarrollo y la discusión general tengan su unidad interior y lógica. Efectivamente, en una recta concepción de las funciones de la comunidad familiar, entendida como «ambiente de fe» —donde los padres ejercitan, con la ayuda de la gracia sacramental del matrimonio, y en su función de testigos de Cristo, asumida ya en el sacramento de la confirmación, su deber más importante—, se aseguran la presencia y la continuidad de los más grandes valores en el plano humano y cristiano: la educación de los hijos; su «provocación» constante a un estilo coherente de vida, mediante el ejemplo y la palabra; la garantía y la defensa de una sanidad moral, que desde el ámbito familiar se convierte en un bien común y general de toda la sociedad; la reacción contra los gérmenes de disgregación ideológica y moral, de los que se convierte en portador nefasto el ambiente permisivo de hoy ante los adolescentes y los jóvenes; la disponibilidad a acoger la vida y a convertirse en apóstoles del amor a la vida.

De estas sencillas alusiones resalta de modo evidente la necesidad de restituir a la familia, en su conjunto, esa atención primaria que le es debida en el marco de la atención pastoral. ¡Es urgente una pastoral de la familia!

Quizá, y por motivos plausibles, ha habido a veces un excesivo fraccionamiento, se han creado demasiadas divisiones por sectores en la pastoral de conjunto, enfocando la atención en la edad, en clases sociales, en diversos campos, que ciertamente merecen atención, pero que han hecho perder de vista —o al menos disminuir en el debido interés— el cuidado que se debe a la familia globalmente. De ello se ha seguido una dispersión de energías, y quizá no se han obtenido los resultados adecuados al esfuerzo empleado; y el núcleo de la unidad familiar, que hay que considerar sagrado en todos sus componentes, como nos lo atestiguan las páginas de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, ha sufrido con esto resultados que comienzan a sentirse. Piénsese, por ejemplo, en la pastoral de la pareja, en el marco de las dificultades que hoy experimenta, tanto por la fuerza del choque con ideologías anticristianas, del hedonismo, de la evasión, como también por las limitaciones que plantean la sociedad de consumo y la coyuntura económica, con gravísimas consecuencias personales y sociales (individualismo, huida de las responsabilidades, limitación de la natalidad, inestabilidad afectiva, dificultad para asumir un vínculo institucional). Piénsese también, por poner otro ejemplo, en el enorme potencial humano —de sabiduría, de experiencia, de consuelo, de ayuda— que representan los ancianos, hoy por desgracia marginados por la inexorable ley de la productividad, pero a quienes la Iglesia no puede, y no debe olvidar en su acción cotidiana.

Cada diócesis no puede prescindir de considerar a fondo todos los problemas vinculados con la vida familiar, teniendo siempre bien presente, como ha dicho el Concilio Vaticano II, que «la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad» (Gaudium et spes, 52). Y esta realidad exige una atención pastoral de primer orden.

Mirando siempre a la función evangelizadora de la familia, tampoco puede olvidar esa acción de promoción vocacional, que debe estar en la base de vuestros esfuerzos pastorales: efectivamente, sólo ele la acción conjunta de la Iglesia y de la familia pueden nacer las condiciones favorables para que los jóvenes acojan más fácilmente la voz de Cristo que llama a dedicarse a Él y a las almas.

8. ¡Los jóvenes! Me falta tiempo para dedicar el discurso a los varios sectores a los que se dirige vuestra atención en estos días. Pero no puedo omitir al menos una palabra precisamente al problema de la juventud, que requiere de vosotros, Pastores, los cuidados más asiduos y generosos. ¡Pensad en ellos! Ciertamente no se pueden olvidar las otras edades, en el conjunto de una pastoral diligente y definitiva. Pero los jóvenes deben atraer antes que nadie la atención, incluso porque el madurar de las generaciones es cada vez más rápido, y se corre el riesgo de llegar perennemente con retraso, si no se orientan todos los esfuerzos a la formación global de los estratos juveniles que, incesantemente, se asoman a la sociedad humana y eclesial, y quieren ocupar en ellas su lugar de presencia y responsabilidad.

Atendedlos con vuestros mejores sacerdotes, no dejéis que las formas de asociación, en las que les gusta organizarse, sean fuegos fatuos que se extinguen enseguida, desperdiciando energía preciosas, ni mucho menos que se desarrollen al margen de la Iglesia o, Dios no lo quiera, en contraposición con ella. Con respeto a las legítimas forma pluralistas de asociación, de espiritualidad, de apostolado, sabed encauzar rectamente las energías extraordinarias de la juventud de hoy, que aún sabe mirar a la Iglesia como a la auténtica forma de vida donde está la garantía, encontrand a Cristo, de gastarse generosamente por «algo que vale».

Encomiendo a cada uno de vosotros la pastoral juvenil como el punto más precioso del propio ministerio.

9. Venerados y queridos hermanos obispos de Italia:

Al dejar a vuestra reflexión los puntos que me he permitido exponeros sencillamente en este coloquio familiar, me es muy grato atestiguaros de nuevo mi estima profunda, y manifestaros también todo mi ánimo para la delicada y apremiante obra, a la que habéis sido enviados por el Espíritu Santo.

Estoy muy cercano a vosotros en las dificultades, y sobre todo en el trabajo apostólico: todos juntos estamos comprometidos en la santificación, en el magisterio y en la guía del Pueblo de Dios. Nuestras débiles fuerzas humanas nada podrían sin la ayuda, sin la presencia de Cristo. Él es nuestro modelo, nuestro estímulo, nuestra fuerza. Como Él se entregó hasta la muerte por la humanidad, así nosotros, elegidos por Él sin mérito alguno nuestro, como Pedro, como Pablo, como Andrés, como todos los Apóstoles, sigámosle, con ellos y como ellos, hasta el fin de las fuerzas, para realizar la obra del Padre: «Me oportet operari opera Eius, qui misit me, donec dies est» (Jn 9, 4). ¡Sí, hermanos queridísimos, trabajemos mientras tengamos fuerzas, mientras es de día!

La Virgen Santísima, Madre de la Iglesia, Reina de los Apóstoles, está junto a nosotros, como lo estaba en los días de Pentecostés, fortaleciendo la valentía y el gozo en el corazón de esos hombres, que se preparaban para evangelizar el mundo, según el mandato de Cristo. Ella no abandonará a ninguno de nosotros. Y con los ojos fijos en ese Cenáculo, del que partieron los Apóstoles, os encomiendo, uno por uno, a Ella, y con mucho afecto os bendigo a todos, juntamente con vuestras queridísimas diócesis.

 



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