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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA Y A TODA LA NACIÓN


Plaza de la Concordia, París
Viernes 30 de mayo de 1980

 

Señor Presidente:

Me siento realmente impresionado por las palabras que acaba usted de dirigirme, al encontrarme bajo el sol de Francia. Se lo agradezco vivamente. Lo ha hecho personalmente y lo ha hecho también en nombre del pueblo francés, al cual, a través de su persona, querría dirigir mi primer mensaje.

1. ¡Alabado sea Jesucristo! Sí; con estas palabras llenas de fervor y acción de gracias quise, ya la tarde de mi elección como Obispo de Roma y Pastor universal, inaugurar mi ministerio de predicación del Evangelio. Este saludo lo dirigí en primer lugar a mis diocesanos de las orillas del Tíber, que acababan de serme confiados para guiarlos según los designios de la Divina Providencia. Lo he llevado también, luego, a otros pueblos, a otras Iglesias locales, con todo el contenido de estima, de solicitud pastoral y también de esperanza que lleva consigo.

Y ese mismo saludo vengo a traer ahora a Francia, con todo mi corazón, con todo mi afecto, diciéndole: me siento profundamente feliz por visitarte durante estos días y manifestarte mi deseo de servirte en cada uno de tus hijos. Él mensaje que quiero ofreceros es un mensaje de paz, de confianza, de amor y de fe. De fe en Dios, ciertamente, pero también, si puedo decirlo así, de fe en el hombre, de fe en las maravillosas posibilidades que le han sido dadas, para que las use con acierto y pensando en el bien común, para gloria del Creador.

A todos los hijos y a todas las hijas de esta gran nación, a todos, les ofrece el Papa sus votos más cordiales, en nombre del Señor. Francia es símbolo, para el mundo, de un país con una historia muy antigua y también muy densa. Un país con un patrimonio artístico y cultural incomparable, cuya irradiación es indescriptible. ¡Cuántos pueblos se han beneficiado del genio francés que ha marcado sus propias raíces y constituye todavía para ellos un motivo de orgullo y, al mismo tiempo, podríamos decir que una especie de punto de referencia! Francia sigue cumpliendo su papel en la comunidad internacional a su propio nivel, pero con espíritu de apertura y con la preocupación de aportar simultáneamente una contribución a los principales problemas internacionales y a las situaciones de las zonas menos favorecidas. En el transcurso de mis precedentes viajes, he podido comprobar el lugar que Francia ocupa bajo otros cielos. Pero más que a los medios puestos en práctica, forzosamente limitados, es a su pueblo a quien debe ese lugar, a los hombres y a las mujeres herederos de su civilización.

2. A esos hombres y a esas mujeres, alma de Francia, encontraré aquí estos días. ¿Cómo no voy a estar impresionado por la acogida que me habéis dispensado aquí en vuestra capital? Muchos de entre vosotros me han escrito antes de esta visita y sois muy numerosos los que esta tarde me dais la bienvenida. Lamentablemente no puedo daros las gracias a cada uno en particular, ni estrechar todas las manos que querríais tenderme. Pero ante vosotros, los representantes de la soberanía nacional, quisiera testimoniar mi viva gratitud.

Dígnese, usted, por tanto, Señor Presidente —a quien sus compatriotas eligieron para asumir la más alta responsabilidad del Estado—, aceptar el homenaje reconocido que expreso a todo el pueblo francés. Y añadiré también mis sentimientos de satisfacción por la disponibilidad extrema de que han dado prueba, tanto usted personalmente, como el Señor Primer Ministro y el Gobierno, desde que fue dado a conocer mi proyecto.

Desde el primer momento, habéis comprendido la naturaleza propia de este viaje: un viaje pastoral, ante todo, para visitar y estimular a los católicos de Francia; un viaje que quiere también expresar mi estima y amistad por toda la población; y aquí pienso especialmente en los miembros de otras Confesiones cristianas, de la comunidad judaica y de la religión islámica. Mi deseo era que este viaje pudiera realizarse con toda sencillez y dignidad, teniendo también, en cuanto fuera posible, contactos y encuentros. Habéis prestado todo vuestro concurso para la realización del programa, y yo me doy también perfecta cuenta de que ha habido una preparación minuciosa. Pienso, por último, en las personas a las que estos acontecimientos les han supuesto un aumento de trabajo. Todo esto forma parte de la hospitalidad, una virtud de la que Francia puede sentirse honrada, con justo motivo. Verdaderamente, a todos tengo que dar mis más cordiales gracias.

3. Os saludo muy especialmente a vosotros, queridos católicos de Francia, mis hermanos y mis hermanas en Cristo, mis amigos. Me habéis invitado a comprobar, quince siglos después de haber recibido vuestra nación el bautismo, que la fe sigue aquí siempre viva, joven, dinámica, que jamás falta la generosidad entre vosotros. Ello se traduce, por ejemplo, en la gran floración de iniciativas, de estudios, de reflexiones. Debéis, en efecto, afrontar problemas muchas veces nuevos o, al menos, nuevas problemáticas. El contexto en que vivís evoluciona rápidamente, en función de las mutaciones culturales y sociales que no dejan de influir progresivamente sobre las costumbres, sobre las mentalidades. Una multitud de interrogantes se plantean ante vosotros. ¿Qué hacer? ¿Cómo responder a las necesidades fundamentales del hombre contemporáneo, que revelan, a fin de cuentas, una inmensa necesidad de Dios?

En unión con vuestros obispos y, en particular, con el querido cardenal arzobispo de París y el Presidente de la Conferencia Episcopal Francesa, he venido a alentaros en el camino del Evangelio, un camino estrecho, ciertamente, pero un camino real, seguro, experimentado por generaciones de cristianos, seguido por los santos y bienaventurados que honran a vuestra patria; el camino por el cual, al igual que vosotros, se esfuerzan en andar vuestros hermanos de la Iglesia Universal. Ese camino no transige con el adocenamiento, las renuncias o los abandonos. No se realiza volviendo la espalda al sentido moral, y sería de desear que la misma ley civil ayudara a la elevación del hombre. Es un camino que no pretende soterrarse ni permanecer oculto, sino que exige, por el contrario, la audaz alegría de los Apóstoles. Desconoce la cobardía mostrándose, al mismo tiempo, perfectamente respetuoso con quienes no comparten su mismo ideal. En efecto, si la Iglesia reivindica para sí misma la libertad religiosa y si tiene múltiples motivos para felicitarse por gozar de ella en Francia, es lógico que respete también las convicciones de los demás. Pide, por su parte, que se le permita vivir, dar público testimonio y dirigirse a las conciencias.

"Reconoce, oh cristiano, tu dignidad", decía el gran Papa San León. Y yo, indigno sucesor suyo, os digo a vosotros, mis hermanos y hermanas" católicos de Francia: ¡Reconoced vuestra dignidad! ¡Sentíos orgullosos de vuestra fe, del don del Espíritu que el Padre os hace! Yo vengo entre vosotros como un pobre, con la única riqueza de la fe, peregrino del Evangelio. Dad a la Iglesia y al mundo el ejemplo de vuestra fidelidad sin fallo y de vuestro celo misionero. Mi visita entre vosotros quiere ser, al mismo tiempo que un testimonio de solidaridad con vuestros Pastores, un llamamiento hacia un nuevo impulso de cara a las numerosas tareas que habéis de realizar.

Me doy cuenta de que, en el fondo de vuestros corazones, entendéis esta exhortación. La dirijo, desde el momento de mi llegada al suelo de Francia, a todos los que me escuchen, y tendré ocasión de repetirla estos días en mis encuentros con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos comprometidos en el apostolado; y también al encontrarme con el mundo del trabajo, el de los jóvenes, el de los hombres de pensamiento y ciencia. Un momento especialísimo, a este respecto, estará reservado a la UNESCO, que tiene su sede en vuestra capital: me ha parecido, en efecto, muy importante aceptar su cortés invitación para saludar al areópago excepcional, de testigos de la cultura de nuestro tiempo y aportar el propio testimonio de la Iglesia.

Conviene acabar aquí este primer contacto. Voy ahora a la basílica de Notre Dame, la Madre de las iglesias de esta diócesis y uno de los más venerables edificios religiosos de esta nación.. Quiero confiar allí al Señor y a la Virgen Santísima los deseos que formulo pensando en todo el pueblo francés. ¡Que Dios bendiga a Francia!

 



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