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VISITA PASTORAL A OTRANTO

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, CLERO Y RELIGIOSAS DE PULLA


Domingo 5 de octubre de 1980

 

Venerables hermanos en el Episcopado,
carísimos sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas
de esta querida archidiócesis y de toda la región pullesa:

1. Hay una frase del Apóstol San Pablo, en la que se expresan bien los sentimientos que surgían en mi alma cuando pensaba en este encuentro y que ahora llenan mi corazón al ver vuestros rostros y sentir vuestras voces: "Siempre que me acuerdo de vosotros doy gracias a mi Dios, siempre en todas mis oraciones, pidiendo con gozo por vosotros; a causa de vuestra comunión en el Evangelio desde el primer día hasta ahora. Tengo la confianza de que el que comenzó en vosotros la buena obra, la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús" (Flp 1, 3-6).

Sí, hermanos e hijos carísimos, doy gracias ante todo a Dios por cuanto El está realizando en vuestras vidas, mediante la acción discreta y sabia de su Espíritu; y os doy gracias también a todos vosotros, por la disponibilidad generosa con que, correspondiendo a los estímulos interiores del amor divino, ponéis vuestras energías intelectuales, morales y físicas al servicio de la causa del Evangelio.

2. Nuestro encuentro se desarrolla en el escenario sugestivo de esta antigua basílica, que tanta historia ha visto transcurrir bajo sus bóvedas airosas y solemnes. Si hay una obra capaz de expresar en síntesis armoniosa la espiritualidad profunda, la gentileza de ánimo y la fuerza creativa de la gente de Otranto, esa obra no es otra que la catedral, cuyas estructuras arquitectónicas sobre las que se posan en este momento nuestros ojos admirados.

La sucesión de las ágiles y esbeltas columnas, la majestuosa perspectiva de los arcos, la solemne amplitud de las bóvedas, los haces de luz que desde las monóforas y el rosetón central se reflejan en el grandioso mosaico del pavimento, todo se funde en un armonioso poema de fe y de belleza. Es un poema que los creyentes del comienzo de este milenio confiaron a las generaciones futuras, inmortalizando en la piedra sus certidumbres y sus esperanzas.

Nosotros, los cristianos de la última fase de este milenio, estamos llamados a interpretar este poema, para recoger el mensaje de esos nuestros padres en la fe y para traducir su perenne riqueza en las formas de vida propias de nuestro tiempo. Es un mensaje que interpreta a todos, pero que espera ser escuchado y entendido sobre todo por quienes, con directa participación en el sacerdocio de Cristo y mediante la formal profesión de los consejos evangélicos, tienen una experiencia más íntima y profunda de la vida nueva que la redención ha introducido en la historia del mundo.

3. Los habitantes de esta tierra quisieron que su basílica fuese majestuosa y solemne, porque debía ser la iglesia catedral; es decir, el lugar sagrado en que el arzobispo habría de tener su cátedra de maestro y de pastor. Aquí vendrían a escuchar la proclamación de la eterna palabra del Evangelio, aquí habrían de tener la necesaria instrucción sobre los misterios del reino, aquí se les habría de explicar, de manera autorizada, las verdades capaces de orientar la vida y de iluminar la muerte.

¿No es acaso, precisamente, esa función de la catedral la que vemos subrayada y exaltada en esa singular obra maestra que es el mosaico del pavimento? Simbolizada en él, toda la vida humana, con sus gozos y sus dolores, con sus impulsos de generosidad y con sus repliegues egoístas, con su transcurrir tranquilo entre actividades agrícolas y domésticas, así como también con su imprevisto sumergirse en la sombra oscura del mal y de la muerte, toda la vida humana —repito— entra en la iglesia para pedir a la revelación divina una palabra que la interprete, la esclarezca, la oriente, la consuele.

Y la elocuencia del mosaico desarrolla la respuesta en las imágenes de la tentación original y de la caída, de las consecuencias funestas del pecado, así como en las de los anuncios profetices de la redención: he ahí el arca de Noé, símbolo de la Iglesia; he ahí el león de Judá, símbolo de Cristo. El hombre es llamado a la responsabilidad de una opción; ante él están el bien y el mal, la virtud y el vicio. Puede abandonarse al ímpetu de las pasiones, llegando a ser esclavo de ellas en un embrutecimiento del que el amplio muestrario de bestias del mosaico ofrece una ilustración impresionante. O puede también entregarse a la lucha por el bien, imitando a los justos del Antiguo y del Nuevo Testamento y dirigiéndose, como un ciervo en veloz carrera, hacia la patria prometida, simbolizada en un maravilloso jardín.

Tal es, en sustancia, el mensaje catequético expuesto en esa especie de "enciclopedia por imágenes", que es este vuestro estupendo mosaico. Es interesante resaltar que fue encargado por el entonces arzobispo de Otranto, Jonatás, y realizado, con la generosa contribución de todos los fieles, por un monje presbítero: Pantaleón. ¿No se ve en todo ello una apelación a la importancia de la catequesis y al empeño que en ella deben poner los obispos, sacerdotes y religiosos? Eso es lo que en primer lugar el pueblo cristiano espera de sus sacerdotes y de quienes tienen una experiencia más íntima de Dios y de su trascendente misterio: que sean maestros de la verdad. No de su propia verdad o de la de cualquier otro sabio de este mundo, sino de la que Dios nos ha revelado en Cristo.

Quiero recordar aquí lo que escribí a este respecto en la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae: "En este final del siglo XX, Dios y los acontecimientos, que son otras tantas llamadas de su parte, invitan a la Iglesia a renovar su confianza en la acción catequética como en una tarea absolutamente primordial de su misión. Es invitada a consagrar a la catequesis sus mejores recursos de hombres y energías, sin ahorrar esfuerzos, fatigas y medios materiales para organizaría mejor y formar personal capacitado. En ello no hay un mero cálculo humano, sino una actitud de fe. Y una actitud de fe se dirige siempre a la fidelidad a Dios, que nunca deja de responder" (núm. 15).

4. Otro pensamiento guió ciertamente a vuestros antepasados en la construcción de este templo, que ellos quisieron así de luminoso y bello: el pensamiento de que aquí debía desarrollarse el culto litúrgico, en el cual la comunidad, bajo la dirección de los sacerdotes, se encontraría con Dios y entraría en diálogo con El. La tierra de Otranto tenía, a sus espaldas, siglos de gloriosas tradiciones monásticas, cuando se aprestaba a emprender esta obra: junto a formas de vida eremítica, habían florecido en ella pequeñas comunidades de monjes (las esiquias) y cenobios más grandes  (las lauras), entre las cuales tuvo durante siglos una situación preeminente el monasterio de San Nicolás en Casole.

¿Cómo no recordar el testimonio que nos ha dejado San Paulino de Nola, el cual —dirigiéndose en un poema a su amigo Niceto, obispo de Remesiana en la Dacia— le describe la acogida que le sería dispensada a su paso por esta tierra? "Cuando pases por Otranto y por Lecce, te rodearán nutridos grupos virginales de hermanos y hermanas, cantando unánimes al Señor" (Poema XVII, vers. 85-92; PL 61, 485).

Así, pues, "innubae fratrum simul et sororum catervae" poblaban esta región ya en esos lejanos siglos y con el ejemplo de su devoción enseñaban a la gente de los alrededores a cantar las alabanzas del Señor. Son tradiciones gloriosas que vosotros, almas consagradas de hoy, debéis continuar mirando, para obtener inspiración y estímulo en vuestro compromiso de total donación a Cristo y a la Iglesia.

A esas tradiciones debéis apelaros, sobre todo, para aprender a amar cada vez más intensamente la divina liturgia, para asimilar con creciente comprensión sus inagotables riquezas, para celebrar sus diversos momentos con fe transparente y gozoso fervor. Eso espera de vosotros el pueblo. Para eso construyó, en efecto, la maravillosa catedral en la que nos hallamos reunidos. De vuestras palabras, de vuestros cánticos, del conjunto de vuestra actitud durante la celebración de los divinos misterios, esperan los cristianos experimentar, en cierto modo, la fascinadora y tremenda realidad del Dios tres veces santo.

Procurad sobre todo poner especial interés en la celebración del gran "misterio de la fe"; la Eucaristía, en efecto, ha sido dada a todos los creyentes en Cristo y «a nosotros se nos ha confiado también "para" los demás, que de nosotros esperan un especial testimonio de veneración y de amor hacia este sacramento, a fin de que puedan sentirse edificados y vivificados "para ofrecer sacrificios espirituales"» (Carta del Sumo Pontífice Juan Pablo II sobre el misterio y el culto de la Sagrada Eucaristía, 2).

5. Entre los motivos que impulsaron a vuestros antepasados a edificar este templo amplio y acogedor no podía faltar uno sobre el que deseo, por último, llamar vuestra atención: aquellos antiguos cristianos quisieron construirse, en esta basílica, un ambiente en el que ellos y, después, sus hijos y los hijos de sus hijos pudiesen reunirse el día del Señor para sentirse "Iglesia" y ayudarse mutuamente, a lo largo del dificultoso recorrido del tiempo, mediante la confesión de la misma fe y el goce, anticipado en la esperanza, de los mismos bienes prometidos.

La Iglesia es la casa en la que se reúne la familia de los hijos de Dios, para consolidar los vínculos de la comunión fraterna, superando las eventuales tensiones, concediendo los perdones necesarios, ofreciendo a cada uno la ayuda espiritual o material que necesita. La Iglesia es el lugar en que cada uno, cualquiera que sea su condición social, debe poder vivir una experiencia de fraternidad auténtica.

También desde este punto de vista vuestra tierra tiene tradiciones significativas. La posición geográfica de Otranto, que es como una cabeza de puente hacia el Oriente, ha favorecido en el transcurso de los siglos un intenso intercambio con aquellas regiones, determinando el encuentro, y la fusión de razas y culturas diversas. La Iglesia supo introducirse en ese mundo cosmopolita, recogiendo y potenciando su disposición universalista, tan congenial con la catolicidad de su misión. Los monasterios de esta zona, las iglesias diseminadas en su territorio, la misma catedral constituyeron otros tantos privilegiados puntos de encuentro entre el pensamiento ortodoxo y el latino, entre la liturgia griega y la romana, como también entre los hombres de una y otra orilla del canal. Aquí, bajo la mirada de Dios, personas que hablaban lenguas diversas y pertenecían a culturas diferentes entre sí podían sentirse hermanadas en la invocación del único Padre, revelado en la historia mediante la encarnación del Hijo, "el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús" (1 Tim 2, 5).

Son testimonios históricos importantes, que deben continuar inspirando la acción de la actitud de la iglesia otrantina. Los guías y modelos de este empeño de comunión en la caridad debéis ser vosotros, religiosos y religiosas, que habéis crecido en el cauce de estas tradiciones nobilísimas y que os habéis alimentado de las enseñanzas y ejemplos de aquellos adelantados. A vosotros os corresponde la tarea de reproponer, con la palabra y el ejemplo, dentro del contexto de la actual generación, el eterno mensaje de un amor que, en Cristo, puede abrirse para acoger a todo ser humano, para hacerle sentar a la mesa, sobre la que se parte el único pan (cf. 1 Cor 10, 16-17).

6. Hijos carísimos: Para que la alegría de este encuentro sea duradera y se traduzca en frutos fecundos de empeño apostólico, yo confío vuestros buenos propósitos a la intercesión de la Virgen María, cuya imagen dulcísima ha permanecido —respetada también por la invasión, de 1480— en las paredes de esta catedral. Que la Virgen vele por vosotros y por cuanto hacéis en servicio del Reino de su Hijo divino. Y que haga, además, surgir nuevas vocaciones en esta tierra bañada, por la sangre de tantos mártires, para que a las nuevas generaciones no les falten Pastores valientes e inspirados que sepan indicar, en las cambiantes situaciones del presente, el camino que conduce a Cristo, a El, que "es el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13, 8).

Con estos deseos, mientras os renuevo el testimonio de mi sincero afecto, os imparto a todos una especial bendición apostólica.

 



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