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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXVI SEMANA BÍBLICA
NACIONAL ITALIANA


Jueves 18 de septiembre de 1980

 

Queridísimos profesores y estudiosos de la Sagrada Escritura:

Estoy contento por esta cita con vosotros, que participáis tan numerosos en la XXVI Semana Bíblica Nacional promovida por la Asociación Bíblica Italiana. Es nuestro primer encuentro, y ante todo quiero manifestaros el gran afecto y estima que siento hacia todos; pero también me vienen a la mente la belleza de vuestro carisma de estudiosos de la Palabra de Dios y la importancia y delicadeza del papel que desarrolláis en la misión de profesores de Sagrada Escritura, del Antiguo y Nuevo Testamento, llamados a tratar y a partir cada día el pan de la Palabra de Dios.

La "Palabra de Dios": ¡Qué misteriosa expresión! Dios ha hablado, y nosotros poseemos sus palabras en un libro escrito en términos de cultura y de estilo humano. Vosotros sois los primeros destinatarios de esta Palabra dirigida a todos los hombres y, en calidad de expertos y estudiosos, sois casi sus mediadores en la Iglesia entre vuestros hermanos.

Qué os puede decir el Papa en esta feliz ocasión de nuestro primer encuentro, sino que seáis auténticos estudiosos de la Palabra de Dios, en el pleno sentido del vocablo latino "studiosus", es decir, dedicados, solícitos, asiduos, apasionados, en examinar infatigablemente, con la ayuda de todos los medios ofrecidos por las ciencias y la filosofía moderna, la inagotable realidad de la Palabra divina, Palabra dicha y escrita en tiempos y lugares lejanos a nosotros, pero destinada a actualizarse en todos los tiempos y en todos los lugares, "Evangelio eterno para evangelizar a todos los que estaban asentados sobre la tierra, y a toda nación, tribu, lengua y pueblo" (Ap 14, 6), durante todo el transcurso de la historia, "para que los elegidos se reúnan en la Ciudad Santa, iluminada por el esplendor de Dios, donde las gentes caminarán en su luz" (Nostra aetate, 1).

Estas palabras solemnes del Vaticano II, en las que se funden y resuenan acentos de Isaías y del Apocalipsis, recuerdan el gran tema de vuestras jornadas de estudio, la Ciudad "santa" y "amada", es decir, "Jerusalén a la luz de la Biblia". ¡Cuántas evocaciones, cuántas imágenes, cuánta pasión, y qué gran misterio rodean a esta palabra: Jerusalén! Para nosotros los cristianos, Jerusalén representa el punto geográfico del encuentro entre Dios y el hombre, entre lo eterno y la historia. La predicación, la pasión y la resurrección de Jesús, la última Cena, el don del Espíritu a la Iglesia, todas las piedras angulares de nuestra fe están colocadas para siempre en las colinas luminosas de la Ciudad Santa. Sin duda vosotros sabréis decirme cuántas veces resuena en la Biblia el nombre de Jerusalén. Hoy se sabe también que la ciudad se menciona bajo el apelativo de "Jerushaláim" en las tablas de Ebla, ya en el tercer milenio antes de Cristo, pero es toda la tradición bíblica la que gravita alrededor de esta ciudad, desde Melquisedec y Abraham hasta el Apocalipsis: cuántas veces en los libros históricos, en los Salmos, en los Profetas, en los Evangelios resuena el nombre de Jerusalén siempre amada y deseada, pero también reprobada y llorada, pisoteada y resurgida, amonestada, consolada y glorificada. Verdaderamente, ciudad única en el mundo y, en cuanto símbolo de la Iglesia, poseedora de un significado espiritual y teológico que nos atañe a todos personalmente. A propósito de esto recuerdo un lugar sugestivo sobre el Monte de los Olivos, desde donde se contempla la ciudad en toda su belleza: una pequeña capilla construida en un sitio ya frecuentado por los primeros cristianos recuerda el llanto de Jesús sobre su ciudad: el Dominus flevit. Aquel llanto, ¿no tiene un significado para todos nosotros?

Queridos profesores y estudiosos de la Sagrada Escritura: Mi deseo y mi oración son que vuestra atención y vuestros estudios sobre el significado bíblico y espiritual de Jerusalén, la ciudad del "muro de las lamentaciones", la ciudad de la "Roca", la ciudad de la "Resurrección", donde la Iglesia sufre amargamente sus divisiones, y los herederos espirituales de la fe de Abraham aún se enfrentan dolorosamente, contribuyan a que ella se convierta verdaderamente en la "ciudad santa", la "ciudad de la paz". Las visiones radiantes de Jerusalén que leemos en los libros sagrados y celebramos en la liturgia, se deben convertir en un incansable compromiso para todos. Por tanto, saludo con alegría el espíritu y la colaboración ecuménica que habéis expresado en vuestra Semana de estudio. Es una señal valiosa que hay que aumentar y multiplicar, y es el camino a recorrer. También nuestros esfuerzos van en esa dirección; que el Señor les dé validez y sostenga vuestro empeño.

Os acompañe siempre mi bendición.

 



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