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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL COLEGIO CARDENALICIO

Sala del Consistorio
Lunes 3 de noviembre de 1981

 

Venerados hermanos del Sacro Colegio:

1. Permitidme que dé las gracias, ante todo, a vuestro ilustre Decano, el queridísimo cardenal Carlo Confalonieri, al cual, a mi vez, presento de todo corazón la misma felicitación onomástica que él me dirige con tanta nobleza de sentimientos; al mismo tiempo formulo el vivo deseo de que el Señor prolongue todavía mucho su edad, ya venerable y, no obstante, siempre lozanamente vigorosa.

Pero mi gratitud, cordial y profunda, se dirige también a todos vosotros que hoy habéis venido cortésmente en persona a darme un testimonio más de vuestra benevolencia y de vuestra comunión. Se cumple así. por la gracia de Dios, el cuarto aniversario de la fiesta de San Carlos desde que la Divina Providencia, valiéndose de vuestra responsable mediación, me llamó a ocupar, aunque sea indignamente, la Cátedra de Pedro.

2. El año recién transcurrido que, con diferencia de pocos días, coincide casi con el tercero de mi pontificado, ha estado marcado, como acaba de recordar el cardenal Decano, por un gesto de violencia contra mi persona. Ahora que la Providencia me ha permitido retornar a la salud y a las ocupaciones normales de mi ministerio, deseo daros las gracias, venerables hermanos, de modo muy particular, por todo lo que habéis hecho en relación conmigo. He apreciado muchísimo la diligente atención con que habéis seguido mi estancia en el hospital, especialmente con la cotidiana presencia de vuestro mismo Decano, el cual ha testimoniado así el constante vínculo del Sacro Colegio con el Papa. Os doy las gracias también por las pruebas de fraterna participación con las que os habéis unido a la alegría por la recuperación de mi salud y por la reanudación de mis tareas apostólicas. De modo especial ha sido para mí motivo de satisfacción, y os expreso mi más vivo agradecimiento por ello, el hecho de que, durante mi enfermedad y la obligada disminución de mi actividad, el trabajo de la Sede Apostólica no ha sufrido pausa alguna sustancial; al contrario, cada uno de vosotros, y en particular el cardenal Secretario de Estado, ha dado pruebas de renovada, responsable solicitud, realizando puntualmente las propias importantes funciones.

Todo esto es expresión de esa communio que Cristo creó entre los Apóstoles y crea continuamente entre sus discípulos, dándoles la gracia de dedicar todas sus fuerzas y solicitudes en beneficio del Evangelio y de la Iglesia. También os quedo muy agradecido por las oraciones que me han acompañado, especialmente desde el 13 de mayo, y me acompañan el día de mi Santo Patrono; y no ceso de pedir que, por su intercesión, el Buen Pastor consolide y acreciente mi amor hacia la Iglesia y hacia cada uno de los hombres redimidos con el precio de la sangre preciosa de Cristo (cf. 1 Pe 1, 18-19).

3. En el evento que me ha afectado no puedo menos de recordar un paralelo con el santo arzobispo, cuyo nombre llevo y que celebraremos gozosamente mañana. Cuentan las crónicas que el día 26 de octubre del año 1569, mientras él estaba orando en su capilla privada, para oponerse a una reforma que él proponía le dispararon un tiro de arcabuz, que, sin embargo, lo dejó milagrosamente ileso (cf. Bibliotheca Sanctorum, vol. III, Roma, 1963, col. 830). A pesar de la diversidad de las circunstancias, también yo debo dar gracias humildemente al Señor por haber querido dejar a salvo mi vida, a fin de que la pueda gastar ulteriormente en servicio de la Santa Iglesia. Y pido al gran Pastor milanés que, lo mismo que él fue heraldo del Concilio de Trento para su tiempo, también me conceda a mí, pero no sólo a mí, su celo incansable e iluminado para aplicar cada vez más, con los hechos, el Concilio Ecuménico Vaticano II a medida de nuestro tiempo. Efectivamente, San Carlos es un modelo eminente de absoluta entrega apostólica en tiempos difíciles, cuales fueron los de la segunda mitad del siglo XVI, en que se preparó la gestación de un nuevo orden cultural e incluso eclesial, de la sociedad. Los tiempos en que vivimos hoy no son, si bien bajo otros aspectos, menos difíciles que aquellos, y hace falta también su valentía y previsión para un renovado y eficaz testimonio evangélico.

4. En el ejercicio de mi misión apostólica, venerados hermanos, cuento mucho con vosotros, con vuestra constante y competente asistencia y colaboración. Nuestra finalidad, como la de todos los Pastores en la Iglesia, coincide con aquella por la cual ya nuestro Señor Jesucristo dio la propia vida: "A fin de presentarse ante sí la Iglesia gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5,-27). Se trata de una misión que merece todas nuestras energías y toda nuestra existencia terrena. Y lo mismo que San Carlos, siguiendo las huellas del divino Salvador, no se arredró frente a sus compromisos pastorales, ni siquiera frente a las amenazas, así también nosotros "en todo mostrémonos como ministros de Dios, con mucha firmeza" (2 Cor 6, 4): el Evangelio es digno de todo nuestro más generoso servicio, así como es digno de todo nuestro, de todo mi amor, cada uno de los hombres redimidos "a gran precio" por la sangre de Cristo, el Buen Pastor, nuestro modelo y nuestra fuerza.

En la fiesta de San Carlos, mi pensamiento se dirige también al momento y a la importancia del bautismo, cuando, al recibir su nombre, fui insertado en la muerte de Cristo para participar en su resurrección. Precisamente en esta . participación sacramental de la vida que nos ha dado Cristo, está nuestra fuerza continua y el móvil de toda nuestra dedicación ministerial. Y deseo para mí y para vosotros que se convierta en una adquisición cada vez más fecunda y en un esfuerzo cada vez más generoso. Por esto, permitidme que os repita con San Pablo: "Así, es justo que sienta de todos vosotros, pues os llevo en el corazón..., en mi defensa y en la confirmación del Evangelio, sois todos vosotros participantes de mi gracia" (Flp 1, 7).

Signo de todos estos sentimientos es la bendición apostólica que me siento feliz al impartiros para aseguraros mi profunda benevolencia.

 



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