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VISITA PASTORAL A LOMBARDÍA

 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PROFESORES UNIVERSITARIOS
EN EL ATENEO DEL SAGRADO CORAZÓN


Domingo 22 de mayo de 1983

 

1. Dirijo mi cordial y deferente saludo a usted, señor rector de esta Universidad Católica del Sagrado Corazón, a los rectores de las otras Universidades que han querido estar presentes en este encuentro, y a los queridos profesores del cuerpo académico de ésta y de las otras Universidades. Y con el saludo, la expresión de mi sincera gratitud por el entusiasmo de una acogida que ha suscitado en mi espíritu eco vivo de emoción, que ha aumentado más con las palabras que se han hecho intérpretes de los sentimientos comunes.

La visita a los centros de estudios superiores es costumbre a la que, durante mis viajes pastorales, me siento especialmente inclinado. Me ofrece la oportunidad de reanudar y profundizar el diálogo con el mundo universitario que inicié hace muchos años y que desde entonces no he interrumpido nunca.

El encuentro de hoy tiene lugar en el contexto del Congreso Eucarístico Nacional: un contexto singularmente propicio, si se considera bien. En efecto, la Eucaristía, para quien es extraño a la fe, puede aparecer como un rito al margen de la vida, o incluso como una forma de evasión "alienante"; pero para el que cree, en cambio, la Eucaristía es el centro de toda la actividad humana, ya que en ella está presente Cristo que "renueva" en la Iglesia su Sacrificio para la salvación del hombre. Y lo renueva utilizando el pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo humano, en los cuales, de cierto modo, se engloba y se expresa todo el universo. Por esto, los que participan en la Eucaristía vuelven a encontrar en el Señor Jesús, muerto y resucitado, el significado último y la génesis suprema de toda manifestación auténticamente humana, lo mismo que encuentran en Él la razón decisiva del compromiso para el servicio al hombre en la perspectiva de la venida del reino.

2. Servir al hombre: ¿No es ésta la finalidad de toda actividad universitaria bien entendida? El compromiso de la enseñanza, el diálogo con los alumnos deseosos de profundización, la guía que se les ofrece en el acercamiento personal a los instrumentos de la investigación, ¿a qué miran si no a favorecer la maduración humana de las nuevas generaciones que se asoman a la escena de la historia?

Y el inmenso esfuerzo de estudio e investigación, desarrollado en los diversos centros universitarios esparcidos por el mundo, ¿qué otra finalidad tiene si no la de permitir al hombre, mediante el progreso en el conocimiento de la verdad, realizarse a sí mismo cada vez más plenamente, en el contexto de una relación dinámica y constructiva con el universo creado, en el cual se desenvuelven sus vicisitudes terrenas?

¿Acaso no ha sido ésta la convicción que ha impulsado al hombre, desde los orígenes de la historia y, luego, poco a poco, en el curso de los siglos, a avanzar por senderos que trepan, con frecuencia escarpados y abruptos, a lo largo de las pendientes de esa montaña fascinante, que tiene el nombre de "Verdad" y cuya cima se sumerge en la bruma luminosa del misterio mismo de Dios? Ha sido un camino nada fácil, en el cual el hombre ha debido pagar personalmente precios a veces muy altos. Pero nada ha podido detenerlo jamás, porque él intuía que en la búsqueda de la verdad estaba en juego su misma dignidad de ser pensante. "Una vida sin búsqueda —ha dicho Platón— no es digna de ser vivida" (Apología de Sócrates, 38 a).

En el descubrimiento de lo verdadero el hombre se realiza a sí mismo. Esta es, pues, la finalidad esencial de todo esfuerzo que se dirige al conocimiento de aspectos nuevos de la verdad en los varios campos de lo conocible. El hombre, ilustres señores, es el fin de vuestro trabajo de profesionales de la cultura. Y es importante que no os canséis de mirar a este objetivo final de toda fatiga intelectual, porque existe el riesgo —por desgracia no sólo hipotético— de que la orientación a una meta tan noble se extravíe a lo largo del camino o, al menos, de que otros utilicen los frutos de vuestra investigación para fines que nada tienen que ver con el auténtico bien del hombre.

Efectivamente, si es verdad que "el porvenir del hombre depende de la cultura", como tuve ocasión de afirmar, hace tres años, en el discurso ante la Asamblea de la UNESCO (n. 23: AAS 72, 1980, pág. 751; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de junio, 1980, págs. 11 ss.), es igualmente verdad que de imprudentes planteamientos culturales o de desarrollos inconsiderados de la investigación científica se derivan también las amenazas más graves que pueden pesar sobre el futuro del mundo. Consciente de esto, el hombre moderno vive en el miedo, porque teme que precisamente esos resultados en los cuales se contiene "una parte especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo" (Redemptor hominis, 15).

3. Mantener constantemente orientado hacia el verdadero bien del hombre el esfuerzo de la investigación es tarea en la que no estáis solos. La Iglesia, ilustres señores, está a vuestro lado. Ella sabe que posee —no por mérito suyo, sino por la luz que le viene del que la ha fundado— un conocimiento particularmente profundo del ser humano, de su naturaleza, de sus aspiraciones, de su destino definitivo.

Pues bien, este conocimiento, ampliamente demostrado en dos mil años de historia, os lo ofrece la Iglesia en espíritu de leal y respetuosa colaboración, a fin de que podáis sacar de él en los momentos en los que la perplejidad o la duda viniesen a proyectar su sombra en el camino de vuestro cotidiano esfuerzo intelectual.

La excelsa dignidad de la persona, colocada por su naturaleza espiritual por encima de todo el universo sensible, y la altísima vocación que el amor de Dios le ha abierto llamándole a la participación de su misma vida, son la gran novedad de la palabra cristiana. Lo había intuido perfectamente San Agustín cuando afirmaba que sólo el cristianismo había resuelto las incertidumbres y los interrogantes de la cultura pagana, particularmente de la greco-romana, acerca de la verdadera identidad del hombre. Es mérito de la Revelación cristiana el haber liberado al hombre del inexorable engranaje del eterno retorno de los mundos, en los cuales estaba como enredado y prisionero, juguete desarmado del cosmos y del hado, como esclavo impotente de un destino inflexible, que le obligaba a revivir sucesivamente, de era en era, las mismas miserias, los mismos dolores, los mismos miedos.

Gracias a la concepción bíblica del hombre "imagen de Dios", a la Encarnación y a la Resurrección de Cristo, el hombre no sólo ha sido elevado a alturas vertiginosas, sino que liberado de una vez para siempre, se ha convertido en sujeto y señor del mundo: ya no víctima indefensa y escarnecida de fuerzas ciegas, superiores a él, sino autor y protagonista de su devenir y de su historia. Gracias al acontecimiento de Cristo y a la obra de la redención, "circuitus illi iam explosi sunt", exclama San Agustín (De Civitate Dei XII, 20). Con el anuncio de la buena nueva del Evangelio el devenir del cosmos y de la historia ha sido puesto definitivamente al servicio del hombre.

La Iglesia, fortalecida con esta revelación, ha predicado siempre y nunca se cansará de hacerlo, la inviolabilidad de la persona humana, de toda persona humana, puesto que en cada hombre ve brillar el rostro mismo de Cristo: "El Hijo de Dios —se dice en la Constitución Gaudium et spes— con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (n. 22).

Este tema es uno de los motivos predominantes de mi acción pastoral. Por esto he dirigido la Encíclica Redemptor hominis no sólo a los cristianos, sino a todos los hombres de buena voluntad, para proclamar que el hombre "es el camino primero y fundamental de la Iglesia" (n. 14), la cual mira a todo ser humano con respeto y veneración, prescindiendo de su pertenencia actual a su estructura visible, porque lo ve aureolado de la dignidad de un espíritu inmortal, "imagen viva de Dios", inmensamente amado por Él en el Hijo unigénito, del que está llamado a ser hermano.

4. En el servicio al hombre mediante la investigación de la verdad la Iglesia se pone al lado, pues, también de todos los que en la Universidad trabajan, ofreciendo su colaboración en espíritu de diálogo franco y abierto. Se trata de un diálogo y de una colaboración que deben hacerse más intensos para bien de la una y de la otra, porque lo humano y lo cristiano están íntimamente unidos entre sí. Todo lo que contrasta con cuanto es auténticamente humano, contrasta igualmente con el cristianismo. Y viceversa, un modo equivocado de entender y realizar los valores cristianos obstaculiza de igual manera el desarrollo de los valores humanos en toda su plenitud. Nada genuinamente humano está cerrado al cristianismo; nada auténticamente cristiano es lesivo de lo humano. En el mensaje cristiano encuentra enriquecimiento, desarrollo, claridad plena la genuina sabiduría humana.

Mucho se ha dicho y escrito sobre la relación entre fe y razón, desde que Agustín fijó los criterios para su encuentro fecundo con la advertencia merecidamente famosa: "Intellege ut credas, crede ut intellegas" (Sermo 43. 9). Aquí me basta subrayar que la exigencia de este encuentro, a los ojos del creyente, reside en la verdad fundamental del cristianismo: la que reconoce en la unidad de la Persona del Verbo Encarnado la plenitud de la humanidad y la plenitud de la divinidad, unidas de modo que entre sí no sólo hay completa armonía en la distinción, sino también completa expansión de lo humano en lo divino, hasta hacer de Cristo el ideal supremo para todo hombre.

Se comprende, pues, por qué la Iglesia, además de ofrecer la propia colaboración a los hombres de cultura, haya sentido la necesidad de testimoniar su voluntad de diálogo con la razón, estableciendo Universidades propias, en las cuales, de forma por así decirlo institucional, el esfuerzo humano de la investigación, lejos de ser coartado en su legítima libertad, es más bien estimulado y apoyado por la clara visión de las metas últimas que ofrece la fe.

Con esta intención comenzó, hace más de 70 años, también esta Universidad Católica del Sagrado Corazón. Deseada, como es sabido, por muchos hombres de cultura, como el Beato Contardo Ferrini, Giulio Salvadori, Vico Necchi, fue fundada, en 1921, por el p. Agostino Gemelli como coronamiento de un sueño de 50 años de los católicos italianos. El Papa Pío XI, que la inauguró siendo arzobispo de Milán, fue siempre su patrono fuerte y sabio y sostuvo y estimuló sus primeros pasos, nada fáciles. Los Papas que le sucedieron heredaron sus mismos sentimientos de afecto y confianza, favoreciendo el desarrollo de la institución, que se ha extendido ya a varias partes de Italia. Yo mismo, en repetidas ocasiones, me he hecho intérprete de las expectativas y esperanzas de la Iglesia italiana, que ve en la Universidad Católica del Sagrado Corazón el lugar privilegiado de la síntesis entre las varias formas y grados del saber en la unidad superior de la sabiduría que brota de la Revelación cristiana.

5. Son expectativas y esperanzas que interpelan directamente a todos los que tienen responsabilidades de gobierno, de enseñanza, de formación en este glorioso centro de estudios superiores.

Una Universidad Católica, en cuanto estructura de investigación y de enseñanza a alto nivel a la luz de la fe, es una presencia oficial y constante de la Iglesia en el mundo de la cultura. Como tal, debe presentarse no sólo como ejemplo de acuerdo entre fe y razón, sino además como modelo de cómo una fe auténtica, sólida y fuerte, sabe valorar positivamente las culturas a las que se acerca, captar sus aspectos de valor humano que pueden ser llevados de nuevo a Cristo y, más aún, provocar culturas nuevas que traduzcan en algo concreto lo humano que está incluido en lo cristiano. Gracias al esfuerzo generoso de todas las fuerzas operante en la Universidad, en diálogo constante con las que hay esparcidas por el país, se llegará a elaborar una vigorosa cultura católica y popular, en la que libremente se reconozca cada vez más la nación italiana en su tradición renovada y en sus valores más auténticos.

Será útil para esta finalidad el contacto con los otros ateneos y centros de elaboración cultural, con los cuales la Universidad deberá permanecer en continua y fecunda relación, sin permitir, sin embargo, que se ofusquen o se pierdan la propia raíz evangélica y la propia situación eclesial. En esta raíz y en esta situación, efectivamente, está el motivo de la capacidad, que debe serle propia, de permanecer abierta y, más aún, de proyectarse a toda la verdad entera.

6. ¡La tensión hacia la verdad toda entera! Es el noble estímulo que os une, hombres de la investigación en los varios campos del saber. Mi última palabra en este encuentro, que ha sido para mí motivo de alegría especialmente profunda, es una invitación a la confianza y a la esperanza: vosotros sois los centinelas en la avanzadilla de la humanidad en marcha por los senderos de la historia. A vosotros os corresponde la misión de explorar las sendas por las que os seguirán mañana los otros. Que no os desalienten las dificultades; que no os distraigan las incomprensiones, que nos os detengan los fracasos.

Continuad buscando, sin renunciar jamás, sin desconfiar nunca de la verdad. En la medida en que vuestro empeño es honesto y sincero, lo guía Dios y asegura su éxito final. Yo dirijo a Él en este momento mi oración, para que sea con vosotros pródigo en luz y apoyo, alentando vuestro esfuerzo con la alegría que viene del descubrimiento de cualquier nuevo destello de esa eterna llama de verdad, que tiene en Él su fuente inagotable.

Acompaño estos deseos con mi afectuosa bendición, que quiere ser prenda de copiosos favores celestiales sobre vosotros, sobre vuestra actividad académica, sobre vuestros alumnos y todas vuestras personas queridas.

 



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