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DISCURSO DE JUAN PABLO II
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS MEXICANOS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 1 de octubre de 1983

 

Queridos Hermanos en el episcopado:

1. Al recibiros hoy a vosotros, que formáis el primer grupo de Obispos de México en visita ad limina, viene a mi mente el pasaje evangélico en el que, al final de una misión apostólica, los discípulos vuelven a reunirse con Jesús “y le contaron cuanto habían hecho y enseñado. Y El les dijo: venid, retirémonos a un lugar desierto para que descanséis un poco”. 

Es una imagen profundamente sugestiva para este momento que vivimos, en el que, como Pastores de vuestras diócesis, os reunís con el hermano en el episcopado que la Providencia ha querido constituir cabeza visible de toda la Iglesia de Cristo.

Como los apóstoles que contaron al Maestro cuanto habían hecho y enseñado, también vosotros me habéis confiado, en el encuentro privado tenido con cada uno de vosotros y que precedía a este momento de fraternidad alargada, tantas cosas referentes a la vida de las comunidades encomendadas a vuestro cuidado y celo. Y no sólo conmigo, sino también con las personas y Dicasterios que me ayudan en mi misión universal de Sucesor de Pedro, habéis podido tratar los detalles que más os preocupan o alegran en el cumplimiento de la tarea de guías de vuestras Iglesias particulares.

La solicitud común por el bien de esas Iglesias y el interés por su fidelidad a Cristo Señor, han sido el gran vínculo que nos ha mantenido unidos íntimamente, en una vivencia de intensidad eclesial renovada. Y en la que hallan expresión visible los objetivos que quiere lograr la visita ad limina.

2. Pero no es sólo vuestra misión eclesial en cuanto tal la que tengo presente en mis contactos con vosotros y con los demás Obispos. Están también en el centro de mi pensamiento vuestras propias personas e intenciones, las dificultades y sacrificios tantas veces desconocidos, los momentos de soledad o la sensación de impotencia que, en vista de la amplitud y gravedad de vuestro cometido, puedan alguna vez insinuarse en vuestro espíritu.

Quiero aseguraros, por ello, que estoy junto a vosotros, interesado en vuestras personas y trabajos; que os acompaño con afecto fraterno, apoyándoos y fortaleciéndoos en vuestra fe y entrega eclesial; y que esto se traduce en frecuente recuerdo en la plegaria. En ella presento al Señor las dificultades de vuestra vida y apostolado, junto con todas las intenciones y necesidades de los miembros de vuestras diócesis.

En esa corriente de comunión eclesial, que es unidad en la doctrina, unidad sustancial en la acción, unidad en la plegaria y en el amor de hermanos, hallan continuidad ideal las palabras antes recordadas, dirigidas por el común Maestro y Señor a sus apóstoles.

3. Antes de adentrarnos en la reflexión que quiero hacer con vosotros acerca de algunos puntos que considero oportunos, permitidme que os exprese mi sincera gratitud por vuestra visita, por las muestras de afecto y adhesión que me habéis dado en diversas formas y por la oración con la que acompañáis mi persona y ministerio.

De manera muy especial deseo agradeceros –en nombre de Jesucristo, el Buen Pastor– vuestro celo pastoral, vuestra dedicación y fatiga, puestas al servicio de ese Pueblo fiel que ha sido confiado a vuestro cuidado de Pastores.

Pensando en el bien de esos fieles, dentro de vuestro contexto eclesial, deseo llamar vuestra atención sobre algunos aspectos de la pastoral de la familia que adquieren particular significado en el momento actual.

4. Se trata de un campo de importancia primordial para la labor de la Iglesia en la sociedad de nuestros días.

En efecto, el desarrollo de la civilización moderna, marcada por un agudo proceso de secularización, provoca una creciente descristianización; a causa de ella, la transmisión y vivencia de la fe encuentran graves obstáculos.

Con algunos de esos procesos actuales, se ponen en juego valores humanos esenciales, ya que la familia continúa siendo “el fundamento de la sociedad” y “escuela del más rico humanismo”.  Pero a la vez se pone en juego la evangelización “que constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda”. 

Y sin embargo, la transmisión de una fe profunda, auténtica, vivida, sigue siendo un servicio valioso que la Iglesia ha de prestar al hombre y a la sociedad de hoy: a ese hombre que se busca con ansia creciente; que quiere descubrirse en su identidad radical; que olvida a veces que un humanismo encerrado en sí mismo rebaja los horizontes de su dignidad más honda, porque “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. 

En esa labor humanizadora y constructora de la sociedad  el núcleo familiar halla la dimensión de su dignidad. Y ello requiere asimismo que se le haga centro evangelizado y ambiente evangelizador, para que realice en plenitud ese importante cometido que es imperioso también en vuestras diócesis.

5. No cabe duda de que el logro de estos trascendentales objetivos plantea una problemática bastante compleja y exigente a nivel pastoral.

Vosotros, maestros en la fe y primeros responsables de la formación moral de vuestros fieles, habréis de ofrecer una respuesta válida a sus necesidades y expectativas. Partiendo de una sólida doctrina, tendréis que presentarles el designio completo de Dios sobre el amor, el matrimonio y la familia. Procurando hacer accesibles a todo cristiano las enseñanzas propuestas por la Iglesia; con profundo sentido pedagógico-pastoral, con gran espíritu de amor y comprensión, con atención a las condiciones de cada persona o familia, pero con fidelidad al plan de Dios y a las normas señaladas por el Magisterio de la Iglesia.

Cuando sea necesario, junto con vuestra misión de maestros y guías deberéis ejercer la función profética de denuncia de los males que amenazan a la familia. Aunque no siempre sea fácil esa tarea; aunque no siempre sea comprendida. Habréis cumplido ante Dios, al menos por vuestra parte, vuestro deber de guías y testigos.

6. Por su particular incidencia en campo familiar, quiero decir una palabra sobre algunos puntos concretos, que están en vuestra solicitud de Pastores y en vuestras praxis orientadora.

Sé que con frecuencia habláis a vuestros fieles de la dignidad de la familia, de la alta misión de los esposos en la transmisión y el servicio a la vida, así como del respeto absoluto que deben a la vida humana, que desde el primer momento de existencia escapa al dominio de ellos. Seguid proclamando la sacralidad de esa vida, aunque esté todavía en el seno materno. Y animales a guardar escrupulosamente las reglas morales que protegen la vida humana y que ninguna norma legal externa puede modificar en su obligatoriedad para la conciencia.

En vuestro esfuerzo en favor de la unidad de la familia, no dejéis de insistir en la identidad sustancial de deberes que pesan sobre el esposo y la esposa dentro del matrimonio. Sin que cierta tolerancia introducida en la sociedad autorice al esposo a constituirse eventuales uniones extra-matrimoniales, que resultan una especie de familias paralelas. No justificaría moralmente tales uniones el hecho de que se atienda de algún modo a las necesidades materiales derivadas de las mismas.

Por idénticos motivos es imputable, desde el punto de vista de la moral cristiana, el recurso al adulterio; sin que pueda modificar la naturaleza ética del acto cualquier regulación jurídica positiva que se dé al mismo. Como tampoco carecen de profunda significación moral fenómenos como el del alcoholismo, que tanto inciden en la vida personal y familiar, rompiendo el equilibrio interno, la paz, el responsable sentido del deber, y provocando serios efectos de descomposición del hogar.

7. Obviamente, no pretendo trazar aquí un marco completo de orientaciones en campo familiar. Hay otros puntos y prioridades pastorales que no escapan a vuestro celo y al de vuestros colaboradores.

Es claro, por lo demás, que el desempeño de vuestra misión os impone un preciso deber de orientación moral del pueblo cristiano. La Iglesia, en efecto, cuando proclama las exigencias de la fe o ilumina con su juicio moral materias incluso de orden temporal, no invade competencias que le son ajenas, sino que ejerce su misión propia y con ello –como enseñó el último Concilio– “consolida la paz en la humanidad para gloria de Dios”. 

El alto ejemplo de entusiasmo, de participación espontánea, de civismo y creciente búsqueda de esos valores humanos, morales y espirituales en los que cree, dado por vuestro pueblo durante mi inolvidable visita a vuestro país –el primer viaje apostólico de mi Pontificado a tierras lejanas– es una clara indicación de cómo la práctica de las propias creencias y sus ineludibles concreciones externas no sólo no dificultan, sino que pueden favorecer positivamente la armonía social y la ordenada convivencia en la legítima libertad.

8. A la Madre de Guadalupe, como peregrino de senderos ya conocidos, acudo con vosotros y con todo el pueblo de México. A sus pies pongo vuestras intenciones, vuestra acción pastoral, la de vuestros colaboradores, personas de especial consagración eclesial y fieles.

A la amada Señora del Tepeyac confío en particular las familias cristianas, para que las transforme en verdaderas “Iglesias domésticas” donde Ella desarrolle toda la eficacia de su acción educadora y materna. Con mi Bendición Apostólica para vosotros y vuestras Iglesias locales.

 



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