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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL PRIMER EMBAJADOR DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 9 de abril de 1983

 

Señor Embajador:

1. Me proporciona un gran placer, tras el reciente establecimiento de relaciones diplomáticas, darle la bienvenida como primer Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los Estados Unidos de América ante la Santa Sede. Éste es, sin duda, como usted ha afirmado, un momento histórico: las relaciones amistosas que durante largo tiempo han existido entre Estados Unidos y la Santa Sede adquieren hoy una forma nueva y especial. Ahora los vínculos diplomáticos formalizan, según el modo habitual que rige oficialmente en la comunidad internacional, una relación de estrecha cooperación que ya durante muchos años ha producido resultados fructíferos.

Por parte de la Santa Sede, esta colaboración significa esforzarse con ahínco en servir. Ello significa entablar un diálogo sobre importantes temas que constituyen la base misma de la civilización. Significa desplegar esfuerzos comunes para defender la dignidad y los Derechos de la persona humana, de toda persona humana, de todo hombre, mujer y niño sobre la Tierra. En esta colaboración, la Santa Sede ve un útil y respetuoso intercambio de ideas sobre la paz y el desarrollo del mundo y sobre las condiciones esenciales para alcanzarlos, comenzando con la necesidad de proteger la libertad, promover la justicia y defender la verdad contra todo intento de manipulación. Y dado que la libertad, la justicia y la verdad están relacionadas con situaciones concretas de la vida, nuestras preocupaciones comunes deben abarcar necesariamente los problemas globales del mundo; el hambre, la carrera de armamentos, la miseria humana, la opresión del débil, la situación difícil del pobre, la condición de los refugiados, la violación de las conciencias y el desarrollo integral de los individuos, comunidades y naciones. Todos estos puntos tienen un interés vital para el Gobierno de los Estados Unidos, así como para los católicos de los Estados Unidos y del mundo, porque afectan profundamente a la vida de los pueblos, del pueblo americano y de los demás pueblos del mundo, y porque los Estados Unidos ocupan una especial posición en la escena internacional.

Ha destacado muy acertadamente, Señor Embajador, que en muchos puntos, los principios de su República se establecieron en una línea muy paralela a la de los principios de la Santa Sede. Sí, se trata de una cuestión de valores humanos y religiosos y de principios morales. Ciertamente, el reconocimiento de Dios y la defensa de la dignidad humana, y por tanto de la vida humana, constituyen una valiosísima parte de vuestra herencia nacional. Vuestra Declaración de Independencia habla al mundo entero de las «Leyes de la naturaleza y del Dios de la naturaleza», y con gran sabiduría reconoce Derechos inalienables al hombre.

Vuestra Constitución, por su parte, contempla la necesidad de «establecer la justicia... y asegurar los beneficios de la libertad». Con ocasión de vuestro bicentenario, mi predecesor Pablo VI expresaba su profunda admiración por las sólidas bases de la vida americana, y compartía su esperanza de «una vuelta a esos principios morales formulados por vuestros padres fundadores y depositados para siempre en vuestra historia» (Alocución a un grupo de miembros del Congreso de los Estados Unidos de América, 26 de abril de 1976).

Parte de la grandeza del ideal americano es, sin duda, la apertura a otros pueblos; no en el sentido de «intromisión extranjera», sino en el sentido de preocupación fraternal, como usted ha dicho, por «el bienestar de nuestros semejantes de todo el mundo». En esta ocasión no puedo dejar de expresar mi convicción de que la situación del mundo de hoy depende en gran medida del modo en que Estados Unidos ejercite su misión global de servicio a la Humanidad. Los Estados Unidos están muy capacitados para esta tarea mundial de apertura a los demás por razón de su misma composición interna como nación; E pluribus unum! ¿No se compone América de innumerables tipos de etnia y de toda raza que hay en la Tierra?¿No contiene en sí misma, en sus mismos ciudadanos, una sensibilidad hacia otros pueblos; sus culturas, sus necesidades, sus aspiraciones de dignidad humana y de paz?

Ésta es mi oración, Señor Embajador; que América no deje de ser ella misma y que renueve su identidad con fidelidad a los principios morales y religiosos y en servicio a un mundo necesitado de paz y derechos humanos, un mundo hambriento de pan y sediento de justicia y amor fraterno. Con estos sentimientos, Señor Embajador, pido a Dios que le asista en su misión e invoco sus bendiciones sobre el Presidente y todo el pueblo de los Estados Unidos de América.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.18, p.9.



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