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 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO
SOBRE LA «GRAVISSIMUM EDUCATIONIS»


Martes 5 de noviembre de 1985

 

Señor Presidente,
señoras y señores:

1. Habéis tenido un gran interés en conmemorar el veinte aniversario de la "Declaración sobre la Educación cristiana", elaborada por los padres del Concilio Vaticano II y promulgada el 28 de octubre de 1965 por el Papa Pablo VI. Les felicito vivamente por esta feliz iniciativa, al igual que a la Congregación para la Educación Católica, de la cual han podido apreciar el caluroso apoyo tan pronto como conoció su proyecto. En esta celebración jubilar nuestro reconocimiento se dirige igualmente al recuerdo de Pío XI, que publicó la Encíclica Divini Illius Magistri, sobre esta misma importante cuestión el 31 de diciembre de 1929.

"El Santo Concilio Ecuménico considera atentamente la importancia gravísima de la educación en la vida del hombre y su influjo cada vez mayor en el progreso social contemporáneo. En realidad, la verdadera educación de la juventud, e incluso también una constante formación de los adultos, se hace más fácil y urgente en las circunstancias actuales" (Gravissimum educationis, Preámbulo). Este texto conciliar conserva una admirable resonancia. Quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la educación cristiana en el tiempo presente y, especialmente, sobre el proyecto educativo de la escuela católica.

2. Los profundos y numerosos cambios científicos y tecnológicos que siguen marcando nuestra época requieren serenos y rigurosos intercambios entre la ciencia y la fe. Con ese fin he erigido el "Pontificio Consejo para la Cultura" en 1982. Deseo que vuestra Organización colabore estrechamente con este Consejo. Ciencia y técnica han hecho y siguen haciendo notables avances que contribuyen a la mejora de las condiciones materiales de la existencia. Sin embargo, estos progresos no han producido necesariamente una valoración mayor de la persona humana. Es preciso constatar —al menos con mucha frecuencia— que la formación auténtica del espíritu y del corazón deja que desear, mientras que es una exigencia prioritaria e irreemplazable en la construcción de una sociedad sana, equilibrada, pacífica, feliz. Estoy pensando en un camino de reflexión, frecuentemente empleado por Pablo VI en su enseñanza, cuando hablaba del binomio "verdad-caridad". "Ha sido un bien para nosotros —decía él— que el reciente Concilio nos haya confirmado en una y otra adhesión, es decir: adhesión a la verdad, que merece siempre el homenaje y, si fuera necesario, incluso el sacrificio de nuestra existencia para profesarla, difundirla y defenderla; y al mismo tiempo adhesión a la caridad, maestra de libertad, de bondad, de paciencia, de abnegación, en todas nuestras relaciones con los hombres a quienes el Evangelio atribuye el nombre de hermanos. No son juegos de palabras, no son contrastes de escuela, no son dramas fatales de la historia; son problemas intrínsecos a la naturaleza y a la sociabilidad humanas que encuentran en el Evangelio y, por consiguiente, en esta 'civilización del amor' que venimos anhelando... su humilde y triunfante solución" (cf. Audiencia general del 18 de febrero de 1976).

3. En nuestro mundo, tal como es, y que tenemos el deber de amar para salvarlo, los jóvenes confiados a las instituciones católicas —y naturalmente todos los demás— sienten con frecuencia una urgente necesidad de ser desenganchados de un materialismo que todo lo invade, de un obsesivo hedonismo, y de ser guiados con bondad y firmeza hacia las alturas de la verdad innegable y del amor oblativo. Por esto, con todas mis fuerzas, dirijo en primer lugar una llamada a los padres. Ciertamente, sé que muchas familias cristianas se encuentran desconcertadas por la sociedad pluralista de hoy y por la abundancia de opiniones divergentes que la caracteriza. Precisamente ésta es la hora, más que nunca, de las Asociaciones de padres cristianos. En muchos países hacen un trabajo excelente. Crean, en primer término, una amistad humana entre las familias. Ayudan igualmente a los padres a comprender mejor los cambios socio-culturales actuales y a emplear los métodos educativos más apropiados, tanto en el plano humano como en el religioso, unidos a los educadores escolares. Según una visión típicamente cristiana, la paternidad y la maternidad, es un alumbramiento en cierto modo prolongado y de alguna manera más delicado que la primera gestación. La dosificación de las intervenciones y silencios, de la indulgencia y la firmeza, de las palabras de ánimo y de las exigencias, de los ejemplos convergentes del padre y de la madre pueden favorecer o comprometer tanto el desarrollo armonioso de los hijos hasta que vuelan del nido familiar.

Queridos padres que estáis aquí o que leeréis esta llamada, no regateéis esfuerzos para promover y hasta para rehabilitar la educación cristiana. Vuestros hijos, y los jóvenes en general, tienen necesidad de marchar por la vida con certezas sobre el sentido de la existencia humana y su muy noble uso. Vuestra misión, en este plano, es difícil y magnífica. El encuentro personal de estos jóvenes con Cristo completará abundantemente vuestra acción. Él es "el camino, la verdad y la vida" (cf. Jn 14, 6). Sin hacer concesiones a la autosatisfacción, hemos de afirmar que la educación cristiana en la familia y en las instituciones católicas —cuyo derecho a la existencia está reconocido y asegurado concretamente— constituye un servicio indispensable de toda sociedad verdaderamente democrática y de una civilización que rechaza el atropello del materialismo teórico y práctico.

4. Primeros responsables de la educación cristiana de sus hijos, los padres eligen para éstos la escuela que corresponde a sus convicciones religiosas y morales. Pero ellos tienen el derecho de esperar de las escuelas católicas la mejor educación humana y religiosa posible. Aquí quiero renovar mi confianza a las diversas instancias nacionales, regionales, diocesanas de la enseñanza católica a lo largo del mundo. Sacerdotes, religiosos y laicos, admirables por su dedicación y competencia, se consagran a esto totalmente. Podríamos citar numerosos ejemplos.

Al mismo tiempo les dirijo esta exhortación: que todos estos responsables cuiden firmemente el carácter específico de las instituciones católicas. Es posible, al menos en algunos sitios, que la apertura misionera de estas instituciones haya eclipsado la identidad de ciertos centros católicos. Por loable respeto a los alumnos que proceden de otras confesiones o que aún no tienen pertenencia religiosa o están poco adheridos a la misma, el espacio de la fe transmitida, testimoniada, celebrada, se ha reducido inconsideradamente. La catequesis —podemos preguntar por qué— ha incluso emigrado, a veces, fuera del centro católico.

En conciencia, teniendo en cuenta también la necesaria apertura misionera de las escuelas y colegios católicas y las disposiciones psicológicas de la juventud actual, insisto en el mantenimiento de la catequesis de los cristianos en la escuela católica, en su presentación cuidadosamente adaptada, su rectitud doctrinal, su gran respeto al misterio de Dios. Es esa catequesis la que despertará en los jóvenes al menos —y a muchos los conducirá— un verdadero encuentro personal con Jesucristo, el modelo por excelencia. La Carta a los Hebreos nos dice una frase impresionante: "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Hb 13, 8).

5. Son pues, los profesores los que forman cada día, sobre el terreno mismo de la escuela, el equipo educativo. Importa muchísimo que estos educadores, sea que ellos mismos hayan ofrecido sus servicios en una institución católica o que hayan sido reclutados por la dirección del centro, tengan una exacta visión de la educación cristiana, fundada sobre el mensaje evangélico. Es un deber sagrado para todos dar individualmente y a veces comunitariamente el testimonio de su fe. Algunos aceptarán con alegría animar el tiempo de la enseñanza religiosa o de la catequesis. Cada uno, en la disciplina que enseña, sabrá encontrar oportunamente la ocasión de hacer descubrir a los jóvenes que ciencia y fe son dos lecturas diferentes y complementarias del universo y de la historia. Si la constitución del equipo de profesores es uno de los graves problemas de la enseñanza católica para el mantenimiento de su identidad, la formación de los futuros maestros y el "reciclaje" periódico de los profesores, en el plano profano y religioso, se imponen mucho más que antes. La Iglesia se alegra con los esfuerzos llevados a cabo en este campo. Pero la enseñanza católica debe caracterizarse a la vez por la competencia profesional de sus profesores, por el testimonio de su fe ardiente, por el clima de respeto, de ayuda mutua, de alegría evangélica, que impregna todo el centro.

6. En todos estos campos, estoy seguro que la Oficina Internacional de la enseñanza católica puede aportar un estímulo y una contribución adecuada.

En una palabra, el futuro de las escuelas, de los colegios y de las Universidades Católicas depende de la tenaz cooperación, reflexionada, creativa y serena de las familias y de los equipos de profesores. Todo esto, con espíritu de fidelidad sin fisuras a la Iglesia, con respeto sin equívocas a las instituciones similares legítimamente regidas por los Gobiernos de cada país. Contribuid a evitar las polémicas no constructivas. Buscad de forma incidental y oportuna compartir vuestras convicciones con los cristianos que puedan ser indiferentes o escépticos de cara a la grandísima utilidad de las instituciones escolares católicas. A este respecto, sabéis que las realizaciones —yo escucho la formación humana y cristiana lograda con éxito de hombres y mujeres educados en las escuelas católicas— son más convincentes que los discursos.

A la OIEC, a su abnegado Presidente e igualmente a todas las familias cristianas que han escogido deliberadamente centros religiosos de educación para sus hijos, a todos los responsables nacionales o diocesanos de la enseñanza católica, a todas las Asociaciones de padres de alumnos, a todos los equipos de profesores de las escuelas primarias, colegios secundarios y de las universidades, renuevo mi confianza y mi caluroso aliento. Invoco sobre ellos la abundancia de la sabiduría y de la fuerza divinas. 



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