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PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LA POBLACIÓN DE BARRANQUILLA

Lunes 7 de julio de 1986

 

Amadísimos hermanos y hermanas,
hijos e hijas de esta región de la Costa Atlántica colombiana:

1. Las palabras proféticas de Isaías, que Jesús pronuncia en la sinagoga de Nazaret, resuenan hoy en medio de vosotros con la fuerza del Evangelio y la actualidad de aquel «hoy» de Cristo con el cual podemos también afirmar que hoy y aquí, entre vosotros, se cumple esta Escritura (cf. Lc 4, 21).

En esta última etapa de mi peregrinación por los caminos de Colombia, como Mensajero de la paz de Cristo, tengo el gozo de encontrarme en esta plaza de la Paz, cuyo nombre aúna, hoy más que nunca, los anhelos de todos los colombianos. He querido ser en todas partes pregonero de la paz de Cristo, mensajero de ese Cristo que es «nuestra paz »(Ef 2, 14).

Sólo El es capaz de derribar los muros de la enemistad y hacer de nosotros hombres nuevos, reconciliados con el Padre por medio de la cruz. El ha venido a anunciarnos la paz: «Paz a vosotros que estabais lejos y paz a los que estaban cerca. Pues por él unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un solo Espíritu» (Ef 2, 14-18).

Saludo con el abrazo de la caridad fraterna al arzobispo de Barranquilla, al obispo auxiliar, a los obispos de Santa Marta, Valledupar y a los demás hermanos en el Episcopado, junto con sus sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de esta región atlántica. Antes de dejar esta amada tierra de Colombia quiero proclamar en voz alta que esa paz, tan querida y anhelada por todos, exige la reconciliación: «un renovado abrazo entre hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre y todo lo creado» (Reconciliatio et Paenitentia,  4) Y para alcanzarla hay que acudir a Cristo pοr cuya mediación el Padre ha querido obrar la reconciliación, ya que el El «estaba Diοs reconciliando el mundo consigo»(2 Cor 5, 19).

El pasaje evangélico que ha sido proclamado contiene en síntesis ese mensaje de liberación mesiánica, que conlleva ante todo el misterio de la reconciliación, cuya realización suprema pasa a través de la cruz y la resurrección, cuando el Padre reconcilia por su Hijo amado « todas las cosas, pacificando mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos » (Col 1, 20).

Por eso Jesús declara que «está sobre él» el Espíritu Santo y proclama «un año de gracia», un nuevo orden según la voluntad del Padre, que tiene su fundamento en el perdón de Dios a la humanidad, en el don del Espíritu de la Nueva Alianza que será capaz de llevar a cabo la libertad y la liberación que Cristo mismo anuncia a los cautivos y oprimidos.

«El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4, 18). En su bautismo Jesús había recibido el Espíritu y con la fuerza del Paráclito, se manifiesta como el Mesías prometido. El es « el ungido en el sentido de que posee la plenitud del Espíritu de Dios », aquel que posee « esta plenitud del Espíritu en sí y al mismo tiempo para los demás, para Israel y para todas las naciones ».(Dominum et vivificantem, 17)

No es extraño que ante estas palabras los ojos de todos los presentes en la sinagoga de Nazaret estuvieran «fijos en él» (Lc 4, 21). En esta solemne manifestación mesiánica está diseñado todo su programa: Es el anuncio y el cumplimiento del tiempo de gracia del Señor, de la salvación. Jesús ha venido «a proclamar un año de gracia del Señor».

De hecho con su venida, con sus palabras y sus gestos, Cristo introduce en el tiempo de los hombres el « hoy » de la gracia; mas, sόlο en la cruz y en la resurrección tendrán plena realización las pa-labras y promesas que hace en la sinagoga de Nazaret.

3. El mensaje de liberación y de reconciliación en Cristo se proyecta en el hοy de nuestra existencia, como una luz que nos permite hacer un profundo análisis de la realidad de nuestro mundo, en el que el pecado y sus secuelas de opresión e injusticia se hacen presentes. Es un mensaje portador de fuerza sobrenatural que va abriendo los caminos de la liberación anhelada por los hombres, especialmente por los pobres, cautivos, oprimidos, y ya realizada inicialmente en Cristo. Sólo la verdad libera. Sólo el amor reconcilia. Sólo en Cristo se realiza la paz auténtica y duradera.

Ahora bien, sí queremos llegar hasta la raíz de tantos males que cristalizan en estructuras de injusticia y de pecado, hemos de mirar al corazón del hombre: «Desgarrado en su interior, el hombre provoca, casi inevitablemente, una ruptura en sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado» (Reconciliatio et Paenitentia,  15). El pecado, que es ruptura de la comunión, desencadena los dinamismos del egoísmo, las divisiones, los conflictos.

Llámese orgullo o injusticia, prepotencia o explotación de los demás, codicia o búsqueda desenfrenada del poder o del placer, odio, rencor, venganza o violencia, la raíz es siempre la misma: el misterio de la impiedad que separa al hombre de Dios, que lo aleja de su voluntad y levanta permanentemente muros de división.

4. La constatación de la realidad del pecado como fuente primordial de división, por una parte, y el deseo de unidad que surge en todos los corazones de buena voluntad por otra, son manifestación clara de que hemos de recorrer con un renovado esfuerzo los caminos de la reconciliación, tanto en el plano individual como social.

El hombre, «cuando examina su conciencia, siente su inclinación al mal » (Gaudium et spes, 13) y descubre la raíz de su propia división interior. Pero dentro de sí mismo bajo la mirada de Dios « que escruta los corazones » (Sal 7, 10), resuena también la voz que llama a la unidad con Dios y con el hermano.

La unidad, la reconciliación, que pasan necesariamente por el perdón y la justicia, son como una nostalgia del corazón del hombre a todos los niveles de la convivencia humana. En medio de las tensiones familiares, los hogares viven la nostalgia de una comunión perdida y el anhelo de una reconciliación mutua, que es fuente de paz y de serenidad para todos los que componen la iglesia doméstica de cada familia.

Hay también una necesidad apremiante de superar, dentro del marco de la legalidad, las confrontaciones surgidas en esta época del desarrollo industrial, entre el mundo del capital y el del trabajo. Dichos conflictos están pidiendo soluciones que logren reforzar los vínculos de la colaboración y la compenetración recíproca, como he expuesto ampliamente en mí Encíclica Laborem Exercens. Sin un sincero espíritu de reconciliación entre las partes implicadas, no se podrá garantizar una justa paz laboral, tan necesaria para el desarrollo del país y el reconocimiento de los legítimos derechos de las clases menos favorecidas.

5. Pero la palabra reconciliación tiene hοy en Colombia una resonancia conmovedora porque está transida de anhelos y de lágrimas, de temores y de inseguridad para tantos hijos de esta noble patria. ¡Cuánto deseáis, amados colombianos, que callen las armas, que se estrechen fraternalmente las manos que las empuñan, que llegue para todos esa paz querida e invocada, buscada con esfuerzo, esperada con afán... después de tantos años de violencia que no han dejado más que lutos de muerte y heridas dolorosas, difíciles de cicatrizar!

¡Qué sabias y proféticas fueron las palabras de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI en su visita a Colombia: «La violencia no es cristiana ni evangélica; la violencia engendra nueva violencia»! (Homilía en la misa de la Jornada del Desarrollo, 23 de agosto de 1968),

¿Cómo lograr de inmediato la paz de los campos y de las ciudades; la paz que permita al agricultor trabajar sin zozobras; al ciudadano recorrer sin sobresaltos las calles de su ciudad, de día y de noche; a todos disfrutar de una vida tranquila y serena?

Sólo mediante una sincera, profunda reconciliación de cada uno con Dios y de todos entre sí; pidiendo y otorgando el perdón, renovando un compromiso de amor solidario y justo entre todos los colombianos.

6. Con demasiada frecuencia descubrimos que existen en las personas y en la sociedad rupturas que hay que subsanar, divisiones que es necesario superar. En ellas se manifiestan las fuerzas del mal, el «misterio de la iniquidad»; pero su poder se ve sobrepujado y vencido por el «misterio de la piedad», que es Cristo mismo, «camino abierto por la misericordia divina a la vida reconciliada» (Reconciliatio et Paenitentia,  22). Dondequiera que los hombres levanten murallas de odio, de opresión, de violencia o de injusticia, allí estará Cristo con su gracia para derribar las murallas, vencer el odio y la violencia, restablecer la comunión y la paz con un amor más fuerte que el pecado, porque es capaz de superar el mal con la fuerza del Espíritu.

En vuestra catedral de Barranquilla se levanta majestuosa la escultura de Cristo Resucitado, que es como un canto a la reconciliación de la tierra con el cielo y de los hombres entre sí. A los pies de la imagen del Resucitado las razas india, blanca y negra, son la expresión plástica de la reconciliación entre los hombres porque en Cristo ya no hay divisiones ni separaciones: todos somos hijos de Dios, todos somos «uno» en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 26-28).

En efecto, Cristo es la imagen viva de nuestra reconciliación. En la mañana de su resurrección El va a anunciar a sus discípulos la paz y los reúne para comunicarles su Espíritu, el don de la reconciliación con el Padre, el dinamismo de la reconciliación entre los hombres.

En esa imagen de vuestra catedral se manifiesta la infinita piedad de Dios para con nosotros en su Hijo crucificado, resucitado, fuente del Espíritu de amor. Este Espíritu penetra en las raíces más escondidas de la iniquidad y suscita en los corazones un movimiento de conversión que lleva a la reconciliación con el Padre y los hermanos, en el seno de la Iglesia, mediante el sacramento de la penitencia.

7. «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4, 18). La plenitud de los dones, fruto del sacrificio de Jesús se ha derramado en los corazones de los fieles para que a lοs que confiesan sus pecados les sea otorgado el perdón y la gracia. Del corazón de Cristo nace la reconciliación perenne que ofrece la Iglesia en la efusión del Espíritu Santo.

El Espíritu de Jesús abre al diálogo de la caridad los corazones endurecidos, hace que los enemigos se estrechen la mano, mueve a los que eran rivales a buscar el camino de la concordia. Los que se sienten perdonados, experimentan el deseo de perdonar y los que han gustado la paz de Dios se transforman en constructores de paz.

El mensaje de Jesús, su obra redentora, el don de su Espíritu están presentes en la Iglesia para realizar la reconciliación universal, para vencer el pecado y sus consecuencias, para construir un orden nuevo en la justicia y el amor.

Los cristianos de todos los tiempos, vosotros, amados hijos de Colombia, estáis llamados a vivir según estas exigencias evangélicas, las únicas capaces de transformar con las energías de la resurrección de Cristo las estructuras injustas que son fruto del pecado.

8. La primera exigencia de la reconciliación en Cristo, que es don misericordioso del Padre, es la conversión personal como actitud previa para la concordia entre las personas. Superar la ruptura radical del pecado para reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás, presupone una transformación interior que exige esfuerzo y sacrificio, renuncia y cruz, según el espíritu de las bienaventuranzas. A esta conversión radical, a esa transformación de la mente y del corazón, que culmina en el sacramento de la reconciliación, os invito a todos, para que seáis mensajeros de paz, para que seáis hombres y mujeres reconciliados y reconciliadores.

No hay reconciliación verdadera donde no hay perdón, porque el perdón es el acto más profundo del amor de Dios hacia nosotros; y es, al mismo tiempo, el acto más noble que puede realizar el cristiano, un gesto por el que se asemeja al Padre que está en los cielos (Lc 6, 36). El perdón, como he expuesto en mi Encíclica Dives in Misericordia, es el momento original del amor cristiano, la expresión de esa misericordia sin la cual aun las exigencias más fuertes de la justicia humana corren el riesgo de ser injustas e inhumanas, como con frecuencia la historia, incluso reciente, nos ha hecho constatar.

Por eso, sabiendo que me dirijo a hombres y mujeres fieles de la Iglesia, os aliento a que construyáis comunidades, familias, parroquias que sean signos de paz y de unidad en la caridad. Y con el Apóstol San Pablo os repito: «Revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros... y que la paz , de Cristo presida vuestros corazones» (Col 3, 12-15). A esa paz he venido a exhortaros; para que entre vosotros crezca y se afiance la solidaridad en el esfuerzo de construir una patria más justa y fraterna, un gran hogar donde puedan vivir en armonía todos los colombianos.

9. Queridos hijos e hijas de esta nación católica: ya próxima a concluirse mi visita pastoral a Colombia, vuelvo mi mirada agradecida al afecto sincero con que me habéis acogido, al entusiasmo de vuestra participación, a la profunda fe y religiosidad que he podido constatar en cada una de nuestras celebraciones comunitarias.

En vuestro país, como en otras naciones de América Latina, en medio de tanta riqueza de humanidad y de fe cristiana, quedan tantos problemas por resolver. La injusta distribución de las riquezas, la insuficiente tutela de los derechos de los más débiles, la desigualdad de oportunidades, el desempleo y otras graves cuestiones, piden un inmenso esfuerzo solidario de todos en la promoción de la justicia social.

Junto a estos problemas existen también esos males sociales que vuestros obispos han denunciado recientemente: la violencia terrorista y guerrillera, la tortura y los secuestros, el abuso del poder y la impunidad de los delitos; el uso de la droga y el abominable crimen del narcotráfico. Todo ello está pidiendo a este pueblo que saque a relucir sus mejores reservas de fe y de humanidad, para erradicar esas lacras sociales que no corresponden a vuestros más auténticos sentimientos humanos y cristianos.

He percibido, amados hijos de Colombia, vuestra profunda aspiración y vuestro ardiente anhelo de paz. Ha surgido como un clamor constante de todas las gargantas, de todos los corazones. Antes de dejar este amado suelo de Colombia, quiero asumir una vez más este clamor vuestro. Hago un llamamiento a todos los colombianos, en particular a quienes están en la guerrilla, para que se pongan en consonancia con ese clamor por la paz de todo el pueblo. Que todos, de manera especial los que han empuñado las armas, participen sinceramente en la búsqueda de la paz y se abran a las iniciativas que se han emprendido y a las que se emprenderán en el futuro para una reconciliación nacional, en el pleno respeto de la vida humana y conforme a las exigencias de la justicia.

Con palabra de esperanza y como compromiso de fe os animo a dirigir vuestra mirada a Cristo, Redentor del hombre, Salvador del mundo. El es nuestra reconciliación y nuestra paz.

Junto a El, en una nación consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, todos los colombianos podrán sentirse hermanos, unidos en el perdón mutuo, en la comunión solidaria de los bienes materiales, en el esfuerzo de todos para encontrar los caminos de la reconciliación y de la paz, que serán también los del progreso material y espiritual, personal y social.

En esta hora de vuestra historia os exhorto a permanecer fieles en vuestra fe y a manifestarla en vuestras obras.

Confío a Dios, infinitamente misericordioso, este llamamiento mío de Padre y Pastor, para que haga germinar la semilla que he ido esparciendo a lo largo y a lo ancho de vuestro país, en la tierra fértil de tantos corazones generosos.

Al mismo tiempo os invito a dirigiros conmigo a la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, a quien veneráis con especial cariño en vuestra iglesia catedral como Reina y Auxiliadora. Bajo su amparo maternal seguid trabajando para hacer de Colombia una patria grande, una tierra acogedora para todos sus hijos, una nación católica que sepa vivir en la solidaridad, la concordia y la paz.

¡Señor, asiste con tu gracia a Colombia! ¡Consérvala para siempre unida en la fe y en el amor! ¡Tú, que eres nuestra Paz, haz que reine en los corazones de todos los colombianos tu paz! Amén.

 



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