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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE OBISPOS ESPAÑOLES
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 24 de octubre de 1986

 

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. “Mi alma desea alegrarse con vosotros en la palabra de Dios y manteneros en El, porque es nuestra alegría y salvación... Alegraos conmigo en El, en su palabra, caridad, verdad”  (S. Agustín, Enarr. in Ps. 41, 1). Sean estas palabras, tomadas de san Agustín,  expresión de mis sentimientos de afecto y gozosa comunión hacia vosotros, Pastores de Iglesias particulares en las provincias eclesiásticas de Burgos, Pamplona y Zaragoza.

Mi satisfacción es doble en este caso, ya que saludo en vosotros y en vuestras respectivas diócesis a tierras en parte conocidas, a personas amigas, desde que un viaje pastoral todavía reciente me llevó al corazón de vuestra fe y de vuestras tradiciones. Recordaré siempre con sumo gusto aquellas intensas jornadas; hoy en particular, la Eucaristía celebrada en Loyola y el acto misional en el Castillo de Javier: dos lugares o, si preferís, dos símbolos de singular relevancia eclesial vinculados, a la par que Caleruega, Silos y La Calzada, a figuras excelsas de Santos cuyo amor filial a la Iglesia les llevó a ofrendar sus vidas sin más horizonte que la expansión del evangelio y la salvación de las almas. Y ¿qué decir de mis dos visitas en corto espacio de tiempo a Zaragoza, donde he podido admirar la acendrada raíz mariana que, desde aquel Pilar bendito, sigue alimentando la fe del pueblo español?

A estas experiencias directas, tengo que sumar un singular aprecio por todas vuestras gentes: Castilla, Aragón, La Rioja, Vascongadas y Navarra son tierras fecundas y llenas de vitalidad para la historia y la religiosidad de vuestro país y de la Iglesia universal a las que saludo con respeto y cariño en sus pastores.

2. Durante estos días a través de los coloquios personales tenidos con cada uno de vosotros –y más extensamente a la vista de vuestras Relaciones quinquenales– he podido comprobar que efectivamente vigiláis en todo momento por el bien de vuestras comunidades eclesiales, conscientes de “haber recibido un Espíritu que no duerme” (cf. S. Ignacio de Antioquía, Ad Polycarpum, 1, 3). De vuestra presencia edificante dan testimonio elocuente el diálogo fraterno y constante con el presbiterio diocesano, las visitas a las parroquias, el impulso dado a los ministerios y a las asociaciones de apostolado. Y, como núcleo que amalgama toda esta ardua tarea, sé también que no escatimáis energías en promover una amplia evangelización centrada en la vida sacramental y orientada a corroborar “la fe que se verifica en la caridad” (cf Ga 5, 6). Al mismo tiempo que habéis expuesto este amplio despliegue de vuestro oficio pastoral, habéis manifestado también inquietudes íntimas, dificultades u obstáculos, sombras más o menos difundidas, que os dan serias preocupaciones, cuando no hieren vuestra conciencia y responsabilidad de Pastores del pueblo de Dios.

Os agradezco vuestra sinceridad y me hago solidario con vuestro decidido propósito de proseguir sin decaimiento en vuestra denodada labor. Por mi parte, quiero hoy, en el imperioso deber de “confirmar a los hermanos”, ofreceros algunas reflexiones que me han sugerido los diálogos de estos días y que me dicta mi solicitud por todas las Iglesias como Sucesor de Pedro.

En mi viaje pastoral a España, en el otoño de 1982, quise poner de relieve esa herencia católica que ha de ser a su vez firme punto de apoyo para afrontar el presente y abrirse al futuro: “Amando vuestro pasado y purificándolo, seréis fieles a vosotros mismos y capaces de abriros con originalidad al porvenir” (cf. Ceremonia de despedida en el aeropuerto de Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982, n. 3) .

Ciertamente hemos de asumir con prontitud de ánimo, despierto y sosegado, el ritmo acelerado de la actividad humana, que ha originado nuevas formas y niveles de vida, así como nuevas dificultades que ponen a prueba también la capacidad de renovar la religiosidad. Pero renovación ha de entenderse como revitalización: las viejas raíces, bien cultivadas con esfuerzo pastoral, son capaces de dar hoy una cosecha tan espléndida como la que dieron en un pasado glorioso.

3. Ante todo, una cosecha de fe, virtud sin la cual “es imposible agradar a Dios”(Hb 11, 6). Una fe vigorosa, que acoja y proclame el depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia, de suerte que Pastores y fieles, en plena concordia, conserven, practiquen y profesen la fe recibida (cf Dei Verbum, 10). 

Es cierto que vuestros pueblos, en su inmensa mayoría, confiesan la fe católica, que las familias abrigan el deseo de que sus hijos sean educados en ella y que por doquier se conservan aún con cariño tradiciones varias en las que se expresa la religiosidad popular. Sin embargo, algunos fenómenos de vasta expansión como la creciente secularización ambiental, un secularismo anticristiano que halla puntual eco en algunos medios de comunicación social, junto a un cierto pluralismo que en no pocos casos difumina la identidad cristiana, van abriendo paso a una situación preocupante, en la que aumenta el número de los que dan por perdida o superada la fe o la desconectan de la diaria existencia. Ahora bien, como ha dicho el Concilio Vaticano II, “el divorcio entre la fe y la vida diaria en muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestro tiempo” (Gaudium et spes, 43). Error que se manifiesta no sólo en el descenso de las prácticas religiosas, sino también en la deformación de las conciencias, al juzgar como logros de la modernidad postulados propios de un hedonismo materialista o actitudes que son, lisa y llanamente, violación de la Ley de Dios.

Esta desconcertante y turbia situación se agravaría aún más si no se cae en la cuenta de que para reparar tales falsedades y abusos urge una intensa actividad pastoral de promoción de la fe mediante la catequesis en sus diversas formas; una catequesis, firme y paciente, disipadora de confusiones, que por su contenido, en sus respectivos niveles sea capaz de procurar a todos los fieles razón de su esperanza (cf. 1P 3, 15) y entrañe una gozosa orientación a la práctica del bien (cf. ibíd., 2, 15).  Para llevar a cabo esta tarea fundamental –que es uno de los principales deberes del Obispo, como pregonero de la fe y maestro auténtico de la misma (cf Lumen gentium, 25)– además de la ayuda fiel y constante de “próvidos cooperadores”, es decir, los presbíteros (cf. Presbyterorum Ordinis, 2),  habéis de recabar insistentemente la colaboración de laicos bien preparados, para cuya adecuada formación tenéis derecho de esperar la valiosa contribución de las Universidades de la Iglesia y, en especial, de las Facultades de Sagrada Teología de vuestras Provincias Eclesiásticas.

4. La promoción de un laicado, responsable de sus obligaciones eclesiales no debe aminorar vuestra preocupación especialísima por la esmerada formación de los seminaristas. Gracias a Dios, parece haber “tocado fondo” la crisis de vocaciones, estrechamente vinculada a la “crisis de identidad sacerdotal”; pero aún falta mucho para llegar a una recuperación satisfactoria. Esta sólo se conseguirá cuando el modelo sacerdotal se ajuste plenamente al diseñado por el magisterio de la Iglesia, y se apliquen fielmente en los seminarios las normas establecidas por la Santa Sede.

Procurad a toda costa que los formadores y profesores de vuestros seminarios mayores y menores sean ejemplarmente fieles a esas normas, a fin de que la riqueza doctrinal, el espíritu de servicio eclesial y el celo por la salvación de los demás preparen gradualmente a los seminaristas, para que un día podáis imponerles gozosamente las manos y lleguen a ser los esperados “ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4, 1).

Los tiempos que corren requieren sacerdotes dispuestos al sacrificio, formados en el espíritu de oración y de trabajo, con una seria preparación en las ciencias eclesiásticas, entrenados en la obediencia, entusiasmados con el ideal del servicio a Cristo y a la Iglesia en el ejercicio del ministerio. Ellos serán el mejor reclamo para muchos jóvenes generosos, que desean ver modelos convincentes.

5. Sacerdotes así, serán los guías y motores de la evangelización, bajo su doble aspecto de predicación de la palabra de Dios y de sacramentalización. Por lo que a ésta última se refiere, es cierto que la renovación litúrgica ha dado ya laudables frutos en vuestras Diócesis y que la participación de los fieles en las celebraciones litúrgicas es efectiva. Sin embargo, sería lamentable que se incurriese en nuevos formalismos. La profundidad de la vida litúrgica se ha de medir, sobre todo, por la asiduidad y preparación personal para recibir o celebrar los sacramentos.

Por eso quiero llamar la atención, como ya lo hice en la exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia, sobre la menor frecuencia con que los fieles suelen acudir al sacramento del perdón.  Así pues, os exhorto una vez más – a vosotros y a vuestros sacerdotes a que deis facilidades para que los fieles individualmente puedan acercarse a este sacramento y pongáis en acción todos los medios posibles y convenientes para ello (cf. ibíd., 31, IV).  Uno de esos medios consistirá en evitar los abusos en las absoluciones generales. “Las normas y las disposiciones sobre este punto (cf. Código de Derecho Canónico, cann. 961-963),  fruto de madura y equilibrada consideración, deben ser acogidas y aplicadas, evitando todo tipo de interpretación arbitraria” (Reconciliatio et Paenitentia, 33);  de lo contrario no podréis sentiros exentos de responsabilidad, al contribuir con el silencio a la deformación de las conciencias de los fieles y a que se menosprecie el valor del sacramento. Tales abusos, donde se den, ciertamente han de corregirse, cuanto antes.

6. Sin perder de vista las bases de una vida cristiana auténtica, es de desear que impulséis sin desmayos los movimientos apostólicos, que adquieren su fuerza en la fe y en la vida sacramental.

No os canséis de inculcar que “el apostolado de los laicos brota de la misma esencia de su vocación cristiana”; (Apostolicam Actuositatem, 2)  que los laicos, individualmente o legítimamente asociados, han de trabajar para atraer a la Iglesia a los alejados, han de ayudar en la catequesis, adoptar actitudes eficaces de disponibilidad para muchas tareas parroquiales y diocesanas (cf. ibíd., 10);  sobre todo, han de dar testimonio de vida familiar cristiana y defender los valores de esta célula primordial de la sociedad frente a los embates de quienes intentan minarla. Esforzamos también por conseguir que los jóvenes católicos ejerzan el apostolado personal para contrapesar la corrosión de sus ideales, a que les inducen ideologías anticristianas, así como para superar el desaliento generado por el paro y sus lamentables consecuencias.

Entre las diversas exigencias de la vocación cristiana, no dejéis de estimular entre los laicos la que les es más propia: “instaurar el orden temporal y actuar directamente y de forma concreta en ese orden, dirigidos por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana” (Ibíd., 7).

7. Todo lo cual requiere no sólo aquella profunda revitalización que promovió el Concilio y que ha promulgado el último Sínodo extraordinario de los Obispos, sino también una mejor funcionalidad de las estructuras eclesiales, según ha perfilado el nuevo Código de Derecho Canónico. No basta crearlas en cada Diócesis. Tampoco es conveniente que proliferen más de lo necesario. Lo que importa es que sirvan eficazmente a los objetivos pastorales pretendidos, de suerte que las mayores energías no queden absorbidas por las constantes planificaciones o las organizaciones teóricas, sino que imbuyan en esas estructuras el espíritu y la agilidad convenientes para no caer aquí tampoco en la tentación de los formalismos, es decir, de las apariencias sin suficiente contenido realmente apostólico.

8. Finalmente, con harto dolor, tengo que referirme, para una vez más lamentar, que en algunas de vuestras diócesis persista, el incalificable azote del terrorismo. ¿Será necesario reiterar que ninguna sana motivación humana, ninguna recta ideología puede justificarlo, ni siquiera disculparlo? ¡Cese pues el odio, generador de muerte y destrucción! Y que, naturalmente, esa actitud de beligerancia no halle ya jamás el mas mínimo respaldo en personas que se dicen católicas o animadas de buena voluntad.

Me consta que en vuestra actividad pastoral no habéis dejado de hacer reiterados llamamientos a la paz. Mi exhortación ahora se dirija, sobre todo, a recomendaros la persistencia paciente y activa en la promoción de la paz. Vosotros mismos en un texto muy reciente emanado de la Conferencia Episcopal Española, habéis expuesto la necesidad de ser “Constructores de la Paz”. A esa tarea realizada con entrega sin límites quisiera convocaros y animaros de nuevo. Se trata no sólo de condenar la violencia, sino sobre todo de trabajar para hacerla cada vez menos posible fomentando en las gentes el espíritu de la paz. Es esa una labor lenta y acaso de poco rendimiento a corto plazo. Sin embargo es la única que ofrece garantías de eficacia.

La lucha entre la violencia y la paz, entre la intolerancia y la razón, entre el extremismo y la moderación, entre la fuerza y el derecho se libra sobre todo en el interior de las conciencias. Es a ellas a las que hay que llegar y a las que hay que moldear con una educación pertinente. En cualquier caso, es labor larga y delicada a la que los que vivimos de la inspiración del evangelio no podemos renunciar. Anunciar la paz es algo sustancial al evangelio. Es en cierto modo en núcleo del mensaje. Los ángeles anuncian la “buena nueva” en términos de paz. Cuanto hagáis, por tanto, para que la paz sea posible en vuestras tierras, para que entre vuestras gentes se sustituya la violencia por el diálogo, para que el odio que engendra el terror se transforme en voluntad de convivencia, será ya obra de paz y anuncio del evangelio.

9. Que el Espíritu Santo, “Señor y dador de vida”, garante de la verdad revelada por Cristo y motor de la auténtica renovación eclesial, os infunda, por mediación de la Santísima Virgen y por intercesión de los Santos y Santas de vuestra tierra, la fuerza necesaria y el entusiasmo apostólico.



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