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VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS AUTORIDADES DE LA REPÚBLICA POPULAR DE POLONIA*

Castillo Real de Varsovia
Lunes 8 de junio de 1987

 

1. Ilustre Señor General, Presidente del Consejo de Estado; ilustres representantes de las autoridades del Estado; señores y señoras:

El encuentro de hoy, con motivo de mi tercera peregrinación a la Patria, se celebra en el Castillo Real de Varsovia.

Este Castillo, destruido como toda la capital durante la Segunda Guerra Mundial, ha sido reconstruido y puede seguir atestiguando las tradiciones de Polonia como Estado y la historia de la Patria independiente y soberana.

En mi mente vinculo esta residencia con el Castillo Real de Wawel para obtener así una imagen más completa de esta historia en el transcurso de los siglos. Habría que remontarse aún más, a Poznan y a Gniezno, las sedes más antiguas de los Piast. Surge entonces ante nosotros la historia milenaria de la nación y del Estado Polaco, de esta República que, especialmente desde finales del siglo XIV, ha reunido dos, tres e incluso más naciones. Un País ampliamente abierto a todos, independientemente de las diferencias étnicas, culturales y religiosas. Vuelven con frecuencia a nuestra mente las palabras de aquel soberano que, en una época de grandes tensiones, a veces incluso sangrientas, sabía que «no era el rey de las conciencias humanas», y lo declaró públicamente.

2. El Castillo Real de Varsovia ha resurgido de entre las ruinas: éstas han desaparecido; pero de la conciencia de los polacos, y de la de otros muchos pueblos europeos, no ha desaparecido el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial.

Si en las declaraciones de los hombres de Estado, incluso en las del Señor Presidente del Consejo de Estado, resuena con muchísima frecuencia la palabra «paz», ésta sigue unida ante todo a aquella guerra, que tantas víctimas causó. Recordaré mi presencia en 1979 en el lugar del campo de concentración de Auschwitz y las palabras que pronuncié en aquella ocasión, parándome ante las lápidas con la inscripción en diecinueve lenguas. Cada una de esas lápidas sigue siendo casi un testigo mudo de la terrible hecatombe. Recuerdo haber mencionado entonces las lápidas con la inscripción en hebreo, ruso y polaco.

¡Estas lápidas testimonian el horror de la Segunda Guerra Mundial y constituyen una advertencia...!

3. Esta advertencia ha hallado eco en la conciencia de los pueblos, sobre todo de aquellos que experimentaron de un modo especial sobre sí las atrocidades de la guerra; y entre ellos, sin duda, la Nación Polaca ocupa uno de los primeros lugares. Si lo recuerdo hoy, lo hago además con la finalidad de subrayar una vez más esa gran afirmación de la conciencia – de alguna manera común a todos los hombres – expresada en la Carta de los Derechos Humanos. Este documento se halla casi en las mismas bases de la Organización de las Naciones Unidas, cuyo objetivo es vigilar la pacífica coexistencia de las naciones y de los Estados en todo el Globo terrestre.

La elocuencia de la Carta de los Derechos Humanos es clara y universal. Si deseáis conservar la paz, acordaos del hombre. Acordaos de sus Derechos, que son inalienables porque surgen de la humanidad misma de toda persona. Acordaos, entre otras cosas, de su derecho a la libertad religiosa, del derecho a asociarse y a expresar sus opiniones. Acordaos de su dignidad; en ella deben confluir las iniciativas de todas las formaciones sociales humanas: la comunidad, la sociedad, las naciones y los Estados viven plenamente una vida humana cuando la dignidad del hombre, de cada uno de los hombres, no deja de guiar desde sus mismos fundamentos su existencia y actividad. Toda violación y falta de respeto a los Derechos del hombre constituye una amenaza a la paz.

4. Precisamente de este tema hablé ante la Sesión Plenaria de las Naciones Unidas el 2 de octubre de 1979, pues esta verdad sobre la paz, según la enseñanza de la Iglesia, tiene una importancia capital.

Muchas veces ha encontrado expresión en las intervenciones de la Sede Apostólica, y de modo muy prestigioso en la Encíclica «Pacem in terris» del Papa Juan XXIII.

El tema de la «paz en la tierra», tan estrechamente unido al mensaje evangélico, en cierto sentido, desde sus primeros capítulos (cf. Lc 2, 14), no deja de ser objeto de constantes advertencias por parte de la Iglesia, de intervenciones de los distintos Episcopados, y de modo particular de la Sede Apostólica, en diversas ocasiones, comenzando por el primer día de cada año. En la última época, y en el contexto del Año de la Paz proclamado por la Organización de las Naciones Unidas, resultó especialmente elocuente el encuentro en Asís: la oración por la paz, a la que fueron invitados no sólo todos los cristianos, sino además los representantes de las religiones no cristianas.

5. La última vez que estuve en la Patria, en los difíciles días de 1983, mi saludo se expresó con las siguientes palabras: «¡Paz a ti, Polonia, Patria mía!

Al tomar hoy la palabra en el Castillo Real de Varsovia, tengo presente ante los ojos de mi alma toda la historia de la Patria, tantas veces marcada con el sello de la guerra y de la destrucción.

Estas experiencias históricas, y especialmente las experiencias de la última guerra, constituyen para nosotros un reto especial para llevar a cabo la «lucha por la paz» también en nuestra Patria.

¿Podemos hacerlo de otro modo que no sea refiriéndonos a la «Carta de los Derechos Humanos»? Efectivamente, entre las naciones y en el seno de una sociedad, la paz es siempre el fruto maduro de la justicia social: opus iustitiae pax.

Así, pues, es necesario comenzar desde la sociedad. Desde los hombres, de esos hombres que forman la Polonia de la segunda mitad del siglo XX. La Polonia de los años sesenta, setenta, ochenta.

Si cada uno de estos hombres posee su propia dignidad personal, tiene además derechos adecuados a ella. En el nombre de esta dignidad, es justo que todos y cada uno tiendan a ser no sólo objeto de las directrices de la autoridad o de las Instituciones estatales, sino además sujeto de las mismas. Y ser sujeto significa: participar en la gestión de la «cosa pública» de todos los polacos.

La nación vive su vida auténticamente sólo cuando experimenta que los ciudadanos son sujetos activos en toda la vida del Estado; cuando comprueba que es dueña de su propia casa, que participa en las decisiones mediante su trabajo, mediante su contribución.

¡Cuán esencial es para la vida de una sociedad que el hombre no pierda la confianza en su trabajo, que no sienta desilusión a causa de este trabajo; que pueda afirmarse en él y a través de él como hombre! Y que pueda hacerlo él, su familia, sus convicciones.

Esto tiene a su vez una importancia fundamental para toda la economía nacional. La economía, como el trabajo, es para el hombre, y no el hombre para el trabajo, para la economía. Sí, sólo cuando el hombre tiene conciencia de que es sujeto activo, cuando trabajo y economía se hallan ordenados al hombre, sólo entonces también él es para el trabajo y para la economía. Sólo así se puede construir igualmente el progreso económico. El hombre es siempre lo primero.

6. Digo esto porque la mencionada verdad forma parte del mensaje de la Iglesia en el mundo contemporáneo; de su mensaje de paz y de justicia.

Me permito hablar así, porque estoy profundamente convencido del periodo difícil que está atravesando la vida de la nación y del Estado. Difícil en sentido socio-económico.

Por ello, deseo citar además en este sentido, las siguientes palabras del Concilio Vaticano II: «Se debe alabar además el modo de actuar de aquellas naciones en las que se concede a la mayoría de los ciudadanos participar en la gestión de la cosa pública en un clima de verdadera libertad» (Gaudium et spes, 31). Subrayando en este sentido la «solidez de los poderes públicos», el Concilio continúa: «Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de los diferentes grupos que integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la Humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (ib.).

7. Pido continuamente al Señor que conceda precisamente estas «razones de vida y de esperanza» a mi Patria, a la nación de la que siempre me siento hijo. Como Obispo de Roma, intento llevar con este espíritu mi servicio a todos los hombres y a todas las naciones; éste es de hecho el servicio propio de la Iglesia. En tierra polaca lo ejercen los Pastores de la Iglesia.

En el espíritu de estas mismas «razones de vida y de esperanza», hago votos por cuantos ostentan el poder y tienen al mismo tiempo una responsabilidad especial en esta fase actual de la historia de nuestra nación. Pongo estos votos en manos del Señor Presidente del Consejo de Estado.

Hago votos además para que Polonia tenga –y aumente constantemente– el lugar que le corresponde entre las naciones y los Estados de Europa y de todo el Globo terrestre.

Agradezco una vez más la invitación. Extiendo este agradecimiento a todos los Órganos de las autoridades regionales y locales, a todos aquellos para quienes la estancia del Papa entre sus compatriotas ha supuesto también un incremento de fatigas y de responsabilidades.

Todos tenemos el deseo de servir a las generaciones de hoy y a las futuras. El contenido de este servicio se expresa con mucha exactitud en la frase: formar y transmitir «razones de vida y de esperanza».

Lo deseo de todo corazón.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.24, p.24.



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