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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS

Catedral de Montevideo
Martes 31 de marzo de 1987

 

Venerables hermanos en el Episcopado,
queridísimos sacerdotes, religiosos, religiosas,
personas consagradas, diáconos y seminaristas,
aquí presentes o unidos a nosotros en espíritu de comunión eclesial
:

1. Muchas veces he pensado en vosotros, en vuestra labor evangelizadora y en el empeño que ponéis para hacer llegar el mensaje de Cristo a los hombres y mujeres de vuestro amado país. Al encontrarme hoy entre vosotros en esta catedral metropolitana de Montevideo, siento una honda alegría que quiete manifestarse en continua acción de gracias a Dios.

Me alegra sobremanera que, a pesar del poco tiempo que en esta ocasión voy a permanecer en vuestra patria, se haya programado este encuentro –y que realmente sea el primero– para haceros así partícipes de mi afecto y deciros personalmente cuánto aprecio vuestra generosa e insustituible, colaboración en la grandiosa tarea de la nueva evangelización de este país tan querido por el Papa, y que tantas esperanzas suscita en el conjunto de la Iglesia latinoamericana.

Por primera vez viene a visitaros el Sucesor de Pedro. Quiera el Señor que este momento de gracia tan señalado sea propicio para afianzaros en la fe y para vigorizar en vuestra conciencia los lazos de íntima comunión con la Sede Apostólica, con vuestros obispos y con tantos hermanos esparcidos por el mundo entero. Unidos fraternalmente con vosotros en el consolador misterio del Cuerpo místico de Cristo, aun sin conoceros, os aman y oran por vosotros, como vosotros lo hacéis por ellos. Fundamento visible de esta unidad es el ministerio de Pedro, querido por el mismo Cristo y sentido por vosotros y por tantos hijos de la Iglesia con quienes me encuentro a lo largo de mis viajes misioneros.

Deseo ahora agradecer muy cordialmente las palabras de bienvenida que Monseñor José Gottardi, arzobispo de Montevideo, acaba de dirigirme en nombre de la Conferencia Episcopal Uruguaya y de todos vosotros.

Me ha producido especial satisfacción saber que estáis empeñados en un particular esfuerzo evangelizador, para llevar adelante la Misión popular en todas y cada una de las diócesis del Uruguay, lo cual constituye tradicionalmente un medio insustituible para una renovación periódica y vigorosa de la vida cristiana (Cathechesi tradendae, 47). Por eso os animo a preparar esta a Misión ” con todo entusiasmo, con generosidad y audacia evangélica, en un clima de perfecta unidad y comunión con vuestros obispos, para que, con la ayuda de Dios, logréis alcanzar los objetivos que, siguiendo el camino trazado por Puebla (Puebla, 165-339), os habéis propuesto, es decir, llevar capilarmente a todos los hombres y mujeres del Uruguay la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, como mensaje de salvación que transforma los corazones y la sociedad entera.

2. En nuestros oídos resuena siempre vivo el mandato del divino Maestro: "Id y enseñad a todas las gentes a observar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). Conscientes de tan gran responsabilidad, habéis de sentir como propia la inquietud apostólica de San Pablo, cuando exclamaba: “¡Ay de mi si no evangelizare!” (1Cor. 9, 16). Y como recomienda el mismo Apóstol, habéis de predicar la palabra a "tiempo y a destiempo" (2Tm 4, 1-2) , plenamente convencidos de la fuerza inherente a la verdad que la Iglesia profesa desde hace dos mil años.

Toda acción evangelizadora se orienta, en consecuencia, a lograr que cada persona y cada comunidad se abran plenamente a la Palabra de Dios. "La fe, en su esencia más profunda, es apertura del corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo" (Dominum et Vivificantem, 51). La Iglesia os será infinitamente grata si no os cansáis de ayudar a los hermanos a recibir la Palabra divina tal como es: revelada e inspirada por Dios como iniciativa y don suyo, predicada por la Iglesia, celebrada en la liturgia y vivida por los Santos. Sólo así vuestras comunidades estarán en condiciones de "releer" de manera auténtica la Palabra ante los acontecimientos nuevos. “Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la Revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones” (Dei Verbum, 5).

Como toda Iglesia local, también la vuestra puede mostrar, con legítimo orgullo, elocuentes monumentos que, como en esta misma catedral, recuerdan la eficacia de esa fuerza y verdad evangélica en vuestra patria. Me estoy refiriendo, entre otros, a personas que, cual figuras luminosas se van agigantando con el correr de la historia: el primer vicario apostólico Dámaso Antonio Larrañaga, cuyo nombre ha tomado vuestra recientemente erigida Universidad Católica del Uruguay; vuestro primer obispo, el Siervo de Dios Monseñor Jacinto Vera, Pastor celoso y ejemplar; y ese gran pensador y maestro que fue Monseñor Mariano Soler, primer arzobispo de esta provincia eclesiástica. El ejemplo y la obra imperecedera de estos y tantos otros nombres insignes de la Iglesia en el Uruguay, no pueden quedar olvidados. Hoy más que nunca es necesario alzar la antorcha de la verdad evangélica para iluminar los pasos inciertos y sin esperanza de tantos hermanos nuestros que caminan a la deriva. El camino de la Iglesia es ese hombre, en cuyo corazón “el Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza” (Dominum et Vivificantem, 67).

3. Sin embargo, no debemos olvidar que la fuerza eficaz y transformadora de la palabra revelada no dimana de la humana elocuencia con que viene proclamada, sino de la verdad inherente en ella misma, es decir, de su autenticidad como Palabra de Dios. Es el mismo Maestro quien, al transmitir el mensaje recibido del Padre, siente la necesidad de subrayar que actúa en plena fidelidad a su divina fuente: “La palabra que oís no es mía, sino del Padre que me ha enviado” (Jn 14, 24).

El mensaje evangélico no será auténtico y en consecuencia no será capaz de renovar en profundidad la vida cristiana, si no es proclamado en toda su pureza e integridad. Hay que superar pues la tentación de reducir el Evangelio a ciertos pasajes interpretados según los propios gustos y opiniones o de acuerdo a posturas ideológicas preconcebidas.

No os dejéis llevar por el desánimo ante un aparente fracaso en vuestro apostolado. Escuchemos, en cambio, la voz de Cristo que continúa diciéndonos, como a sus Apóstoles: “Remad mar adentro y echad vuestras redes para pescar” (Lc 5, 4). Sí, como verdaderos Apóstoles, en momentos de zozobra levantamos nuestra mirada hacia el Señor para decirle: Confiamos en Ti, y en tu nombre seguiremos echando las redes; aun a costa de sacrificios e incomprensiones, hemos de proclamar sin temor alguno la verdad completa y auténtica sobre tu persona, sobre la Iglesia que Tú fundaste, sobre el hombre y sobre el mundo que Tú has redimido con tu sangre, sin reduccionismos ni ambigüedades.

No es pues en datos puramente sociológicos, sociológicos o políticos donde encontraremos los criterios de nuestra enseñanza y de nuestra conducta, sino en la fe, en la comunión de vida con Jesucristo y en la fidelidad plena a la doctrina de la Iglesia.

4. Pensad, queridos hermanos y hermanas, que, en caso de no aportar estas luces especificas, que sólo destellan desde el Evangelio, en poco o en nada os diferenciaríais de otros analistas y trabajadores sociales. Si vuestros oyentes observaran que vuestra mirada no va más allá de lo apreciable dentro de los horizontes profanos, se preguntarían asombrados dónde está y en qué se manifiesta la originalidad de vuestra presencia y de vuestro mensaje. Muchas veces, afortunadamente, el “sensus fidei” presente en el Pueblo de Dios, predispone a los fieles a aceptar con prontitud el pan genuino del Evangelio, rechazando el que está adulterado.

Vuestro esfuerzo evangelizador, respaldado por la oración y por la penitencia, y animado por el Espíritu Santificador, deberá conducir a la conversión, es decir, al retorno a la verdad y a la amistad con Dios de aquellos que, por haber perdido la gracia se hayan alejado de El; vuestra palabra y vuestro ejemplo han de ser estímulo para los cristianos rutinarios para salir de su estado; han de enfervorizar a las almas para que vivan con alegría el espíritu de las bienaventuranzas; han de suscitar vocaciones de hombres y mujeres que opten por una consagración total de sus vidas al servicio de Dios y de los hermanos.

5. En vuestro trabajo apostólico habréis de prestar una solicitud prioritaria a la conversión del corazón. ¿Por qué? Porque es del interior del hombre de donde procede todo aquello que le separa de su Creador y donde se construyen las barreras de división con sus hermanos (Mt 7, 20-23). “La Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que aun en las mejores estructuras, los sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones del corazón del hombre no son saneadas, si no hay conversión de corazón y de mente por parte de quienes viven esas estructuras o las rigen” (Evangelii Nuntinadi, 36). He ahí el nervio de vuestra tarea misionera, donde nadie podrá sustituiros, ya que debéis ser colaboradores discretos del Espíritu Santo, “agente principal de la evangelización” (Ibíd., 75), en un trabajo que, por lo común, no llama la atención ni puede ser contabilizado con parámetros puramente humanos.

Ni el fracaso ni el éxito os induzcan nunca a olvidar vuestra vocación de servidores, dejando al Señor que dé el crecimiento cómo y cuándo El lo quiera (cf. 1Co 3, 7), imitando a la vez al Apóstol Pablo, que sabía pasar necesidad y vivir en la abundancia estando a todo y para todo bien enseñado: a la hartura y al hambre, a abundar y a carecer; y podía confesar con intrepidez “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 12-13).

Yo quisiera que, como fruto de nuestro encuentro, se avivara en vosotros la urgencia en corresponder a la gracia recibida y que, con renovado entusiasmo, empeñarais toda vuestra capacidad de amor en buscar la santidad a la que hemos sido destinados por la elección de Dios. Solamente si nos esforzamos por identificarnos con Cristo, podremos decir en verdad con el Apóstol: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Sólo entonces tendremos el valor necesario para construir la “civilización del amor”, un mundo más divino a la vez, movido por la fuerza irresistible de la caridad.

6. Si el bautismo es el momento decisivo de nuestro injerto espiritual en Cristo, la vida nueva que de él surge necesitará, para poder desarrollarse convenientemente, la savia continua de la gracia sacramental. Ante la posibilidad de una ruptura ulterior por nuestra parte, el Señor estableció el sacramento de la penitencia o reconciliación. Como bien sabéis, el Sínodo de los Obispos de 1983 estudió esta importantísima materia. En la Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia encontraréis las orientaciones pastorales pertinentes. Debemos acercarnos frecuentemente a esta fuente de vida que es el sacramento de la reconciliación. Allí encontraréis siempre los brazos amorosos de Dios nuestro Padre, la paz verdadera que sólo Cristo puede dar y la renovación auténtica según la vida nueva del Espíritu.

A vosotros sacerdotes, como ministros de la reconciliación, os exhorto a cobrar un renovado aprecio por la celebración de este sacramento, en el que Jesús se vale de vosotros para llegar a lo más íntimo del corazón. No dejéis de estudiar y orar a fin de estar a la altura del ministerio de la pacificación del hombre con Dios, facultad tan inaudita, que hizo exclamar con estupor: “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Mc 2, 7). Por esto, os pido que estéis siempre disponibles. No escatiméis el tiempo de vuestra dedicación a administrar este sacramento y a guiar a los fieles por el camino de la perfección. Pensad que Dios está siempre a la espera del hijo que vuelve a casa para ser perdonado y reconciliado por medio de vosotros. Y que vuestra misma experiencia de acercaros personalmente a este sacramento sea el mejor estímulo para vuestra dedicación pastoral, y un motivo ulterior para vivir continuamente vuestro “gozo pascual” (Presbyterorum Ordinis, 11).

7. Queridos hijos todos: Frecuentad el trato con el divino Maestro realmente presente en la Eucaristía. Sólo así podréis descubrir a los fieles el secreto de la vida cristiana. Son palabras del mismo Jesús: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Sed testigos del amor de Cristo Eucaristía: un amor que espolea a una generosidad sin límites y a una entrega sin reservas a El, y a través de El, a todo el que lo busca con sincero corazón. ¿Cómo podríais, si no, descubrir el significado de vuestra vida consagrada y el sentido de vuestra entrega total sin este diario e íntimo encuentro con Cristo?

Es necesario y urgente despertar y cultivar en los fieles la veneración de este sacramento inefable, su celebración en el sacrifico de la Misa y su recepción frecuente con la debida preparación. Si el crecimiento espiritual de los fieles se centra en la Eucaristía, está asegurada la vitalidad de la Iglesia. Por eso me ha llenado de gozo el saber que en 1988 os proponéis celebrar un “ Año Eucarístico ”. Siempre, pero de manera muy especial durante esa celebración, deberéis corresponder con vuestro amor a la entrega perenne de Jesucristo sacramentado, modelo de servicio a nuestro hermano. Por otra parte, el Año Mariano que pronto iniciará, os servirá de preparación para vivir en el Cenáculo con María (Hch 1, 14) y asociados como Ella al sacrificio redentor de Cristo actualizado en la Eucaristía.

8. En los últimos años ha sido subrayada con especial fuerza e insistencia, dentro de la misión apostólica y pastoral de la Iglesia, la llamada “ opción preferencial por los pobres ”. Como sabéis, esta preferencia, puesta de relieve por el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 8), encontró inmediatamente una calurosa acogida en toda la Iglesia, y muy en particular en América Latina. No podía ser de otra manera, puesto que se trata del mensaje eterno del Evangelio. Así actuó Cristo (cf. Lc 4, 18); así lo hicieron los Apóstoles; y así lo ha vivido la Iglesia a lo largo de su historia dos veces milenaria.

Pero esta “opción”, por el hecho de ser “preferencial”, indica e implica que no debe ser exclusiva ni excluyente. El mensaje de salvación que Cristo nos trae está destinado “a toda creatura” (cf. Mc 16, 15). Es una “ opción ” que tiene su fundamento en la Palabra de Dios y no en criterios aportados por ciencias humanas o ideologías contrapuestas, que a menudo reducen los pobres a categorías económicas o socio-políticas. Ella, sin embargo, ha de realizarse mirando al hombre con una visión integral, es decir, con su vocación temporal y eterna. Y es ahí precisamente donde, a la luz de la Revelación, descubrimos que la pobreza más absoluta es la orfandad divina, consecuencia del pecado. Consiguientemente, la primera liberación que Cristo vino a brindar al hombre es la liberación del pecado, del mal moral que anida en su corazón y que, a su vez, es raíz y causa de las estructuras opresoras. Podréis acercaros eficazmente a los pobres y a sus problemas para iluminarlos según el Evangelio, si tenéis un corazón de pobre que sabe recibir la Palabra de Dios tal como es, y si adoptáis una vida de auténtico desprendimiento como seguimiento de Cristo.

9. Quienes como vosotros, sacerdotes y personas consagradas, han optado incondicionalmente por Cristo, deben ser siempre factores de unidad; nunca de división en nombre de determinadas concepciones ideológicas o políticas opcionales, por legítimas que fueren. Vosotros tenéis la responsabilidad de proclamar los principios éticos y morales, así como las aplicaciones concretas de los principios fundamentales que deben inspirar la actividad económica, social y política para que sean verdaderamente “humanas”; pero dejad a los laicos competentes y bien formados en su conciencia moral, la ordenación de los asuntos temporales, y no ocupéis su lugar abandonando el vuestro específico. Tal comportamiento no indica en modo alguno indiferencia por los problemas temporales, sino que es signo de un compromiso radical, que vosotros habéis aceptado por motivos superiores.

10. Me consta que muchos de vosotros, amadísimos religiosos y personas consagradas, tenéis una presencia cualificada en los diversos campos del apostolado eclesial: en las parroquias y comunidades, en los colegios y hospitales, en el mundo rural. Sé que trabajáis con los niños, con los jóvenes, con los ancianos, con los estudiantes, con los enfermos, con los pobres y marginados, y con muchas otras categorías de personas, todas ellas necesitadas de asistencia material y espiritual. Trabajad con alegría y entusiasmo en estos servicios y también en los cargos humildes y poco apetecidos que forman parte de toda la acción evangelizadora. No olvidéis que el amor de Dios pasa a través de vosotros, porque ha querido necesitar de vuestro corazón y de vuestras manos y de toda vuestra vida para prolongarse y acercarse a todos.

No sois pocos los que, por vocación, os dedicáis a la enseñanza en sus varios niveles, desde la escuela primaria y secundaria, hasta la misma Universidad Católica, de reciente fundación. La actividad educativa necesita del más amplio apoyo y generosa colaboración de toda la Iglesia local, para que la semilla sembrada pueda convertirse en árbol frondoso y produzca frutos sazonados y abundantes para bien de toda la sociedad uruguaya.

Grande es vuestra responsabilidad al dedicar vuestras energías a un campo de tanta trascendencia para el presente y el futuro de la vida de la Iglesia en vuestro país. Pensad que ella os ha confiado, a vosotros de manera especial, la inmensa tarea de la evangelización de la cultura en un mundo, que si por una parte parece cada vez más secularizado, por otra manifiesta que sin Dios la vida del hombre no tiene sentido. Sólo una cultura impregnada de esperanza cristiana, que sepa dar respuesta a estas inquietudes transcendentales del corazón humano, merecerá el nombre de “nuevo humanismo, en el que el hombre quede definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia” (Gaudium et spes, 55).

11. También se encuentran aquí presentes las religiosas de clausura procedentes de los varios monasterios, gracias a Dios existentes en el Uruguay. Sabed, queridas hijas, que ocupáis un lugar privilegiado en el corazón de la Iglesia, porque vosotras, al estilo de Santa Teresa de Jesús y de otras tantas almas contemplativas, sois como “el amor en el corazón de la Iglesia”. Vivid con la alegría profunda de saber que, a través de vuestra vida exigente y austera, sois también evangelizadoras “con misteriosa fecundidad apostólica” (Perfectae Caritatis, 7), ¡Gracias por vuestra oración y por vuestra entrega generosa desde el silencio del claustro!

Y vosotros, amados diáconos permanentes y seminaristas: Sabed que sois la hermosa esperanza de la Iglesia siempre joven. Estoy seguro que no la defraudaréis. Queridos seminaristas: Si tenéis la valentía de perseverar, mostrando vuestro gozo de haber sido llamados para ser signos y testigos del Buen Pastor, otros muchos jóvenes seguirán sin temor vuestro ejemplo de dedicarse plenamente al servicio de Dios y de la Iglesia para bien de los hermanos.

A las personas consagradas que pertenecen a Institutos seculares y Asociaciones de vida apostólica quiero alentarlas a proseguir su labor evangelizadora con siempre renovada generosidad y entusiasmo, viviendo la consagración en la secularidad, para impregnar del Evangelio las situaciones y estructuras humanas.

12. Al finalizar este gratísimo encuentro, encomiendo a todos y a cada uno de vosotros al cuidado maternal de María Santísima, Estrella de la Evangelización. A Ella, la Madre de Jesucristo y Madre de la Iglesia, encomiendo también vuestros afanes apostólicos. Que vuestra Patrona, la Virgen de los Treinta y Tres, os ayude a vivir siempre fieles a vuestros compromisos e ideales, gozosos por hacer de vuestra vida, vaciada de todo egoísmo, una donación a Dios y a los hermanos.

Con estos deseos os imparto de corazón a vosotros y a todos vuestros hermanos y hermanas, mi Bendición Apostólica.



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