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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA
DE CHILE ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 16 de noviembre de 1987

 

Señor Embajador:

Las amables palabras que Vuestra Excelencia me ha dirigido en esta ceremonia de presentación de sus Cartas Credenciales, como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Chile ante la Santa Sede, me son particularmente gratas, ya que me han hecho evocar las diversas etapas, de mi reciente viaje apostólico a lo largo de la singular geografía de su noble país. A1 mismo tiempo, vuelven a mi mente aquellas jornadas en las que el pueblo chileno expresó su fe y esperanza, a la vez que dio pruebas de su irrenunciable vocación cristiana a la fraternidad y a la búsqueda de una convivencia pacífica.

Vuestra Excelencia ha aludido a la importante labor evangelizadora de la Iglesia, tanto en Chile como en el resto de América Latina. Por esto, en ese momento tan importante de cara al futuro, quiero recordar cuanto dije al Episcopado chileno durante mi viaje: “ La Iglesia se ha caracterizado por una gran sensibilidad para percibir que la Verdad de Cristo ilumina realmente todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad” (A los obispos chilenos, 2 de abril de 1987, n. 5) .  Esta es una labor a la que, ayer como hoy, la comunidad eclesial ha de dedicar todas sus energías en virtud de una exigencia que deriva de su misma naturaleza, es decir, de ser sacramento de la íntima unión con Dios e instrumento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). De este modo, la Iglesia de Cristo encarnada en la historia, desarrolla en cada tiempo y lugar su misión, siendo Pueblo de Dios peregrinante y fermento evangélico en la sociedad.

A ejemplo de los Apóstoles, los primeros misioneros del Nuevo Mundo fueron enviados a predicar la Verdad sobre Jesucristo implantando la Iglesia en la fecunda tierra chilena. Desde el principio, el signo cristiano por excelencia, la cruz, presidió el caminar de aquel noble pueblo en la historia. Y así vemos que Pedro de Valdivia, al fundar la ciudad de Santiago en 1541, quiso –como nos lo narran los documentos de la época– señalar el lugar “ destinado a la iglesia, cuyo sitio asignó a la parte occidental, y con reverente culto puso en é1 una cruz ”. Durante mi visita pastoral a la zona austral chilena, tuve también el gozo de bendecir la majestuosa Cruz de los Mares, en el cabo Froward, la cual quiere ser faro y guía que oriente e ilumine siempre a este pueblo en su camino hacia la reconciliación.

Pero el anuncio del Evangelio, al que Usted aludía, no puede prescindir del hombre concreto y de su entorno, ya que es la persona, en su ser histórico, su destinatario directo. Por ello, la Iglesia, “ columna y fundamento de la verdad ” (Tm 3, 15), en su caminar hacia la ciudad celeste no puede desinteresarse de la ciudad terrestre, sino que, fiel al supremo mandamiento del amor, predica incansable la fraternidad entre los hombres, cuyos legítimos derechos defiende en nombre de la verdad y la justicia. Esto forma parte de su misión en la que, al no estar “ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes, 76), busca únicamente el bien de todos sin distinción.

A ello la mueve la conciencia que tiene de la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27). Por eso, cualquier forma de ofensa al hombre en su integridad física o moral, en la negación de sus derechos fundamentales, en su reducción a condiciones de pobreza infrahumana o abandono, no es más que un menosprecio de la voluntad divina. En cambio, promover el bien del hombre y su dignidad es dar gloria a Dios y santificar su nombre. La Iglesia lo hace “utilizando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos” (Gaudium et spes, 76).

Los gobernantes, respetando el designio divino sobre el ser humano, cumplen su verdadera misión en favor del bien común, cuando garantizan “la suma de aquellas condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección consistente sobre todo en el respeto de los derechos y deberes de la persona humana” (Dignitatis humanae, 6).

Señor Embajador, he oído con interés que las supremas instancias de la Nación se han propuesto un proceso de renovación en las instituciones. Por ello esta Sede Apostólica sigue con particular atención la evolución política y social interna, y confía en que, merced al profundo sentido de responsabilidad y de entendimiento entre los gobernantes y las diversas fuerzas políticas, se hallen unos puntos justos de convergencia “que hagan posible, en un futuro no lejano, la participación plena y responsable de la ciudadanía en las grandes decisiones que tocan a la vida de la Nación” ((A los obispos chilenos, 2 de abril de 1987, n. 6).

Asimismo, puedo asegurarle el decidido apoyo de la Iglesia chilena en la consolidación de una meta en la que todos han de tener cabida y que debe ser iluminada y guiada por los principios éticos, excluyendo cualquier tentación de violencia, viniera de donde viniere.

Me complace poder reiterar ahora que las Autoridades chilenas trabajaron con particular empeño para superar el contraste con la Nación hermana Argentina a propósito del diferendo austral. De esta manera fue posible la firma del vigente Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina. Esta paz, superada la tentación del conflicto armado, es una gozosa realidad, porque las partes en litigio supieron comprometerse en la búsqueda de la justicia, animadas por sentimientos de respeto mutuo y amor fraterno, que tiene su raíz profunda en los principios cristianos.

Que la Santísima Virgen del Carmen, Reina y Patrona de Chile, sea ahora y siempre la Estrella que guíe a sus hijos por las sendas del bien; que transforme sus corazones y les haga vivir unidos en concordia y pacífica convivencia.

Señor Embajador, al manifestarle mi benevolencia y desearle un feliz cumplimiento de la alta misión que le ha sido confiada por el Señor Presidente de la República, cuyo deferente saludo agradezco, ruego a Vuestra Excelencia que le transmita el mío, así como a las Autoridades y a todos los amadísimos hijos chilenos, sobre los cuales invoco de corazón la constante protección del Altísimo.


*AAS 80 (1988), p. 659-662.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. X, 3 pp. 1135-1138.

L'Attività della Santa Sede 1987 pp. 947-949.

L’Osservatore Romano 17.11.1987 p.5.

L'Osservatore Romano, edición Semanal en lengua española, n.47, p.11.



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