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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE NICARAGUA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Lunes 22 de agosto de 1988

 

 

Queridos Hermanos en el Episcopado:

En el ejercicio de vuestro ministerio de Pastores de la Iglesia de Dios en Nicaragua, habéis venido a visitar al Obispo de Roma para expresar vuestra comunión jerárquica, dado que Cristo confió a Pedro y a sus sucesores en esta Sede, investidos por institución divina de potestad suprema, plena, inmediata y universal, el cuidado de todos los fieles (Christus Dominus, 2). 

Después de haber venerado los sepulcros de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia de Roma, y después del encuentro personal conmigo, tengo el gusto de saludaros colectivamente como miembros del Episcopado de Nicaragua, al final de vuestra visita “ad limina”. Pláceme manifestar ahora mi más profundo reconocimiento al Señor Cardenal Miguel Obando Bravo Presidente de esa Conferencia Episcopal, por las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme, al comienzo de este encuentro, las cuales testimonian el verdadero afecto y la plena adhesión de los fieles católicos nicaragüenses a esta Sede Apostólica.

1. Este encuentro hace palpable una vez más lo que nos recuerda el Concilio Vaticano II: “Cada Obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vinculo de la paz, del amor y de la unidad” (Lumen gentium, 23). El mismo Jesús, antes de entregar su vida por nosotros (cf Ef 5, 2), elevó su plegaria al Padre para que todos sus discípulos permanecieran siempre unidos: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Jn 17, 21). Los Obispos, sucesores del Colegio apostólico, son, según la expresa voluntad de Cristo, los pastores de la Iglesia hasta el fin del los tiempos (cf. Lumen gentium, 18),  formando un mismo e indiviso episcopado, al frente del cual está el Romano Pontífice “principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión” (Ibíd.).

Con esta visita “ad limina” vosotros habéis querido estrechar aún más los vínculos de cercanía y unidad con el Sucesor de Pedro; vínculos que siempre han tenido una característica particular en las relaciones de los Obispos de Nicaragua y esta Sede Apostólica. Me es grato a este respecto, recordar la visita pastoral que hice a vuestro País, el año 1983, durante mi viaje apostólico a América Central.

2. La unidad existente entre la cabeza y los miembros de un solo colegio apostólico (cf. Ibíd., 22),  es fiel reflejo de aquellos lazos de fe y caridad que unen a cada Obispo con los fieles, porque “los Obispos son, indudablemente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares” (Ibíd., 23).  Puestos por el Espíritu Santo, los Obispos son enviados para perpetuar la obra de Cristo Señor, Pastor eterno (cf. Christus Dominus, 1). Al mismo tiempo que se preocupan de instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo místico, deben esforzarse siempre en “promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia” (Lumen gentium, 23). 

Conozco, queridos Hermanos, vuestros esfuerzos por reunir la familia de Dios. Ayudados por los sacerdotes, los religiosos, así como por los agentes de pastoral, sé que hacéis todo lo posible para que la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, llegue a ser “en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1). Exhorto a todos, de modo especial a cuantos “han sido constituidos verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, para ser próvidos cooperadores del Orden episcopal” (Christus Dominus, 15),  a permanecer profundamente unidos a su Obispo, sea en virtud de la común ordenación como de la común misión (cf. Lumen gentium, 28). 

Recuerden los presbíteros que, en el desempeño de su ministerio eclesial, “no están nunca al servicio de una ideología o facción humana, sino que, como heraldos del Evangelio y Pastores de la Iglesia, trabajan por lograr el incremento espiritual del Cuerpo de Cristo” (Presbyterorum Ordinis, 6). Ojalá que todos –sacerdotes, religiosos y religiosas, agentes de pastoral y demás fieles– sepan renunciar a todo aquello que es causa de división en la Iglesia, esforzándose en “mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4, 3). 

3. En el transcurso de los encuentros personales me habéis ilustrado verbalmente lo que ya habéis expuesto en las respectivas relaciones quinquenales sobre vuestros planes de actividad Pastoral, en la que ocupa un lugar prioritario la catequesis familiar.

Ya en el umbral del V Centenario de la Evangelización de América, os exhorto vivamente a mantener y a acrecentar la herencia de la fe. Los misioneros que llegaron a vuestro continente y, en concreto, a vuestra tierra, llevados por su celo evangelizador, dedicaron sus esfuerzos a la catequesis, y especialmente a la catequesis familiar. Este ha sido uno de los pilares que ha mantenido la vida cristiana en ese querido Continente de la esperanza.

Sabéis que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad (Familiaris consortio, 1). No obstante algunas concepciones materialistas, que a veces entran a formar parte de las legislaciones permisivas, permaneced firmes en proponer el ideal íntegro de la familia, según el designo de Dios, y del sacramento del matrimonio indisoluble, símbolo de la unión íntima de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 32). 

Al mismo tiempo, recordad a los padres que tienen la gravísima obligación de educar a su prole. “Ellos son los primeros y principales educadores de sus hijos” (Familiaris consortio, 36) los cuales, tienen el derecho inalienable de recibir una educación conforme a la fe religiosa de sus padres (cf. Ibíd., 40,  que no venga manipulada por ideologías y praxis materialistas y ateas. En su misión evangelizadora, “la Iglesia mira a los jóvenes; es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí misma en los jóvenes” (Carta apostólica a los jóvenes del mundo con motivo del Año internacional de la juventud, 26 de marzo de 1985, n. 15). 

Venciendo no pocos obstáculos, seguid ofreciendo a los jóvenes una catequesis sólida y adecuada a sus legítimas aspiraciones en el marco de una Pastoral Juvenil que responda a sus necesidades. Así estarán dispuestos a dar razón de su esperanza a todo el que se la pida (cf. 1P 3, 15) y harán que, a través de su vida de fe, la luz de Cristo ilumine la sociedad que se acerca al final del segundo milenio. De su amor a Cristo y de su entrega al prójimo, especialmente a los hermanos más necesitados, dependerá el futuro de la Iglesia en Nicaragua que, gracias a Dios, se anuncia lleno de esperanzadoras promesas.

Motivo de especial satisfacción ha sido para mí constatar que habéis hecho un gran esfuerzo en todas las diócesis en el campo de la pastoral vocacional. Confío en que el Señor bendecirá con abundantes frutos vuestra oración y vuestro ministerio, enviando muchos obreros a su mies (cf. Mt 9, 38). La reapertura del Seminario Mayor en Managua os permitirá seguir de cerca la adecuada formación, tanto a nivel espiritual y moral como humano e intelectual, de vuestros seminaristas a los que Dios ha llamado a ser “verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor” (Optatam Totius, 4). 

4. Con profunda atención he seguido vuestra información sobre los graves problemas de vuestro país, o sea, la discordia actual con sus terribles consecuencias a nivel personal, familiar, social y estatal; la conflictividad entre los diversos grupos; la privación de aquellos bienes indispensables que son la base de una vida digna para el hombre.

Por encima de estas dificultades, he podido percibir el clamor de vuestro pueblo por la paz. Tras años de violencia que ha causado irrecuperables pérdidas de vidas humanas así como destrucciones por doquier, de todos los corazones sube una oración al “Príncipe de la Paz” (Is 9, 5) para que finalice la lucha entre hermanos. El dolor de todos los hijos de esa Nación: huérfanos y heridos de guerra; padres y madres que lloran a sus hijos muertos, desaparecidos, prisioneros o desplazados. Este dolor de los pobres, de cuantos sufren, interpela a los hombres de buena voluntad, especialmente a las partes en conflicto, para que hagan todo lo posible en la búsqueda de la paz.

En vuestra reciente Carta Pastoral habéis invitado a los nicaragüenses, y, en particular, a los que tienen responsabilidades públicas, “a buscar medios pacíficos, cívicos, y políticos para reanudar diálogos de altura, donde se aborden plazos y medidas prácticas y pertinentes para una irreversible democratización y pacificación de la Patria” (Conferencia episcopal de Nicaragua, Carta pastoral, 29 de junio de 1986). Esta situación interpela también a la comunidad eclesial. “La Iglesia es la primera que quiere la paz y busca construirla, mediante la conversión y la penitencia” (Eiusdem, Carta pastoral, 6 de abril de 1986). Ella no se limita únicamente a condenar “toda forma de ayuda, cualquiera que sea su fuente, que conduzca a la destrucción, al dolor y la muerte de nuestras familias, o al odio y la división entre los nicaragüenses” (Ibid.), sino que en su acción pastoral educa a las conciencias para que los fieles “trabajen por la paz” (Mt 5, 9).  Al mismo tiempo la Iglesia ofrece su servicio de reconciliación para que las partes en conflicto abandonen definitivamente el lenguaje de las armas y lo sustituyan por el diálogo; un diálogo que sea abierto y eficaz, clarificador y fraternal.

La Iglesia, al proclamar que “la paz nace de un corazón nuevo” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1984),  invita a todos los hombres a “desterrar de los corazones cualquier residuo de rencor y de resentimiento” (Confer. Episcopal de Nicaragua, Carta pastoral, 29 de junio de 1988).

En vuestro deseo de servir a la causa de la paz, los Obispos de Nicaragua habéis realizado una inestimable labor pastoral. He seguido atentamente la actuación del Presidente de vuestra Conferencia Episcopal, Cardenal Miguel Obando Bravo, asesorado por otros dos Hermanos en el episcopado, en las conversaciones entre las partes en conflicto, primera como Mediador y ahora como Testigo. Sé cuántos sacrificios, incomprensiones y aun peligros, habéis tenido que superar para asegurar que el diálogo, franco y leal, represente el cauce normal en la búsqueda de soluciones a los problemas que enfrentan a los hijos de una misma nación.

He sabido con agrado que la Iglesia en Nicaragua, mediante su Representante en la Comisión de Verificación, el Cardenal Miguel Obando Bravo, tiene ya organizado su personal para dicha verificación esperando que se re reanuden las conversaciones y se alcance, junto con la paz estable y duradera, la verdadera democratización del País.

Como Pastores de todos los nicaragüenses, no os canséis de trabajar en favor de una auténtica reconciliación nacional. Es una misión propia de la Iglesia a la que Cristo “confió el ministerio de la reconciliación” (2Co 5, 18),  y que continuamente debe exhortar a los hombres de buena voluntad para que abandonen el odio, derribando el muro que les separa (cf. Ef 2, 14-16),  y para que todos unidos, traten de reconstruir la Patria sobre el fundamento de la paz, que esté basada en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. ¡No puede haber paz donde no se respeta totalmente la libertad!

5. La Iglesia, que no “está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes, 76),  lejos de tener pretensiones de orden temporal, desea ofrecer su servicio pastoral al hombre. Anunciando la Buena Nueva y proclamando su doctrina social en la defensa y promoción de los derechos fundamentales de la persona, contribuye a la salvaguardia del carácter trascendente de cada hombre y a la difusión del reino de la justicia y de la caridad (cf. Ibíd.). Por eso, renunciando a cualquier privilegio, la Iglesia reclama en cada sociedad y, por tanto, en la vuestra, el derecho a disfrutar “del grado de libertad de acción que requiere el cuidado de la salvación de los hombres” (Dignitatis humanae, 13).  A este respecto, espera poder ejercer siempre el derecho irrecusable de tener y usar los propios medios de comunicación social para cumplir su misión evangelizadora en beneficio de toda la comunidad humana.

La Iglesia en Nicaragua espera igualmente que pronto se puedan reincorporar a su anterior trabajo pastoral los sacerdotes que fueron sacados del País. También espera poder recuperar cuanto antes todos aquellos bienes materiales que estaban dedicados al servicio del pueblo fiel. Con no menos urgencia, la comunidad eclesial, fiel a la Jerarquía, siente la necesidad de reemprender las obras de promoción social que se venían desarrollando en beneficio de los más necesitados.

Al terminar este grato encuentro, no puedo menos de invocar sobre vosotros, queridos Hermanos, la intercesión de la Virgen Santísima, “La Purísima”, tan querida y venerada en Nicaragua, como vuestros fieles lo han demostrado durante el Ano Mariano, que acabamos de clausurar.

Los cristianos que tienen puesta su confianza en la protección de su “Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora” (Lumen gentium, 62),  no sucumbirán en las adversidades, sino que con su maternal protección podrán combatir bien su combate, correr hasta la meta, mantener la fe, esperando el premio del Señor, Juez justo, en el día de su venida (cf. 2Tm 7-8). 

Como testimonio de mi afecto y cercanía hacia todos los miembros de la querida Iglesia y Nación nicaragüense, os imparto una especial Bendición Apostólica, en prenda de la constante protección del Altísimo.



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