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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE URUGUAY ANTE LA SANTA SEDE*


Sábado 13 de febrero de 1988

 

Señor Embajador:

Con viva complacencia recibo de sus manos las Cartas Credenciales, que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Oriental del Uruguay ante la Santa Sede. Al darle, pues, mi cordial bienvenida en este solemne acto de presentación, me es grato reiterar ante su persona el sincero afecto que siento por todos los hijos de la noble Nación uruguaya. Deseo igualmente agradecerle sus amables palabras y, en particular, el deferente saludo que el Señor Presidente, Dr. Julio Maria Sanguinetti, ha querido hacerme llegar por medio de Usted; tenga a bien transmitirle el mío, junto con mis mejores votos de paz y bienestar.

El año pasado tuve la dicha de visitar la capital de su país, Montevideo, con ocasión de mi viaje pastoral a las Naciones hermanas de Chile y Argentina. Fue una visita breve en el tiempo pero muy intensa como vivencia espiritual y humana. Ante mis ojos se manifestó con toda su intensidad la fe y el entusiasmo propios de un pueblo animado por las raíces cristianas que han de ser el fundamento del esperanzador proceso democrático que se consolida en su País.

Durante el histórico encuentro en la sede de Gobierno, quise “manifestar pública gratitud al Uruguay que, con actitud solidaria y constructiva, ofreció generosamente su suelo para que en él pudiera darse, con la firma de los dos Acuerdos de Montevideo en el Palacio Taranco, el primer paso en aquel camino que iba a exigir, hasta llegar a la meta, grandes dosis de buena voluntad, prudencia, sabiduría y tenacidad por parte de todos” (Discurso a los gobernantes uruguayos en la Catedral de Montevideo, 31 de marzo de 1987, n. 1). 

Me complace señalar el hecho de que Vuestra Excelencia, a lo largo de su discurso, haya resaltado la labor evangelizadora llevada a cabo por la Iglesia tanto en Uruguay como en las demás Naciones del mundo. Para la Iglesia de Cristo, como manifestó mi venerado predecesor Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, evangelizar significa “llevar la Buena Noticia a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad” (Evangelii Nuntiandi, 18).  En esta misma línea decía yo a los amadísimos hijos uruguayos en la memorable celebración que tuvo lugar en la explanada “Tres Cruces”: “La Iglesia debe proyectar, sobre los problemas que aquejan a la humanidad en cada momento de su historia, la luz limpia y pura que brota del Evangelio, siempre actual por ser Palabra de Dios”;  pues es el mismo Dios quien quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (Homilía en la explanada "Tres Cruces" de Montevideo, 1 de abril de 1987, n. 5). 

En mis viajes apostólicos a los amados países de América Latina he podido constatar de primera mano la ingente labor evangelizadora de tantos hijos de la Iglesia, que han dedicado generosa y ilusionadamente sus vidas a anunciar la Buena Nueva. La obra que realizó la comunidad católica también en Uruguay, representa una innegable contribución al bien de la sociedad. No pocos problemas de carácter social e incluso político tienen su raíz en motivaciones de orden moral; la Iglesia, en forma respetuosa y movida por su deseo de servicio, se acerca a ellos mediante su actividad evangelizadora, educativa, asistencial, y trata de iluminarlos desde el costado del Evangelio, en orden a su positiva solución. Y así, vemos que la vida cristiana dignifica las relaciones entre las personas y los grupos, consolida la familia, favorece la convivencia y educa para vivir en libertad dentro del marco de la justicia y del respeto mutuo. Siendo consecuente con su compromiso cristiano y con las enseñanzas del Magisterio, el católico uruguayo será también decidido defensor de la justicia y de la paz, de la libertad y de la honradez en el ámbito público y privado, de la defensa de la vida y en favor de los derechos de la persona humana. Todo ello repercutirá en beneficio de la sociedad y se verán incrementados los lazos de fraternidad y armonía, mediante una leal colaboración entre la Iglesia y el Estado desde el respeto mutuo y la libertad.

Son muchos y muy profundos los vínculos que, desde sus mismos comienzos, han unido al Uruguay con la Iglesia, los cuales se han ido plasmando en múltiples vivencias que han configurado y configuran la idiosincrasia del uruguayo, ciudadano y creyente. Con gran respeto a la legítima autonomía de las instituciones y autoridades, la Iglesia continuará incansable en promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la persona en su vida individual, familiar y social.

En este sentido, los Pastores, sacerdotes y familias religiosas del Uruguay no ahorrarán esfuerzos en su opción por el hombre, dentro del ámbito de la misión que les es propia, que es de orden religioso. “Pero –como nos dice el Concilio Vaticano II– precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina” (Gaudium et spes, 42). 

Señor Embajador, antes de finalizar este encuentro, pláceme asegurarle mi benevolencia y apoyo, para que la alta misión que le ha sido encomendada se cumpla felizmente. Por mediación de Nuestra Señora de los Treinta y Tres, Patrona de la Nación uruguaya, elevo mi plegaria al Altísimo para que asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a los gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo uruguayo, al que espero volver a visitar dentro de poco.


*AAS 80 (1988), p. 1211-1213.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XI, 1, pp.423-426.

L'Attività della Santa Sede 1988 pp. 124-126.

L’Osservatore Romano 14.2.1988 p.4.

L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.8, p.9.



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