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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE URUGUAY
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Jueves 26 de octubre de 1989

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Es para mí motivo de alegría poder encontrarme de nuevo con vosotros. Hace apenas un año que tuve el gozo de viajar al Uruguay y de conocer la Iglesia de la que sois Pastores. Aquella segunda etapa del viaje que comencé en 1987 –y del que conservo un recuerdo entrañable– me permitió visitar a algunas de vuestras diócesis, para cumplir la misión de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22, 32).

 Una de las satisfacciones que recibí en el Uruguay fue, sin duda, comprobar que en vuestro país, hay muchos hombres y mujeres que, como en los tiempos de Jesús, esperan con verdadera hambre la palabra de Dios (cf. Ibíd. 5, 1). Sí, en el Uruguay, al igual que en otras partes del mundo, encontré apertura al mensaje redentor de Cristo y unión afectiva con el Sucesor de Pedro.

Vosotros, Venerables Hermanos, sois Pastores de una Iglesia que, en el contexto de los países latinoamericanos, se caracteriza por su juventud. En efecto, hace sólo pocos años que celebramos el centenario de la erección de su primera diócesis. La joven Iglesia que peregrina en esa Nación se encuentra en una etapa crucial de su existencia, como es la del crecimiento, y espera de vosotros una abnegada solicitud pastoral no exenta de sacrificios.

Siempre, pero más especialmente en esta etapa de crecimiento, la unión íntima con el Señor es la condición necesaria para una labor fructuosa. Sé que tenéis presente que “la Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Sólo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis, tal como nos la ha mostrado el Concilio Vaticano II” (Redemptor hominis, 20).

Mientras fomentamos la unión vital de cada miembro con Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico, este período de crecimiento que vive la Iglesia en el Uruguay requiere también que se refuercen los lazos que la unen con la Iglesia universal.

2. Por las relaciones quinquenales que habéis enviado, y en el diálogo mantenido con vosotros, he podido apreciar que os preocupa grandemente el problema de la falta de vocaciones sacerdotales. Comparto y hago mía vuestra preocupación, y quisiera considerar con vosotros algunos medios que puedan ayudaros a superar esta grave necesidad.

En primer lugar, sabemos que el nacimiento de las vocaciones depende de Dios, que inspira y da la gracia, pero, en cierto sentido, también está en nuestras manos. “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38), nos dice el Señor. La oración es nuestra fuerza y nuestro principal recurso. Fomentemos en todos las plegarias por esta intención: que recen los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos; que recen especialmente los enfermos, predilectos de Dios, para que el Señor suscite muchas y selectas vocaciones sacerdotales. Tened la seguridad de que si rezamos intensamente y con perseverancia, la oración no dejará de producir frutos.

El Concilio Vaticano II nos recuerda que son las familias cristianas las que prestan a la Iglesia la mayor ayuda para el florecimiento de vocaciones sacerdotales; en este sentido, llama a las familias cristianas “el primer seminario” (Optatam totius, 2). Por eso la Iglesia se dirige con particular insistencia a los padres, para que fomenten en sus hogares la atmósfera espiritual en la que pueda madurar la fe, que suscite vocaciones sacerdotales y religiosas.

Como habéis puesto de relieve, la moral familiar en vuestro país se ve debilitada, entre otras cosas, por una legislación que, en la práctica, favorece el divorcio y, en consecuencia, no educa en los valores de la unidad y fidelidad matrimoniales. Es verdad que éste es un grave problema, al que se le añade el drama aún más profundo de la difusión del aborto, pero esta dolorosa situación, al mismo tiempo que nos empuja a no cesar en la proclamación del plan de Dios sobre el matrimonio y la familia y sobre el respeto a la vida humana desde el primer instante de su concepción (cf. Alocución a los obispos uruguayos en la Nunciatura de Montevideo, 8 de mayo de 1988), ha de ser un estimulo para orar con mayor intensidad por las vocaciones sacerdotales: ¡cuánta falta hacen buenos pastores que prediquen el mensaje de salvación que Cristo ha confiado a su Iglesia!

3. El firme deseo de servir a los fieles y la confianza en el Señor os deben llevar a dar nuevo impulso a una pastoral vocacional de conjunto, comenzando por la atención a las familias cristianas y por la formación de los jóvenes que se preparan para el matrimonio, para que sepan ver como un gran don de Dios la vocación sacerdotal de uno de sus hijos.

El Concilio Vaticano II desea que “todos los sacerdotes consideren el seminario como el corazón de la diócesis” (Optatam totius, 5). Vuestro Seminario Interdiocesano ha de ser, pues, para todos los sacerdotes uruguayos, una referencia clave en su ministerio. Promover vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa no puede considerarse como un “carisma” exclusivo de algunos sacerdotes; antes bien, es una necesidad que incumbe a todos, porque bien sabemos que el futuro de la Iglesia depende en gran medida de sus pastores. Todos sentimos la obligación de corresponder al inmerecido amor de predilección con el que Dios nos ha llamado a ser sus ministros: la mejor forma de hacerlo, y que Dios premiará con creces, es rezar y trabajar sin descanso para que nuestro sacerdocio se perpetúe en la tierra por medio de nuevas vocaciones.

Siguiendo las enseñanzas del Concilio, hay que decir que el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas depende, en gran parte, del cuidado con que se las atienda desde la adolescencia, en los primeros centros vocacionales o en los Seminarios Menores. ¡Qué importante es alentar en las almas de los niños y de los adolescentes el deseo de seguir las huellas de santos sacerdotes!

Más tarde, en el Seminario Mayor, deberán ser formados en una “identidad” sacerdotal sin ambigüedades ni complejos. Nuestro tiempo tiene avidez de sinceridad y pide claridad de propósitos y fidelidad a los compromisos asumidos. En el sacerdote estas virtudes deben brillar de manera especial y manifestarse en toda su conducta. Por ello, se ha de dar a los candidatos al sacerdocio una sólida preparación en la vida espiritual, en la disciplina y en el estudio, que los capacite para ser verdaderos testigos de Cristo resucitado. Por otra parte, “dado que la formación de los alumnos depende de la sabiduría de las normas y, sobre todo, de la idoneidad de los educadores, los superiores y profesores de seminarios han de ser elegidos de entre los mejores, y deben prepararse diligentemente con sólida doctrina, conveniente experiencia pastoral y especial formación espiritual y pedagógica” (Optatam totius, 5). Si quienes dirigen la vida del Seminario saben transmitir un estilo de vida hecho de confianza, seriedad, piedad y estudio, los alumnos responderán poniendo de su parte lo mejor. Así se creará un ambiente familiar, vibrante y apostólico que también será un “motivo de credibilidad” para suscitar las nuevas vocaciones sacerdotales que necesita vuestro país.

4. Si el presente de la Iglesia en el Uruguay, nos obliga a intensificar la oración y la acción pastoral por las vocaciones sacerdotales, se hace necesario también redoblar el empeño en la educación cristiana de los niños y de los jóvenes.

Vivimos una etapa histórica crucial en la que se advierten ansias de religiosidad, hambre de Dios, pero, al mismo tiempo, corrientes de secularismo y hedonismo tratan de acallar estas voces rechazando, en no pocos casos, toda la idea de trascendencia o de una ley superior.

Ante este cuadro de luces y sombras, queridos Hermanos, ¡cómo resuena en nuestro corazón el divino mandato de Jesucristo: “Id y enseñad a todas las gentes!” (Mt 28, 19). Debemos enseñar en cualquier parte, aprovechar las ocasiones, “opportune et importune” (cf. 2Tm 4, 2), y dar a conocer por todos los medios la doctrina de Cristo.

Dirigiéndose a los Pastores, el Concilio Vaticano II recuerda lo siguiente: “El el ejercicio de su deber de enseñar, anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo, deber que descuella entre los principales de los Obispos” (Christus Dominus, 12). Por otra parte, en la Declaración “Gravissimum Educationis”, sobre la educación cristiana de la juventud, enseña que: “Todos los cristianos, puesto que en virtud de la regeneración por el agua y el Espíritu Santo han llegado a ser nuevas criaturas, y se llaman y son hijos de Dios, tienen derecho a la educación cristiana” (Gravissimum Educationis, 2).

Debemos cuidar, pues, en primer lugar, la formación de los que ya pertenecen al Pueblo de Dios. En la Exhortación Apostólica “Christifideles Laici” se encuentran no pocas sugerencias, fruto del trabajo del Sínodo de los Obispos, sobre este tema tan importante y amplio (cf. Christifideles Laici, cap V). Ahora quisiera reflexionar brevemente con vosotros sobre algunas cuestiones de particular interés relacionadas con la educación católica.

El Concilio Vaticano II señala claramente los principios sobre los que se apoya la educación católica. Hace poco más de un año, la Congregación para la Educación Católica invitó a examinar si se habían seguido, a este respecto, las directrices del Concilio. Del documento del Dicasterio romano, me parece oportuno subrayar ahora dos puntos que podrían serviros como una referencia para vuestra labor pastoral.

El primero es este: “La escuela católica tiene desde el Concilio una identidad bien definida: posee todos los elementos que le permiten ser reconocida no sólo como un medio privilegiado para hacer presente a la Iglesia en la sociedad, sino también como verdadero y particular sujeto eclesial. Ella misma es, pues, lugar de evangelización, de auténtico apostolado y de acción pastoral, no en virtud de actividades complementarias o paralelas o paraescolares, sino por la naturaleza misma de su misión, directamente dirigida a formar la personalidad cristiana” (Congregación para la educación católica, Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica, 33, 7 de abril de 1988)

El segundo aspecto está relacionado con la enseñanza propiamente religiosa que se imparte en los centros de la Iglesia. En este sentido, es conveniente recordar que “la Iglesia tiene la misión de evangelizar para transformar en lo íntimo y renovar a la humanidad... El carácter propio y la razón profunda de la escuela católica, el motivo por el que los padres deberían preferirla, es precisamente la calidad de la enseñanza religiosa integrada en la educación de los alumnos” (Ibíd. 66).

Sé, queridos Hermanos, que no son pocas las dificultades que tiene que superar la Iglesia en vuestro país para cumplir su misión y, concretamente, su labor educativa a todos los niveles. Es realmente admirable el espíritu de sacrificio con el que tantas religiosas y religiosos dedicados a la enseñanza, muchos sacerdotes en los colegios parroquiales, y muchos laicos, llevan a cabo esta importantísima tarea. Os ruego que hagáis llegar a todos ellos mi aprecio y una especial bendición.

5. “La mies es mucha, los obreros pocos” (Lc 10, 2) y, mientras rezamos y trabajamos buscando nuevos operarios que vengan a servir a los hombres con su ministerio sacerdotal, no podemos, de ningún modo, dejar de anunciar el Evangelio.

El Concilio vuelve a exhortar a los Pastores: “Esfuércense en aprovechar la variedad de medios de que se dispone en la época actual para anunciar la doctrina cristiana: primeramente, la predicación e instrucción catequética, que ocupa, sin duda, el lugar principal; pero también la enseñanza de la doctrina en escuelas, universidades, conferencias y reuniones de todo género, así como la difusión de la misma por públicas declaraciones con ocasión de determinados acontecimientos, por la prensa y los varios medios de comunicación social de que es menester usar a todo trance para anunciar el Evangelio de Cristo” (Christus Dominus, 13).

El paso del tiempo, desde el Concilio Vaticano II hasta hoy, ha confirmado con creces esta imperiosa necesidad de poner al servicio de la evangelización los medios de comunicación social. Si, por una parte, la responsabilidad pastoral ha de llevarnos a estar vigilantes y a formar a los fieles para que sepan usarlos con inteligencia –pues por ellos se difunden también ideologías y modelos de vida contrarios a la fe–, por la otra, es necesario usar estos “maravillosos inventos de la técnica” (Inter Mirifica, 1), para que la doctrina cristiana llegue a todos los ambientes y la Iglesia esté más presente entre los hombres.

Por todo ello, os invito a hacer un esfuerzo para que la Iglesia se haga cada vez más presente en los medios existentes en el país y, en la medida de lo posible, cuente también con sus propios medios de comunicación, con la colaboración de competentes profesionales cristianos. “Dichos profesionales deben ser hombres y mujeres de incuestionable integridad y honradez, y deben dar ejemplo de una sólida vida moral, pues frecuentemente otros los contemplan como modelos a imitar” (Discurso a la Comisión pontificia para la comunicaciones sociales, 24 de febrero de 1989).

6. En vuestro país, queridos Hermanos, que ha dado muestras de madurez cívica en la convivencia política pluralista y ordenada, se acercan ahora días de especial importancia. Os agradecería que hicierais llegar a los fieles católicos y a todos los uruguayos la seguridad de mi oración, para que la Nación encuentre los caminos de una realidad social cada vez más justa y pacífica.

Quiero además, aprovechar esa circunstancia de la vida pública para recordaros que, si bien la Iglesia reconoce la legítima autonomía de la acción política (cf. Gaudium et spes, 76), sin embargo, “los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “ política”; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común” (Christifideles laici, 42).

Antes de terminar este encuentro, quiero rogaros que transmitáis un saludo lleno de afecto a todos los sacerdotes y diáconos, del clero secular y religioso, y a todas las religiosas. Quisiera decirles de corazón: “¡levantad vuestros ojos y mirad los campos, que ya están dorados para la siega!” (Jn 4, 35). Ellos, que “soportan el peso del día y el calor” (Mt 20, 12) pueden estar seguros de que el Señor premiará abundantemente sus esfuerzos.

A los miembros de las distintas instituciones laicales, y a todos los fieles, hacedles llegar nuevamente mi agradecimiento por las inolvidables jornadas vividas en el Uruguay. En Florida consagré vuestra Patria a Nuestra Señora de los Treinta y Tres, Patrona del Uruguay. Si en los corazones de todos los uruguayos crece más y más la devoción a María Santísima, Madre de los hombres, estará asegurado el crecimiento sano y fuerte de vuestras comunidades eclesiales.

A todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.



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