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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA
 ANTE LA SANTA SEDE
*


Lunes 18 de junio de 1990

 

Señor Embajador:

Es un motivo de satisfacción para mí recibir hoy a Vuestra Excelencia que, con la presentación de las Cartas Credenciales, inicia su misión como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede.

Ante todo le agradezco el deferente saludo de parte del Señor Presidente de la República, así como las delicadas expresiones que ha tenido para con esta Sede Apostólica, las cuales testimonian asimismo los sinceros sentimientos del noble pueblo dominicano.

Vuestra tierra, en la que hace cinco siglos se plantó la cruz de Cristo comenzando así la evangelización de ese gran Continente, fue la etapa inicial de mi primer viaje apostólico en 1979. Con él empecé una larga peregrinación de fe que, como mensajero del Evangelio y Sucesor de Pedro, me ha llevado a visitar a tantas Iglesias particulares esparcidas por todo el mundo para confirmar así en esta misma fe a los hermanos (cf. Lc 22, 32), en obediencia al mandato del Señor.

En sus amables palabras Vuestra Excelencia se ha referido a la magna obra de la evangelización del Nuevo Mundo, para cuyo V centenario nos estamos preparando con una novena de años, que el Señor me ha concedido la gracia de inaugurar precisamente en la ciudad de Santo Domingo, pórtico de las Américas.

Este acontecimiento sin par no atañe únicamente a la vida de América Latina, sino que tiene honda repercusión en la Iglesia universal. En efecto, el proceso evangelizador, iniciado por los primeros misioneros, ejemplares por su abnegada labor espiritual y social, y que en estos cinco siglos ha pasado por diversas vicisitudes eclesiales y sociopolíticas, debe continuar en nuestros días y proyectarse hacia el futuro, teniendo en cuenta las situaciones cambiantes de las personas y de los pueblos en su devenir histórico.

Por eso, la celebración eclesial del V centenario no debe limitarse a una mera conmemoración del pasado, sino que debe ser primordialmente un nuevo llamado a todos a seguir pregonando ―como nos recuerda el Concilio Vaticano II― que “ en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres como don de la gracia y misericordia de Dios ” (Lumen gentium, 27).

Pues la evangelización verdadera no puede quedar sólo a nivel de simple proclamación del mensaje salvífico, sino que ha de impregnar con el espíritu de las Bienaventuranzas las relaciones cotidianas de las personas entre sí y con Dios. De este modo es como se podrá influir en profundidad sobre las realidades, los criterios de juicio, los valores sociales, las líneas de pensamiento, los principios que inspiran los comportamientos y modelos de vida; es decir, sobre todo el proceso cultural de un pueblo.

En este sentido, la Iglesia católica, a la vez que predica el mensaje salvífico que viene de Dios, defiende ineludiblemente la causa del hombre y su dignidad. Así lo ha hecho y seguirá haciéndolo la Iglesia dominicana, pues su preocupación pastoral ha sido y es la de servir generosa y desinteresadamente a todas las personas, sin distinción de raza, clase o cultura, ya que en esta ardua tarea de llevar a cabo la liberación integral del ser humano, como se dijo en la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, quiere servirse únicamente de los “ medios evangélicos... y no acude a ninguna clase de violencia ni a la dialéctica de la lucha de clases ” (Puebla, 485).

Esta es la principal motivación que hace cinco siglos impulsó a los primeros evangelizadores que pisaron esa querida tierra: dar a conocer la Buena Nueva como mensaje salvífico que trasciende toda forma de interés y egoísmo. Y el pueblo dominicano, tradicionalmente religioso, ha visto en la cruz de Cristo la realización más sublime del hombre. Por eso la fe cristiana como recuerda Vuestra Excelencia está en las raíces de la cultura dominicana, como lo manifiesta también su representación en los símbolos nacionales. Por lo cual, ante el reto del momento presente, esa Iglesia local, con su Jerarquía al frente, desea colaborar, mediante el testimonio evangélico, con las diversas instancias civiles para que los amadísimos hijos de la República Dominicana, junto con un creciente progreso en su vida cristiana, vayan alcanzado igualmente un mayor bienestar social, como fruto de la solidaridad y la justicia.

Para que estos sentidos deseos sean una confortadora realidad en su País, imploro sobre el querido pueblo dominicano, sobre sus gobernantes, y de modo particular sobre Vuestra Excelencia y su distinguida familia y colaboradores, la constante protección divina, al mismo tiempo que hago votos por el feliz desempeño de la misión que le ha sido encomendada.


*AAS 83 (1991), p.85-87.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XIII, 1 pp. 1568-1570.

L'Attività della Santa Sede 1990 pp. 448-449.

L’Osservatore Romano 12.6.1990 p.6.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n.25, p.9 (p.365).



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