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VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO EN VARSOVIA
*

Sábado 8 de junio de 1991

 

Excelencias;
señoras y señores
:

1. El encuentro de este día con el Cuerpo diplomático acreditado en Varsovia tiene lugar en la sede de la nunciatura apostólica, una de las más antiguas de Europa. Ya en 1555 vino a Polonia el nuncio Luigi Lippomano. La nunciatura existió en Polonia desde esa fecha hasta 1796, cuando, luego de la tercera repartición de Polonia, el último representante de la Sede Apostólica debió abandonar este país. Después de 122 años, en mayo de 1918, tras haber recuperado la independencia, se instituyó nuevamente la representación de la Sede Apostólica. La encabezó el arzobispo Achille Ratti, quien luego sería el Papa Pío XI.

Después de la sacudida trágica de la segunda guerra mundial, como consecuencia de la ruptura unilateral del Concordato en 1925, se produjo una larga ausencia del nuncio en Polonia, que duró una decena de años. Tal ausencia fue algo muy humillante y dolorosa para la sociedad polaca, porque fue causada, contra la voluntad de la nación, por el totalitarismo impuesto a Polonia, que era un sistema hostil a la Iglesia. El restablecimiento de los poderes plenos se efectuó hace sólo dos años, el 17 de julio de 1989, como resultado de los cambios políticos que se llevaron a cabo en Polonia. La presencia en Varsovia de una representación de la Sede Apostólica es signo de la autonomía que recuperó el Estado, fundado en la plenitud de los derechos soberanos de la sociedad que vive en ella. Una situación análoga se registra en algunos países de esta parte de Europa que, habiendo reconquistado su propia subjetividad, han reanudado sus relaciones diplomáticas con la Sede Apostólica.

Así, pues, egregios señores, durante esta cuarta peregrinación a la patria puedo encontrarme por primera vez con vosotros aquí, en la nunciatura. Aprovechando esta oportunidad, os ruego transmitáis a los Gobiernos y naciones que representáis en Varsovia, las expresiones de mi profundo respeto y mis votos de felicidad.

2. La solicitud por garantizar los derechos de cada nación y sociedad constituye una parte muy importante de la conciencia que la Iglesia tiene hoy de su misión. También lo pone de relieve el hecho de que mi encuentro con los miembros del Cuerpo diplomático se realiza en uno de los países que en 1989 se convirtieron, de algún modo, en una de las etapas del largo camino hacia la libertad. De acuerdo con su propia misión de evangelizar, la Iglesia asumió la defensa de los derechos de todos los hombres y de toda la sociedad humana, derechos basados en la naturaleza humana común a todos y en la ley natural, derechos que Cristo confirmó en su Evangelio.

Es difícil no subrayar aquí, desde este punto de vista, el papel particular de la Iglesia y del cristianismo en esos países y sociedades en los que se produjo un cambio profundo.

No olvidemos que en esta parte del continente, en algunos casos tras un milenio de presencia en un determinado país, la Iglesia afrontó un reto lanzado por la ideología del materialismo dialéctico y apoyada por la fuerza de un Estado totalitario que consideraba todas las religiones como un factor de alineación para el hombre. Precisamente aquí la proclamación de las verdades elementales sobre la dignidad humana y sus derechos; la proclamación de que el hombre es el sujeto de la historia, y no sólo «un reflejo de las relaciones socio-económicas», debió unirse indisolublemente, como en el caso de la Iglesia polaca, a la defensa de los derechos que corresponden a todo hombre y comunidad civilizada. Tal servicio se expresaba, entre otras cosas, en el cumplimiento valeroso de la función crítica frente al modelo de relaciones sociales impuesto forzadamente, en la sensibilización de las conciencias frente a las diversas amenazas en la vida pública e, incluso, frente a las obligaciones morales que brotaban de esta en el ámbito de la cultura nacional, de la instrucción, de la educación o del recuerdo histórico. Precisamente aquí, en esta parte de Europa, la Iglesia era con frecuencia la institución más creíble de la vida colectiva, así como la religión el único punto de referencia seguro en una situación de desconfianza y de descrédito total hacia el sistema oficial de los valores.

El símbolo de semejante actitud de la Iglesia, unido a las aspiraciones de toda la sociedad, fueron algunos hombres de la Iglesia, como el cardenal Stefan Wyszynski, el cardenal Jozef Beran, el cardenal Aloysius Stepinac, el cardenal Jozef Mindszenty, el cardenal Frantisek Tomasek, que vive en Praga, y muchos màs. También lo fue el padre Jerzy Popieluszko —a quien se suele llamar el protector espiritual del mundo del trabajo polaco— asesinado cruelmente en 1984.

También es necesario destacar con aprecio el beneficio y la ayuda que la Iglesia misma recibió de los hombres de buena voluntad, de la historia y de los movimientos sociales de nuestro tiempo que tendían hacia una mayor madurez en la realización de sus propias relaciones con el mundo. Por eso, precisamente con este espíritu, mencionaré las palabras que pronuncié hace poco, después de los acontecimientos que tuvieron lugar en Europa centro-oriental, a los miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Sede Apostólica: «Debemos rendir un homenaje a los pueblos que, al precio de "inmensos sacrificios, han emprendido valerosamente esta larga peregrinación hacia la libertad (...). Lo más admirable en los acontecimientos que hemos contemplado es que pueblos enteros han tornado la palabra; mujeres, jóvenes y hombres han vencido el miedo. La persona humana ha manifestado los inagotables recursos de dignidad, de valentía y de libertad que posee. En países en los que durante tantos años un partido ha dicho cuál era la verdad que se debía creer y el sentido que debía darse a la historia, estos hermanos han mostrado que no es posible asfixiar las libertades fundamentales que dan sentido a la vida del hombre: la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión, de expresión y de pluralismo político y cultural» (Discurso al Cuerpo diplomático, 13 de enero de 1990; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de enero de 1990, pag. 1).

3. Se desplomaron los muros que poco tiempo antes separaban a estas sociedades y a estos pueblos del mundo libre y de la parte occidental de nuestro continente. Naciones que, en su camino a veces solitario hacia la verdad, estaban animadas por una conciencia cuyas biografías colectivas, marcadas tan cruelmente por el signo de la historia, constituyen la otra parte de la misma cultura europea. La Sede Apostólica ha saludado con gran satisfacción la desaparición de los muros y la apertura de las puertas. En efecto, jamás se había reconciliado con «la paradoja trágica y la maldición de nuestros tiempos», como Pío XII definió las consecuencias de las decisiones de la Conferencia de Yalta (Radiomensaje pronunciado La víspera de Navidad de 1947). Precisamente en los años del pontificado de ese Papa, la Iglesia y las sociedades libraron sus luchas más difíciles en el mundo del terror de aquel entonces. Sus llamamientos constantes, unívocos en su elocuencia política, dirigidos a las naciones que se habían convertido en esclavas y a la «Iglesia del silencio» suscitaban, a diferencia de la actitud de la mayoría de los estadistas occidentales de aquella época, la fe en el «carácter no definitivo» de la historia temporal y de la formación de Europa tras los acuerdos de Yalta.

A lo largo de muchos años este ha sido el único medio de acción accesible, dentro de los límites de la competencia fundamental de la Iglesia, en favor de la «integración» europea.

Durante los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, la acción diplomática de la Santa Sede en favor de Europa central y oriental apuntaba a una disminución, por lo menos parcial, de las tensiones entre la Iglesia y los gobiernos comunistas. Cuando surgieron posibilidades reales, ofrecidas según las épocas, de cierta distensión política, la Sede Apostólica se empeñó activamente para apoyar los procesos que podían acercar la perspectiva de una integración europea.

La elección de un Papa eslavo hizo que la Iglesia y los pueblos de Europa central y oriental se transformaran aún más en objeto de solicitud constante y responsabilidad por parte de la Sede Apostólica.

No es de extrañar, pues, que precisamente ahora que cambios políticos fundamentales en esta parte del continente despiertan la esperanza de construir una «Europa del espíritu», contando con la participación y la ayuda de las naciones que hasta hace poco eran esclavas, la Iglesia sea particularmente consciente del lugar que le corresponde en la renovación espiritual y humana del «viejo continente». Desea ser testigo de la esperanza, pero también portavoz valiente de esos valores y tradiciones que en otro tiempo formaron a Europa y que hoy pueden unirla.

«También es mi deber destacar con fuerza que, si el sustrato religioso y cristiano de este continente tuviese que llegar a ser marginado en su papel de inspirador de la ética y en su eficacia social, no solamente toda la herencia del pasado europeo sería negada, sino que además un futuro digno del hombre europeo —digo de todo hombre europeo, creyente o no creyente— sería gravemente comprometido» (Discurso al Parlamento europeo, en Estrasburgo, 11 de octubre de 1988; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de noviembre de 1988, pág. 20).

Ahora bien, precisamente por esta razón, frente a la victoria conseguida por pueblos enteros de esta parte del continente, que aspiran con fuerza a realizar la «subjetividad de la sociedad», la Iglesia no puede renunciar a proclamar la verdad sobre el carácter integral de los valores humanos primordiales, cuya interpretación selectiva puede minar los fundamentos del orden social. Tampoco los Estados pluralistas pueden renunciar a las normas éticas en sus legislaciones y en la vida pública, especialmente cuando ese bien fundamental, que es la vida humana desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, exige protección.

Justamente aquí, en la capital de un país que hace 52 años fue víctima de una guerra terrible —el comienzo de la laceración de Europa, que se mantuvo durante muchos decenios—, no se puede menos de recordar la verdad primaria acerca de la dimensión ética de una paz duradera. Esa paz depende —como lo subrayó oportunamente la Conferencia para la seguridad y la cooperación en Europa en Helsinki— no sólo de la seguridad militar, sino ante todo de la confianza recíproca entre las naciones. De aquí que sea muy importante hoy todo lo que contribuya a la edificación y fortalecimiento de la confianza en Europa y se oponga a la sustitución de las viejas divisiones con nuevas formas de aislamiento. Junto a valores fundamentales de orden social, como la neutralidad ideológica, la dignidad del hombre como fuente de derechos, el primado de la persona humana frente a la sociedad, el respeto a las normas jurídicas democráticamente reconocidas y el pluralismo de las estructuras sociales, hay que destacar también hoy la importancia de semejantes comportamientos y aspiraciones, especialmente necesarios ahora que está surgiendo un mundo nuevo más justo y una nueva Europa indivisa.

Se trata fundamentalmente de elaborar en el este y en el oeste una visión de Europa como comunidad espiritual-material que, precisamente como comunidad, exige el desarrollo y la garantía de la seguridad. Se trata de saber construir un entendimiento, incluso de dimensiones regionales. Se trata de un esfuerzo orientado hacia la superación de prejuicios y temores históricos. Se trata de eliminar residuos tales como el nacionalismo exacerbado o la intolerancia, tras ese período de vida en sociedades cerradas. Se trata de pensar en la Europa del futuro, a pesar de la dimensión principalmente política de los acontecimientos, como «continente de cultura». Se trata, en suma, de la capacidad de vislumbrar con gratitud todas las iniciativas y pruebas de solidaridad internacional, que favorecen hoy la obra de integración espiritual y económica de Europa.

En esta obra, un papel de gran responsabilidad corresponde actualmente a los políticos. Pero constituye un desafío histórico para todos los habitantes del continente. También para los cristianos, que tras la conclusión de la segunda guerra mundial dieron una contribución muy grande al florecimiento civilizador de Europa occidental.

Me concentro ante todo en los problemas que atañen a Europa, pero quiero poner de relieve con fuerza lo que escribí en mi última encíclica: «Los acontecimientos de 1989 vienen a ser importantes incluso para los países del llamado tercer mundo, que están buscando la vía de su desarrollo, lo mismo que lo han sido para los de Europa central y oriental» (Centesimus annus, 26).

4. En estos esfuerzos por el bien de una Europa nueva y más feliz, un papel importante os compete también a vosotros, que representáis en Polonia a los gobiernos y naciones de todos los continentes. Y aunque vuestra preocupación principal son los intereses de vuestros países, un privilegio de este noble oficio es la posibilidad de cooperar en la creación de un clima espiritual de reciprocidad, solidaridad y colaboración internacional. En esta parte de Europa, depende mucho de vosotros y del modo como ejercitéis vuestra misión responsable, el que se consolide la confianza tan necesaria para la vida internacional y el lenguaje de los acuerdos internacionales y de las garantías. Hoy se espera de muchos de vosotros que participéis en la construcción de los puentes del entendimiento y la colaboración auténtica entre las naciones de la Europa postcomunista, hasta hace poco privadas de la posibilidad de una comunicación directa y libre entre sí.

Ojalà, señoras y señores, que os acompañe la convicción de que, cumpliendo vuestra misión diplomática en Polonia, precisamente en un momento de transformaciones fascinantes en esta parte del continente, dais también personalmente una contribución preciosa a la preparación de un mundo más humano y más digno de los hombres y de Dios, a quien pido que os bendiga a vosotros y a vuestras familias, vuestro trabajo y los países y naciones que aquí representáis.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 28, p.9.



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