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VIAJE APOSTÓLICO A SENEGAL, GAMBIA Y GUINEA
(19 - 26 DE FEBRERO DE 1992)

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
*

Viernes 21 de febrero de 1992

 

Excelencias; señoras y señores:

1. En el curso de las visitas pastorales que he podido realizar, aprecio los encuentros con los miembros del Cuerpo diplomático, cuya presencia en la capital manifiesta los lazos de una nación con la comunidad mundial. Agradezco sinceramente a vuestro decano las palabras que acaba de dirigirme, con las que ha expresado vuestra atención hacia los diversos aspectos de la misión de la Iglesia y, en especial, hacia su acción en favor del desarrollo y de la paz. Hoy, en Dakar, me siento feliz de acogeros en un país que, en la tradición de su larga historia, ocupa un sitial de honor en esta parte del continente africano y cuyos dirigentes participan activamente en la vida internacional.

La Santa Sede, como sabéis, mantiene con mucho gusto relaciones diplomáticas con los países que lo desean. En función de la misión específica de la Iglesia católica, aporta su contribución al diálogo, que incesantemente trata de intensificar entre los gobiernos de todo el planeta.

Habiendo venido por octava vez a África, quisiera haceros participar en la reflexión que me inspira la hospitalidad de Senegal y la luz del mensaje evangélico sobre la situación humana de este continente. Quisiera reflexionar con vosotros sobre la urgencia y la amplitud de la solidaridad de la comunidad internacional.

2. La preocupación más apremiante, cuando se considera la situación actual de África, es evidentemente la paz. Aún persisten en muchas regiones conflictos graves y verdaderas guerras. Conocéis muy bien esas situaciones. Ahora bien, no puedo menos de recordar aquí la dura condición en que se encuentra Liberia, tan cercana. Los países que integran la comunidad económica del oeste de África trabajan en favor de la pacificación de ese país. Esperamos que esos esfuerzos ahorren al pueblo liberiano, ya duramente probado, nuevos sufrimientos, el agotamiento de sus energías y la destrucción de su economía.

La mayoría de los enfrentamientos mortales, de los que somos testigos impotentes, tienen lugar en el interior de las propias naciones. Muchas veces resulta difícil para los demás Estados garantizar un arbitraje que respete la independencia de los países involucrados. Pero ¿no deben los Estados vecinos acoger a los refugiados, controlar la evolución de los grupos armados, detener la provisión de armas o, por lo menos, impedir su paso? Esta es una de las primeras formas de solidaridad con vistas a la construcción de la paz, que será tanto más duradera cuanto más numerosos sean los interlocutores que trabajan por alcanzarla.

Quisiera insistir, sin embargo, en otro aspecto que sin duda alguna es menos fácil de percibir concretamente, pero no por eso menos importante. Frente a los conflictos y los sufrimientos que derivan de ellos, ninguna acción diplomática o política será eficaz si no pone en práctica la aspiración de los hombres a una solidaridad que no se detenga en las fronteras. Las responsabilidades confiadas a los dirigentes tienen como única razón de ser el servicio que deben prestar a su pueblo. Obrar en favor de la paz es una misión profundamente humana. La nobleza de la política y de la diplomacia consiste en colocarse en este nivel de motivación con la finalidad de superar las tentaciones de la indiferencia o del repliegue en sí mismo, vencer las fuerzas destructoras, trabajar en favor de la reconciliación verdadera y construir una sociedad solidaria.

3. Las tensiones y los conflictos, bajo formas diversas, se convierten a menudo en atentados contra los derechos del hombre. Cuando el simple derecho a la vida está amenazado, cuando faltan los medios materiales básicos, cuando no se satisfacen las aspiraciones legítimas a la vida de familia, a la educación y al trabajo, la sociedad no puede vivir en paz. La organización de la sociedad tiene como fin primario responder a esas exigencias. Las definiciones jurídicas de los derechos sólo tienen valor si se fundan en el respeto al ser humano, sujeto de derechos. La dignidad de los pueblos supone que sus justas aspiraciones, sus tradiciones o sus creencias puedan expresarse libremente.

En una sociedad respetuosa de los derechos de cada uno, las responsabilidades son compartidas y las relaciones sociales permiten dar vida a iniciativas y asociaciones constructivas. La libertad de conciencia se hace realidad plenamente en la libertad de vivir en común la propia religión. Unos y otros gozan de las mismas posibilidades y el futuro se abre ante ellos del mismo modo.

Señoras y señores, si recuerdo estos principios sencillos es porque me parece que iluminan el vasto movimiento democrático que vemos extenderse en el mundo actual y, de manera particular, en África. Esas iniciativas y su puesta por obra son fruto de cada una de las naciones. Pero está claro que el apoyo de la comunidad internacional puede y debe favorecer el progreso del Estado de derecho y de la democracia. Permitidme recordar aquí los esfuerzos que se llevan a cabo en este sentido en Europa, donde la Conferencia para la seguridad y la cooperación ha reconocido que sus fines esenciales están condicionados por el respeto a los derechos humanos y la justicia social en los Estados llamados a ayudarse recíprocamente.

Pienso igualmente, por poner otro ejemplo, en el seminario que la Oficina internacional del trabajo realizará dentro de unos días en Dakar sobre la abolición del trabajo de los niños. Este es ciertamente un signo de que muchos problemas urgentes han de afrontarse en el marco de una colaboración determinada por parte de las fuerzas vivas de todas las naciones.

Es útil reflexionar sobre lo que implica la vida democrática. En un tiempo de cambios profundos en el mundo, he querido presentar en un documento solemne el análisis que hace la Iglesia de ese aspecto fundamental de la vida de las naciones: "Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la "subjetividad" de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad» (Centesimus annus, 46).

Estoy convencido de que la solidaridad entre las naciones será tanto más constructiva cuanto más claramente se inspire en semejante concepción de la vida común aplicada sin discriminación a toda la familia humana.

4. Señoras y señores, es evidente que no podemos quedarnos sólo en un análisis de los principios, por más esenciales que sean. La comunidad internacional debe afrontar los problemas cotidianos de las poblaciones. La Iglesia, por su parte, insiste en afirmar que la solidaridad de todo el mundo está al servicio del desarrollo integral del hombre. Me he pronunciado a menudo sobre este asunto, pero juzgo un deber volver a abordarlo precisamente hoy ante los representantes de numerosos países de todos los continentes.

El hecho más evidente —pero ¿es percibido suficientemente en el mundo?— es que nadie puede resignarse a ver cómo el hambre amenaza aún a millones de hombres, mujeres y niños en este planeta. La desnutrición sigue extendiéndose dramáticamente y repercute negativamente en la salud. La ayuda mutua se pone en práctica, pero con lentitud y muchos obstáculos. Es preciso actuar y actuar enseguida.

Más allá de esas situaciones urgentes, podemos comprender la aspiraciones de las poblaciones de África que quieren realizar su desarrollo en condiciones políticas y económicas favorables. Es preciso ayudarlas a acrecentar su producción y el con junto de su actividad económica, a conservar sus recursos naturales y a desarrollar sus infraestructuras. Todo esto supone una cooperación regional, hoy aún insuficiente, y una buena integración en los intercambios mundiales.

Con todo, uno se da cuenta cada vez más de que no hay que contentarse con evaluar las necesidades u organizar mercados. No basta reducir una deuda o abrir nuevos créditos. La realidad humana desborda las cifras. No me cansaré de repetir que la verdadera solidaridad en relación con el desarrollo supone la colaboración entre las personas y las comunidades, el apoyo de sus iniciativas y la valorización de sus cualidades propias y de su herencia cultural.

En suma, esa colaboración constituye una comunidad que debe trabajar y poner en común más que simples recursos o conocimientos: debe compartir un mismo respeto hacia los pueblos y un mismo amor hacia el hombre.

5. Durante mi primer viaje a África, conmovido por el drama del Sahel, lancé desde Uagadugú un llamamiento a la solidaridad. Diez años después, visitando el mismo lugar, lo renové solemnemente durante un encuentro con numerosos promotores generosos del desarrollo. Hoy, en vuestra presencia, debo elevar mi voz una vez más e interpelar a la familia humana en nombre de sus miembros más necesitados.

En esta época, en la que nos maravillamos al ver cómo se acortan las distancias y en la que las informaciones se transmiten instantáneamente a todas partes, comprobamos con tristeza que existen aún distancias inmensas entre los pueblos: desigualdades trágicas en las expectativas de vida y en los medios a disposición para la educación o la sanidad, y diferencias profundas en el goce de las libertades, o sea, un reconocimiento desigual de la dignidad de la persona. Cuando todos deberían acercarse, ¡cuán pesada es la carga que soportan algunos hermanos y algunas hermanas cuando se les llama «extranjeros», «refugiados» o «emigrantes»!

¿Qué uso hacemos de los bienes de la tierra, y de los bienes de la inteligencia y del corazón? Cristo nos dice: «Porque donde esté vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón» (Lc 12, 34). Muchos tesoros se nos han confiado. ¿Podemos tenerlos sólo para nosotros, de modo egoísta? ¿Cómo podemos ignorar que son bienes comunes, bienes para la vida de la única humanidad?

Ya es hora de que la familia humana tome conciencia de sus verdaderos deberes. El hombre debe ponerse al servicio del hombre e invertir todos sus talentos y todas sus energías espirituales y materiales en favor de la causa de la paz, del derecho y del bienestar de todos los hombres, que son de verdad sus hermanos.

Excelencias; señoras y señores, os confío este apremiante llamamiento, pues representáis a pueblos que están llamados a estrechar sus lazos mutuos de un extremo al otro del mundo. Vosotros, que desempeñáis vuestra misión en un país rico de cualidades de sus habitantes, pero pobre de medios materiales, estáis en la vanguardia en la batalla por la solidaridad humana.

¡Que el Altísimo os asista en vuestra tarea!


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n. 9 p.9.



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