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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE ARGENTINA ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 23 de marzo de 1992

 

Señor Embajador:

Con viva complacencia recibo las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Argentina ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida a este acto de presentación, me es grato reiterar ante su persona el profundo afecto que siento por todos los hijos de aquella noble Nación.

Al deferente saludo que el Señor Presidente, Doctor Carlos Saúl Menem, ha querido hacerme llegar por medio de Usted, correspondo con sincero agradecimiento, y le ruego tenga a bien transmitirle mis mejores augurios, junto con las seguridades de mi plegaria al Altísimo por la prosperidad y bien espiritual de todos los argentinos.

Sus palabras, Señor Embajador, me son particularmente gratas y me han hecho recordar las visitas pastorales realizadas en 1982 y en 1987 a su país, durante las cuales pude apreciar los más genuinos valores del alma argentina: el calor humano, la hospitalidad, el tesón ante la adversidad, las aspiraciones a una mayor justicia y fraternidad que brotan de un pueblo forjado al amparo de la cruz de Cristo y en el seno de la Iglesia.

Como es bien conocido, en los últimos años se han producido en la vida política internacional importantes cambios que, en buena medida, están modificando la trama compleja de las relaciones entre los pueblos. Dichas transformaciones interpelan a todos los países, incluida la República Argentina, y constituyen un verdadero desafío a asumir la propia identidad, con su patrimonio histórico, para adecuarse a las exigencias de los tiempos e integrarse de modo más pleno y eficiente en los diversos niveles de participación de la vida internacional. Se impone, por tanto, un esfuerzo decidido y generoso con vistas a armonizar la legítima afirmación y salvaguardia de los intereses nacionales, con la colaboración y fraterna solidaridad hacia los otros pueblos, en particular, los de América Latina.

La República Argentina, en virtud de las raíces cristianas y valores morales que han configurado su ser como Nación a través de la historia, puede sumarse válidamente a la noble tarea de reforzar entre los pueblos las bases de la pacífica convivencia en el marco de la justicia y el respeto mutuo, teniendo siempre como punto de referencia una recta concepción del hombre y de su destino transcendente. En efecto, como afirma el Concilio Vaticano II, “la fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre; por ello, orienta el espíritu hacia soluciones plenamente humanas” (Gaudium et spes, 11).

En el contexto de las nuevas situaciones y nuevos retos, se hace más necesario que nunca defender claramente el principio de la supremacía del bien común en la organización social y su vigencia en el seno de la comunidad nacional. Tal como lo viene proclamando reiteradamente el Magisterio de la Iglesia, se trata de ir logrando aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y a las familias, así como a los grupos intermedios y asociativos, su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones de progreso integral.

Por ello, ha de procurarse que las iniciativas que se tomen en favor de la estabilidad financiera y el desarrollo económico respeten siempre los principios de equidad en la justa distribución de esfuerzos y sacrificios por parte de los diversos grupos sociales. Por otra parte, no podría considerarse aceptable un modelo de organización social que, en aras de la eficacia, impidiera a la mayoría de la población acceder a mejores condiciones de vida. De modo particular, corresponde a los poderes públicos la tarea de velar para que los sectores más desprotegidos –que son los más vulnerables en tiempos de crisis económica– no sean víctimas de los planes de ajuste, ni queden marginados del dinamismo del crecimiento, al cual han de contribuir responsablemente.

Con el fin de que todos puedan cumplir su cometido en el seno de la comunidad política, cada uno de sus miembros ha de trabajar por la consecución del bien común en el marco de una amplia participación en la vida pública. Para ello, es particularmente necesario favorecer y cultivar las virtudes humanas, como la integridad moral, el desinterés, el sentido de responsabilidad, el espíritu de sacrificio y solidaridad que, junto con la creatividad y competencia técnica en los diversos campos, hagan posible la superación de las dificultades presentes para poder alcanzar así nuevas metas de prosperidad y progreso. En este marco de virtudes cívicas será ciertamente alentador para las futuras generaciones, y suscitará en los ciudadanos un espíritu de leal participación, la ejemplaridad de los gobernantes, legisladores y magistrados, así como de cuantos desempeñan funciones directivas en la sociedad. A este respecto, el Concilio Vaticano II afirma expresamente que “quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política, han de prepararse para ella y procurar ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal” (Gaudium et spes, 75).

En el umbral del V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo, la Iglesia en Argentina, así como en las demás Naciones hermanas de ese “continente de la esperanza”, se prepara a tan magno acontecimiento con vivo agradecimiento al Señor por el inestimable don de la fe. Ella es consciente de la inmensa obra evangelizadora y de promoción humana y cultural que llevaron a cabo tantos hombres y mujeres que dedicaron su vida a predicar el mensaje de salvación, a mitigar el dolor, a instruir y educar, dando testimonio de abnegada entrega en favor de los más necesitados.

Ayer como hoy, la Iglesia, con el debido respeto a la propia autonomía de las instituciones y autoridades civiles, continuará incansable en promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la persona en su vida individual, familiar y social. El carácter espiritual y religioso de su misión le permite llevar a cabo este servicio por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte pues, como señala el Concilio Vaticano II, “al no estar ligada a ninguna forma particular de civilización, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión”(Gaudium et spes, 42).

Señor Embajador, antes de terminar este encuentro, pláceme asegurarle mi benevolencia y apoyo, para que la alta misión que le ha sido encomendada se cumpla felizmente. Por mediación de Nuestra Señora de Luján, Patrona de la Nación argentina, elevo mi plegaria al Altísimo para que asista siempre con sus dones a Usted y a su familia, a sus colaboradores, a los gobernantes de su noble país, así como al amadísimo pueblo argentino, tan cercano siempre al corazón del Papa.


*AAS 85 (1993), p. 350-352.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XV, 1 pp. 692-695.

Att. SS. 1992 pp. 211-213.

L’Osservatore Romano 24.3.1992 p.6.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n.13, p.6 (p.186).



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