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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON EL NUEVO PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA
*

Biblioteca privada del Palacio Apostólico Vaticano
Viernes 27 de noviembre de 1992

 

Señor presidente:

1. Deseo manifestarle mi profunda y viva gratitud par la visita con que me honra hoy y darle mi mas cordial bienvenida a la residencia del Sucesor de Pedro.

Esta circunstancia, tan solemne, trae a la mente el recuerdo de otro encuentro nuestro, menos formal pero no menos significativo, cuando, con un gesto muy cortes y apreciado, fue a visitarme durante mi convalecencia en el hospital policlínico Gemelli, para testimoniarme la afectuosa participación de toda la nación italiana en mi enfermedad.

A través de usted, hoy, quisiera ante todo manifestar a los ciudadanos italianos mis más vivos sentimientos de gratitud por la cercanía espiritual que me ex¬presaron en esos momentos y dirigir a cada uno un saludo particular.

En este momento, al igual que el pasado mes de julio, me complace acoger en usted al representante del pueblo italiano, cuyos legítimos delegados, hace pocos meses, lo eligieron, con gran mayoría, para la autoridad suprema del Estado. Al renovarle mis más fervientes deseos de un feliz cumplimiento de la misión que se le ha confiado para el servicio de las instituciones democráticas, permítame asimismo expresarle mi complacencia personal por ver llamado a la magistratura suprema del Estado a un hombre de probada experiencia y rectitud, sagazmente atento a los valores jurídicos y morales que constituyen el tejido conjuntivo de la nación.

2. El encuentro entre el primer magistrado de la República italiana y el pastor universal de la Iglesia no puede menos de traer a la mente el contexto histórico e institucional en el que se realiza: los Pactos lateranenses que, actualizados en 1984 por los acuerdos de revisión del concordato, confirman la plena independencia y autonomía de las comunidades política y eclesial en sus campos respectivos, recordándoles el servicio común debido, aunque por títulos diversos, a la vocación individual y social de las mismas personas e impulsándolas a ambas a una sana colaboración entre sí, según las modalidades sugeridas por las circunstancias concretas.

La historia, incluso la más reciente, demuestra que la Sede Apostólica y la Iglesia han compartido las vicisitudes civiles y humanas, a menudo dolorosas y trágicas, de la nación italiana, contribuyendo al crecimiento de su patrimonio cultural, social y espiritual. Surge espontáneo el deseo de que los católicos italianos estén dispuestos hoy también, como lo han estado en el pasado, a prestar su aportación específica a la construcción de la ciudad del hombre, con actitud de «obediencia» a Dios y «fidelidad» a la historia, siguiendo el ejemplo de tantas figuras nobles de ciudadanos leales y creyentes integérrimos, que los han precedido.

3. Usted conoce bien, señor presidente, la obra solícita que lleva a cabo la Santa Sede en favor de la paz, y sabe que el Sucesor de Pedro, fiel al mandato recibido de Cristo nuestro Señor, «Príncipe de la paz» (Is 9, 5), sigue pidiendo, a veces con un tono grave y amonestador, que se superen los antiguos y los nuevos antagonismos, así como los conflictos y las dolo rosas laceraciones. En efecto, la misión evangelizadora de la Iglesia es también proclamación incansable de la dignidad de la persona y de los derechos de los pueblos. Esta misión sigue siendo urgente, si se contempla la nueva configuración de Europa, que se halla marcada en muchas regiones por una constante inestabilidad, cuando no está inmersa en dramáticos conflictos.

Es verdad que antiguos y nobles países de Europa oriental, al caer las ideologías y la contraposición de los bloques, han visto que se hacía realidad por fin su peregrinación hacia la libertad (cf. Discurso al Cuerpo diplomático, 13 de enero de 1990). Se han convertido, así, en protagonistas activos de su propia historia, redescubriendo sus tradiciones, y sus recursos culturales y espirituales, después de decenios de opresión y aislamiento. Pero esas prometedoras oportunidades de desarrollo y de crecimiento integral podrían resultar efímeras e ilusorias, si faltase el apoyo solidario de las naciones de Europa occidental. Es necesaria la cooperación de todos para trazar un proyecto común y valiente de colaboración e integración que, gracias a la superación de situaciones de fragilidad política y debilidad económica, favorezca el cultivo de los valores genuinos del «homo europaeus».

Estoy seguro de que Italia, gracias a su rica herencia cultural y religiosa, dará su importante contribución a la construcción de la casa común para todos los pueblos de Europa, desde el Atlántico hasta los Urales. Eso tendrá repercusiones favorables, también a nivel mundial, sobre la convivencia pacífica y sobre el respeto de los derechos de los hombres y de los pueblos.

4. La Iglesia no se siente extraña, sino solidaria con la vida de todo pueblo. Por esto, participa íntimamente en la situación actual del pueblo italiano, caracterizada por fermentos de esperanza, pero marcada también por elementos de in- quietud y desasosiego. Se trata de una situación difícil, que afecta a todo el país. La Iglesia invita a ver en ella, entre las sombras, también los signos positivos que prometen nuevos equilibrios, nuevas formas de convivencia, en el marco de una situación mundial profundamente cambiada, después del derrumbamiento de las «murallas» y de las ideologías.

Resulta, por tanto, de suma importancia tender con brío hacia los valores ético-espirituales de la persona y de la convivencia social, buscando, con un empeño sincero y con un esfuerzo concorde, soluciones inspiradas en el principio fundamental de la solidaridad. A este respecto, la comunidad eclesial ofrece la aportación de su rico patrimonio de doctrina social, como punto de referencia e inspiración, moderno y dinámico.

Los recientes acuerdos de revisión del concordato, a los que aludí hace poco, tienen como objeto promover, según criterios correctos de respeto de las peculiaridades respectivas, el fecundo y vital entrelazamiento entre desarrollo democrático del país y presencia animadora de la Iglesia, de forma que se mantengan vivos en el entramado social y cultural los gérmenes de los valores en los que se fundan, en último término, la misma Constitución y la convivencia civil del pueblo italiano. Son los valores inmutables e irrenunciables de la dignidad de la persona humana, del derecho a la vida desde su concepción hasta su término natural, y del derecho a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia. Más aún, son los valores de la honradez y la laboriosidad, de la justicia y la solidaridad, del pluralismo y la subsidiariedad, de las legítimas autonomías locales, valoradas en el marco de la unidad nacional y de la apertura a la cooperación europea e internacional. Asimismo, la Iglesia reconoce, promueve y sostiene el valor de la institución familiar, verdadera y primera célula vital de toda la sociedad. El espíritu, con que ella anuncia el «evangelio de la familia» y trabaja por lograr su realización, tiene una feliz resonancia en el texto de la Constitución italiana, que reconoce los derechos del núcleo familiar como sociedad fundada en el matrimonio.

5. En el marco de esos valores, ampliamente compartidos desde la fundación democrática y constitucional de Italia, la Santa Sede reafirma la disponibilidad de los católicos para toda forma de colaboración recíproca y fructuosa, siempre con vistas a la promoción integral del hombre y al bien verdadero del país.

Es, por consiguiente, de desear que se llegue a una conclusión pronta y constructiva de la fase de aplicación de los acuerdos, del 18 de febrero de 1984, de revisión del concordato, especialmente por lo que se refiere al sector de los bienes culturales eclesiásticos que, además de constituir un patrimonio incalculable de toda la humanidad, son también el testimonio vivo del fecundo encuentro entre el genio italiano y los principios de la fe cristiana. Como tales, representan de forma visible las raíces y el significado de la identidad unitaria de la nación italiana, que precede y acompaña a las estructuras estatales, armonizándose muy bien con la riqueza y la variedad de sus articulaciones regionales y locales.

6. Señor presidente, haciendo mías las palabras de la Conferencia episcopal italiana, deseo dirigirme, a través de usted, a todos los italianos, para invitarlos a mirar con confianza hacia el futuro, a creer que en nuestro tiempo no caben actitudes de renuncia, sino de valentía, de generosidad y de tenacidad. Italia posee energías humanas y recursos materiales suficientes para superar las dificultades del momento actual, en una lógica de justicia y solidaridad, que harán que un patrimonio antiguo, pero siempre nuevo, de concordia cultural, social y espiritual, desarrolle nuevas potencialidades, adecuadas a las exigencias de nuestro tiempo (cf. Comunicado de los trabajos de la XXXVI asamblea general de la Conferencia episcopal italiana, Collevalenza, 26-29 de octubre de 1992).

¿Cómo no pensar, a este respecto, en los innumerables recursos del pueblo italiano? ¿Cómo no recordar, entre otras cosas, la cooperación generosa y creativa de tantas asociaciones de voluntariado y de numerosísimos jóvenes, que se entregan con abnegación y generosidad para dar respuestas nuevas a los problemas que van surgiendo, especialmente en el frente de las formas modernas de marginación?

Me dirijo, sobre todo, a los jóvenes, a los que usted, señor presidente, trata de transmitir esos ideales de justicia y paz que han plasmado la historia del pueblo italiano, a fin de que sientan como propios esos valores perennes, que son indispensables para dar vida a sociedades libres y solidarias.

Por último, ojalá que Italia, gracias también a su liderazgo iluminado, sepa avanzar unida y concorde por el camino real marcado por la fe y el compromiso civil de sus padres; ojalá que sepa encontrar en su historia milenaria motivos de nuevo impulso para defender y promover los valores humanos, morales y espirituales, que le han conquistado honor y consideración en el mundo; y ojalá que progrese eficazmente en la búsqueda del recto bienestar y de la prosperidad auténtica de todos sus habitantes.

Esos son, señor presidente, los deseos que me complace formular para usted y para todo el pueblo de Italia, al tiempo que invoco la bendición de Dios sobre usted y sus familiares, así como sobre las autoridades presentes y sobre toda la querida nación italiana.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.50 p.21.



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