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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Viernes 22 de octubre de 1993

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

1. Me alegra acogeros hoy, junto con los miembros, los expertos, y los oficiales de la Congregación para el clero, reunidos en sesión plenaria.

Agradezco al prefecto del dicasterio, señor cardenal José Sánchez, las palabras con que ha presentado el contenido de la reflexión llevada a cabo en estos días. Asimismo, doy las gracias al secretario, monseñor Crescenzio Sepe, por su valiosa colaboración.

Ante todo, deseo manifestaros mi complacencia por el trabajo que habéis realizado, y que ha implicado a todo el Episcopado, sobre algunos temas de suma importancia. Al mismo tiempo, os expreso a todos mi aliento para que, cuanto antes sea posible, ofrezcáis a los obispos y, a través de ellos, a todos los sacerdotes, un Directorio para la vida, el ministerio y la formación permanente de los presbíteros. Como bien sabéis, lo solicitaron numerosos prelados de todo el mundo, así como la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos de 1990 y muchos sacerdotes que se dedican a la cura de almas.

En nuestra época, marcada por una gran sed de valores, aunque a menudo no sea muy manifiesta, es de suma urgencia que los ministros del altar, teniendo siempre presente la grandeza de su vocación, se formen para desempeñar con fidelidad y competencia su ministerio pastoral y misionero.

2. "Antes de haberte formado yo en el seno materno —dice el Señor al profeta Jeremías—, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí" (Jr 1, 5).

Para una vida sacerdotal auténtica es absolutamente necesario tener clara conciencia de la propia vocación. El sacerdocio es don que viene de Dios, a imagen de la vocación de Cristo, sumo sacerdote de la nueva alianza: "Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón" (Hb 5, 4). No se trata, pues, de una función, sino de una vocación libre y exclusiva de Dios que, como llama al hombre a la existencia, lo llama también al sacerdocio, con la mediación de la Iglesia. Mediante la imposición de las manos del obispo y la oración consagratoria, lo hace después ministro y continuador de la obra de salvación, realizada por él por medio de Cristo en el Espíritu Santo.

"El sacerdocio de los presbíteros — recuerda el concilio Vaticano II— supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza" (Presbyterorum ordinis, 2).

Al actuar "in persona Christi capitis" (ib; cf. ib. , 6 y 12; Sacrosanctum concilium, 33; Lumen gentium, 10, 28 y 37), el sacerdote anuncia la palabra divina, celebra la eucaristía y difunde el amor misericordioso de Dios que perdona, convirtiéndose así en instrumento de vida, de renovación Y de progreso auténtico de la humanidad.

Por ser ministro de las acciones salvífìcas esenciales, no pone al alcance de todos los hombres bienes perecederos, ni proyectos sociopolíticos, sino la vida sobrenatural y eterna, enseñando a leer e interpretar, a la luz del Evangelio, los acontecimientos de la historia.

Esta es la tarea principal del sacerdote, también en el marco de la nueva evangelización, la cual exige presbíteros que, por ser los primeros responsables, junto con los obispos, de esa nueva siembra evangélica, estén "radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo" (Pastores dabo vobis, 18).

3. El sacerdocio de los sagrados ministros participa del único sacerdocio de Cristo, constituido sacerdote e intercesor mediante la ofrenda de su sacrificio, realizado de una vez para siempre en la cruz (cf. Hb 7, 27).

Para poder comprender adecuadamente el sacerdocio ordenado y afrontar correctamente todas las cuestiones relativas a la identidad, a la vida, al servicio y a la formación permanente de los presbíteros, es preciso tener siempre presente el carácter sacrificial de la Eucaristía, cuyos ministros son.

En la Eucaristía brilla de modo muy peculiar la identidad sacerdotal. Constituye el eje de la asimilación a Cristo, el fundamento de una ordenada vida de oración y de una auténtica caridad pastoral.

4. Configurado con el Redentor, cabeza y pastor de la Iglesia, el sacerdote debe tener clara conciencia de ser, de modo nuevo, ministro de Cristo para su pueblo (cf. Pastores dabo vobis, 21).

Se trata de una conciencia de pastoralidad ministerial, que corresponde sólo a quien ha sido enviado, a imitación del buen Pastor, para ser guía y pastor del rebaño, en la entrega gozosa y total a todos sus hermanos, especialmente a los que tienen más necesidad de amor y de misericordia.

5. A imitación del Maestro divino, el sacerdote está llamado a entregar su propia voluntad y a convertirse en una especie de prolongación del Christus oboediens para la salvación del mundo.

El ejemplo de Cristo es luz y fuerza para los obispos y para los presbíteros. El obispo, por su parte, con su obediencia a la Sede Apostólica y la comunión con todo el Cuerpo episcopal, crea las condiciones más favorables para instaurar las mismas relaciones con el presbiterio y con cada uno de sus miembros.

Siguiendo el modelo de la relación de Jesús con los discípulos, el obispo debe tratar a sus sacerdotes como a hijos, hermanos y amigos, interesándose sobre todo por su santificación, pero también por su salud física, su serenidad, su debido descanso, su asistencia en toda etapa y situación de la vida. Todo eso no sólo no va en detrimento, sino que pone más de manifiesto su autoridad de pastor que, con espíritu de auténtico servicio, sabe asumir las responsabilidades indelegables y personales a veces, incluso, arduas y complejas de la dirección.

Esa actitud ejemplar alimenta la confianza de los presbíteros, estimula su voluntad de ordenada cooperación y de fraternidad sincera.

¡Qué bien tan precioso es la fraternidad sacerdotal! Es alivio en las dificultades, en la soledad, en las incomprensiones y en los trabajos, y, como en la comunidad apostólica primitiva, favorece la concordia y la paz "para proclamar a Dios y dar a los hermanos testimonio de la unidad del espíritu" (Juan Pablo II, catequesis del 1 de septiembre de 1993, L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de septiembre de l993, p. 3).

6. En ese clima de comunión sacerdotal efectiva también encontrará las condiciones mejores para desarrollase y dar frutos abundantes la formación permanente de los presbíteros, para la que es necesario reservar personal fiel y cualificado.

En la labor de formación se entrelazan positivamente la autorizada y a la vez fraterna solicitud del obispo para con sus sacerdotes y, por parte de éstos, la conciencia de deber profundizar continuamente el inmenso don de la vocación y la responsabilidad del compromiso ministerial.

Este es el tema que ha ocupado el centro de vuestras reflexiones en la actual asamblea plenaria y que cobrará gran relieve en el Directorio que estáis preparando.

7. En realidad, todo proyecto de formación sacerdotal debe tener como principal objetivo la santificación del clero, pues, aunque es verdad que la Palabra y los sacramentos actúan por la fuerza del Espíritu que transmiten, también es verdad que, cuando transfiguran la vida del ministro, éste se convierte en una especie de Evangelio vivo. El mejor evangelizador es siempre el santo.

De manera especial, el sacerdote tiene necesidad de la oración para santificarse y para santificar a las almas que se le han confiado.

El principio interior, la virtud que moldea y guía su vida espiritual es la caridad pastoral que brota del Corazón misericordioso de Jesús salvador. El contenido esencial de esa caridad pastoral es la entrega total de sí a la Iglesia que, por consiguiente, constituye el interés principal del presbítero bien formado y maduro. En efecto, la vida del sacerdote es un aspecto del misterio estupendo del Cuerpo místico; por eso, no se puede interpretar correctamente sólo con criterios humanos.

Así, cuanto más penetre la Iglesia, guiada por el Espíritu, en la verdad del sacerdocio de Cristo, tanto mayor será la conciencia gozosa que tendrá del don del celibato sagrado, que se verá cada vez menos bajo la luz de la disciplina, aunque sea noble, para abrirse de par en par a los horizontes de una singular conveniencia con el sacramento del orden (cf. Pastores dabo vobis, 50).

El celibato eclesiástico constituye para la Iglesia un tesoro que es preciso guardar con todo esmero y proponer, sobre todo hoy, como signo de contradicción para una sociedad que necesita ser impulsada hacia los valores superiores y definitivos de la existencia.

Las dificultades actuales no pueden hacer que renunciemos a ese precioso don que la Iglesia ha hecho suyo, ininterrumpidamente, desde el tiempo de los Apóstoles, superando otros momentos difíciles que obstaculizaban su mantenimiento. Es preciso interpretar también hoy las situaciones concretas con fe y humildad, sin dejar que predominen criterios de tipo antropológico, sociológico o psicológico, que, aunque dan la impresión de resolver los problemas, en realidad acaban por agrandarlos desmesuradamente.

La lógica evangélica, comprobada por los hechos, demuestra claramente que las metas más nobles son siempre difíciles de conseguir. Por ello, hay que ser osados, sin dar nunca marcha atrás. Siempre es urgente emprender el camino de una valiente y eficaz pastoral vocacional, con la seguridad de que el Señor no permitirá," que falten obreros a su mies, si se ofrece a los jóvenes ideales elevados y ejemplos concretos de austeridad, coherencia, generosidad y entrega incondicionales.

Es verdad: el sacerdocio es don de lo alto, al que hay que corresponder aceptándolo con gratitud, amándolo y entregándolo a los demás. No se debe considerar como una realidad puramente humana, como si fuera expresión de una comunidad que elige democráticamente a su pastor. Al contrario, se ha de ver a la luz de la voluntad soberana de Dios que elige libremente a sus pastores. Cristo quiso que su Iglesia estuviese estructurada sacramental y jerárquicamente; Por ello, a nadie le es lícito cambiar lo que su divino Fundador ha establecido.

8. En la cruz, el sumo y eterno Sacerdote entregó a Juan como hijo a su santísima Madre; y, a su vez, entregó a su Madre, como herencia inapreciable, a Juan.

Desde aquel día se entabló entre María santísima y todo sacerdote un vínculo espiritual singular, gracias al cual ella puede obtener y dar a sus hijos predilectos el impulso para responder cada vez con más generosidad a las exigencias de la oblación espiritual que implica el ministerio sacerdotal (cf. Juan Pablo II, audiencia general del miércoles 30 de junio de 1993, L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1993, p. 3).

Amadísimos hermanos, encomendémosle a ella, Reina de los apóstoles, a los sacerdotes de todo el mundo. Confiemos a su Corazón de Madre a todos los que se preparan para llegar al sacerdocio. Pongamos, confiados, en sus manos nuestros propósitos humildes, pero sinceros, de hacer todo lo posible por su bien.

Que todo sacerdote se sienta movido a consagrarse a la Virgen inmaculada. Así experimentará ciertamente la paz, la alegría y la fecundidad pastoral que brotan de su condición de hijos suyos.

Este es mi deseo, que se convierte en oración. Lo acompaña una especial bendición apostólica, que imparto con gusto a todos vosotros y a los presbíteros que trabajan en todo el mundo.



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